La videollamada de Skype estaba planeada para las 17 (hora argentina), así que me duché con una hora de anticipación para estar medianamente arreglada después de tanto tiempo. Me conecté cinco minutos antes, atenta siempre a la puntualidad alemana. Encendí un pucho. Noté que me temblaban las manos y opté por ingerir medio Clonazepam (1 miligramo, apenas si me hace cosquillas). Cuando apareció en pantalla tenía más canas de las que recordaba y estaba sonriente. Saludó con su acento margariteño de toda la vida, el que usa para ser el alma de la fiesta: extrovertida, feliz, altiva. Yo también cumplí mi papel y respondí alegre. Todo bárbaro, estoy por salir a casa de unos amigos. Nosotros cenaremos pato a la naranja. Wolf lo prepara que te mueres. ¡Qué rico! ¿Ya hablaste con mamá? ¿Y tú cómo estás? ¡Cansadísima! Pero Wolf me esperaba con una sorpresa: ¡Un vale para un spa! ¡Muérete que chao! ¡¿No?! ¡Sí! Me lo dijo antes porque no es un regalo de Navidad, sino como te dije: una sorpresa. ¡Pero cuéntame, Nita! ¿Cómo te has sentido? ¿Qué tal la oficina? Wolf me dijo que me enviaste un WhatsApp la semana pasada. Ah, sí, todo normal, bien, ya sabes, lo de siempre. Pero cuéntame: ¿verán a Elke? ¡Sí! ¡Viene desde Düsseldorf! Wolf le preparó la habitación y le compró un ramo de tulipanes; ¿recuerdas cuánto le gustan a Elke los tulipanes? Imagínate que Wolf se acordó. Sí, ya sé; también le gustan los mangos venezolanos. Qué lindo detalle de Wolf, dale mis saludos. ¡Claro, Nita! Mira, dice Wolf que te cuente del viaje a Tailandia. Hey, ¿vos me oyes bien? Te oigo perfecto, ¿tú no? ¿Me oís? ¿Me oís? Me parece que no me oyes. Cerré la laptop y me tomé la otra mitad del Clonazepam.
sábado, 26 de diciembre de 2015
domingo, 20 de diciembre de 2015
Los músicos
Los músicos tienen pájaros por manos
aunque sus piernas sean a veces
de palo –dicen que se exceptúan los percusionistas-.
Un tren bala llevan en la cabeza
no hay estaciones para descender:
es un viaje de ida.
Hablan, hablan
Tocan, tocan
Escuchan, escuchan
(hasta que intentas un silencio)
Atiborran los bares
vacían todas las botellas
mientras alucinan con la siguiente melodía
Y te piden que oigas
Escucha
Pon atención
Oye bien la letra.
Y a todos los odias.
Y a todos los amas.
sábado, 28 de noviembre de 2015
Vigues: Elogio a la tasca
Durante algunos años viví alquilada en un apartamento en Chacao. Era diminuto y no tenía ninguna entrada de luz natural, pero su recuerdo es único porque me permitió disfrutar de las bondades de un municipio como el que entonces gobernaba Leopoldo López. Pero esta historia no es política ni yo era millonaria entonces: el asunto es que conocía al hijo de los dueños y negociamos un alquiler que era un regalo. Y así pude instalarme en pleno Chacao, recorrerlo, descubrir la mejor frutería, el mejor café, las mejores tascas.
Soy fiel devota de la felicidad que puede generar una buena tasca. Más que creyente, militante. No en vano mi mejor amigo se hace llamar 'tascólogo'. Los tascólogos conformamos una hermosa cofradía: confiamos en el poder de unas cervezas culo de foca acompañadas por trozos de tortilla española, ambiente familiar atendido por su dueño y esa atmósfera deliciosa a buen cine venezolano de los setenta.
El asunto es que, a la vuelta de mi casa, quedaba una tasca que se convirtió en mi segundo hogar (mérito que compartía con el irremplazable "Cordon Bleu"): El Vigues. Cuando llegaba la noche y estaba sola sin nada que hacer, iba al Vigues, me sentaba en la barra y me tomaba las Soleras de rigor. Cuando quería ponerme al día con mi mejor amiga, íbamos al Vigues. Me volví tan asidua que el mesonero/barman siempre me consentía con alguna picada. Una vez me contó que era andino y llevaba muchos años trabajando en el lugar. Nunca le pregunté su nombre, creo. Suelo ser así de penosa con desconocidos.
La última vez que estuve en Venezuela me planteé que no pasar por Caracas (mi familia vive en Margarita) sería un pecado: mucho más no darme el gusto y el honor de recorrer las calles de mi querido Chacao. Y lo hice, al igual que entrar de nuevo al Vigues, saludar con un abrazo al mesonero y sentarme en la barra sola, como si el tiempo jamás hubiese pasado. Porque todo hay que decirlo: quizás lo único que iguale la paz de sentarse solo a una buena barra a saborear una cerveza sea ir solo al cine en una función casi desierta.
En ese viaje a Caracas conocí a alguien a quien siempre había querido conocer. El caballero en cuestión resultó ser muchísimo más gentil y adorable de lo que yo hubiese podido calcular, pero no sólo eso: tuvo la amabilidad de regalarme un recuerdo nuevo y fantástico para la colección de mi tasca favorita: aquel atardecer que vimos mientras compartíamos un cigarrillo en el área de fumadores, muertos de risa, eufóricos con nuestros besos.
sábado, 31 de octubre de 2015
Dos veces por semana
Había tomado la infeliz costumbre
de comprar el diario sólo dos días a la semana para aminorar los gastos. Esa
mañana salió muy temprano, caminó las tres cuadras hasta el kiosco, compró el
diario y enfiló a la panadería. Allí pidió un marrón grande y leyó los
titulares y las noticias de sucesos. De vuelta en casa buscó la carpeta con los
gastos del mes, anotó el café, el periódico y lo devolvió a la estantería. Sacó
los lentes del bolsillo y se tendió en la hamaca a leer. Ella apareció al poco
rato. ¿No quieres desayunar?, preguntó. Como no obtuvo respuesta, agregó: Hice
desayuno, te espero en la cocina. Se sentó en la mesa ya servida pero él no
llegó. Comió sola y, aunque quería, no encendió el radio para no molestarlo.
Después de lavar todo y recoger lo que había sobrado, volvió a acercarse. Juan
viene hoy y no tenemos para pagarle el pescado, dijo. Él sólo emitió una suerte
de gruñido. Y falta pan, porque el que había ya lo hemos comido, siguió ella. Tampoco
tienes que ignorarme, si no fuese por mí esta casa se vendría abajo de tanta
desidia. Te estoy hablando, Rubén. Haz el favor de dirigirme la palabra, no te
encierres tanto en tu silencio. Entonces, sin apartar el diario de su vista, él
respondió: Sólo te pido un poco de tranquilidad dos veces por semana. Sólo eso.
miércoles, 28 de octubre de 2015
Paladar de carajito
No importa de qué parte de
Venezuela sea, si chavista u opositor, blanco o negro: cualquier venezolano que
viva en Buenos Aires le dirá que la comida no tiene sazón. Que falta algo. Que
siempre es lo mismo.
Que el paladar de los porteños es
un paladar de carajito: he ahí en lo que todos estamos de acuerdo.
El porteño cree que la milanesa
es Maradona hecho comida. Vamos, que es rica, cómo no. Pero siempre he pensado
que es una comida muy de los 80, algo que se quedó en el tiempo. ¿El menú insoslayable? Pizza, empanadas,
tartas de verduras, pastas.
Ahora, cuando ya digo que
Wilfrido se volvió loco es cuando observo el fervor con el que hablan de un sándwich
de miga, un pebete o un tostado. ¡Es pan con pocas cosas, por dios! ¡Eso no es
comida! Ah, cómo extraño un buen club house.
Y tal vez te preguntes qué
desayunan los porteños. La respuesta es: nada. Unos mates (o un mate cocido,
que es como un té, viene en saquitos) y tal vez una medialuna. Sí, yo amo las
medialunas y las facturas, pero para merendar. Un porteño (no sé si aplica a
todos los argentinos) siempre te dirá que le produce asco que desayunes…
¡huevos! (“Che, ¿pero no te caen mal tan temprano?”)
El picante es otro problema. Acá
decir pimienta es casi lo mismo que decir salsa Tabasco. Un sufrimiento para
esta oriental. Y sin embargo, aunque les cueste una barbaridad probar cosas
nuevas, casi no existan lugares de comida árabe, el sushi sea cosa de hace poco
(y vendan rolls de atún enlatado) no todo puede ser malo y hay que aprovechar.
Si logras adaptarte a las pizzas
porteñas, sos un campeón (bah, cualquiera que logre más o menos adaptarse a
otro país diferente al suyo ya lo es). Pero si tienes chance, busca un buen
locro (un potaje de garbanzos, cerdo, auyama, etc) o prueba los tamales
tucumanos, que como tales al fin, tienen un gustico a hallaca. Ambas cosas las
puedes probar en la Feria de Mataderos (se hace los domingos), además del mejor
sándwich de bondiola y el mejor vino patero.
Por ahí siempre hay suerte y uno
se topa con un porteño que quiere experimentar o cuyas papilas gustativas sean
más ¿abiertas? Eso sí: le encantará la arepa (esto y las cachapas no fallan),
pero querrá inventar el Paty-arepa (hamburguesa de arepa). Y si vienes, ya que
estamos y no todo es tan malo: prueba el choripán en San Telmo y los helados de
cualquier heladería.
Pero cuidado con andar hablando
mucho de ají, cilantro, pescado y otras yerbas.
lunes, 19 de octubre de 2015
La carne de Phoenix
Hablan sobre Dostoievski y ella dice que ha leído toda su obra. Él se asombra. Yo sonrío complacida por asistir de nuevo al visionado de una película de Woody Allen porque ahí, de un modo u otro, siempre encuentro a un aliado.
Pero esta vez pone la carne justa: la de Joaquin Phoenix. Vamos, ya tendríamos bastante con él solo, pero no: el director nos lo muestra como a un profesor de filosofía alcohólico, atormentado, juerguista y brillante. Y Phoenix toma por asalto la pantalla con esa panza divina y esa carterita de whisky que saca a cada rato para poder sobrellevar lo que todos sabemos: la vida.
Para, Woody Allen, que así cualquiera se enamora. Aunque estemos claros: Phoenix y la bellísima Emma Stone no alcanzan. Es jodido no seguir extrañando 'Crímenes y Pecados'.
viernes, 9 de octubre de 2015
Hija er diablo
No sé de dónde sacaron lo de “Hija
‘er diablo”. En mi casa nunca se usó esa expresión, me parece. Pero no se
confundan: mis viejos son más margariteños que un piñonate. Yo nunca entendí, por ejemplo, porqué es
imposible para mi viejo decir Gabriela o Gabriel. No, él siempre dirá Grabriela
y Grabriel.
Yo soy mijita, tú eres mijita, y
existe el “¡Ay, mijita…!”, que es como un “quien no te conoce que te compre”.
Porque las expresiones que recuerdo con más cariño son las que aprendí en la
infancia en Porlamar, en las parrandas que armaban los amigos de mi viejo, que
no eran sino una excusa para tocar buena música (mucha margariteña), echar
chistes groseros y beber cantidades exorbitantes de whisky.
Si yo andaba tras las faldas de
la tía que me crió, mi padre exclamaba: “Y el turco atrás…”. Verán: cuando ibas
a ver peroles a las tiendas de árabes, siempre uno te seguía. Y si hablamos de
seguir, esos amigotes de papá eran imparables (son) en el arte de pasar de una
de Tito Rodríguez a una de Los Topo Topos, todo mientras te dicen: “¡Ojalá que
tu guarapo siempre tenga hielo y tu chicha siempre esté espesa!”.
Pero claro que me han llamado
hija er diablo: pescadores y caraqueños.
lunes, 28 de septiembre de 2015
Agorafobia
Lo que más odio en la vida es
salir a la calle. Apenas pienso en ello un miedo súbito me recorre los músculos
e imagino cuánto de mí quedaría expuesto a los otros si me atreviese a dar ese
paso. Es una idea aterradora, créanme: nadie quiere ser observado
meticulosamente hasta las raíces de sus demonios. Al menos no yo. Lo segundo
que más odio es vivir encerrado. No crean que no salgo; de otra forma me
moriría, pues no tengo para pagarle a alguien que venga a traerme lo que
necesito del mundo exterior. Así que estoy encerrado en este apartamento
minúsculo y, cuando no me dedico a escribir cartas o a leer poesía, fumo un cigarrillo
tras otro para aplacar mis incesantes nervios. Hace no mucho alguien en la
vereda tropezó conmigo y pensé que me daría un infarto. Pero los veo. Cuando
salgo a comprar mis enseres básicos los veo: están en el parque, en las
tiendas, caminan con sus crías, con sus perros. Entonces siento algo peor que
la fobia: envidia.
domingo, 27 de septiembre de 2015
Vivir en Buenos Aires: una guía para venezolanos
Usted está en Buenos Aires: su
histeria es bienvenida.
Estar legal
No necesitas casi nada si eres
venezolano y vienes a la Argentina, más que los antecedentes penales de allá
que deberás legalizar acá. Y luego hacer una cola larguísima en Migraciones
junto a peruanos, bolivianos, paraguayos y chinos. Pero ya vos vienes con
práctica en eso de las colas, así que no te preocupes. Con prontitud te
otorgarán tu DNI (documento nacional de identidad)
Antes de buscar laburo
Debes sacar el CUIT, una suerte
de RIF personal que te habilitará a trabajar en el país. El trámite es sencillo
y tampoco se requiere más que en migraciones. EL CUIT lo obtienes enseguida.
Buscar laburo
Trabajo hay, sí. Pero en negro,
esto es: sin jubilación, aportes ni seguro médico (que acá se llama Obra Social)
Como muchos sabrán ya, los ingenieros tienen las de ganar porque en Argentina
hay un déficit y, por tanto, son muy solicitados.
El laburo típico que puedes
hallar es de operador de call center (como yo), tanto en ventas como en
cobranzas. Es matador, tienes el tiempo de baño contado, no puedes usar el
celular ni navegar por internet. Pero por ley sólo se trabaja 6 horas diarias y
casi todos los estudios te ponen en blanco y te dan tu horrorosa caja navideña
para que te lleves un vino chimbo y unas nueces.
Algo importante es que a los call
centers muchas veces no les interesa si tienes experiencia en ello o no, pero
debes ser puntual, responsable y tener buena dicción para superar los 3 meses
de prueba y quedar definitivamente en el puesto. Es el laburo por excelencia de
los chicos que cursan también en la facultad, pues el horario les permite
flexibilidad y, si los necesitas, te otorgan unos días de estudio al mes.
Dólares
El dólar blue (negro, libre) se
cotiza casi en 16 pesos. También sabrán que hay cepo cambiario, y es por ello
que toda la peatonal Florida (en el microcentro porteño, sede bancaria y
comercial) está repleta de gente gritando: “¡Cambio, cambio! ¡Dólar, euro!”.
Son casas de cambio clandestinas (cada vez más y más venezolanos trabajan en
ellas)
No recomiendo que vayan con
cualquiera. Si vos, que lees esto, te decides y migras a Buenos Aires, mejor
contáctame y te cuento de un par que sí son de fiar (caso contrario puedes,
desde llevarte billetes falsos, hasta sufrir un atraco)
Hablemos de dinero
Un trabajador en negro gana unos
$5000 (pesos argentinos), que no es nada. Si estás en blanco puedes llegar a
los $7000. Evidentemente, no hablo de sueldo de profesionales, que es otro
cantar.
En Argentina no se cobra por
quincena sino una vez al mes, normalmente del 1 al 10 o el quinto día hábil. El
aguinaldo se cobra dos veces al año: en julio y diciembre, pero es menos que en
Venezuela: obtienes un mes de sueldo más.
Dependiendo del gremio al que
pertenezcas (si estás en blanco) puedes obtener otros beneficios. Por ejemplo,
los empleados de comercio cobramos bonos o cosas así.
La vivienda
Vivienda hay por coñazo
(disculpen, fue espontáneo) Al llegar tienen 3 opciones:
1. Hostal:
no los conozco y no he oído cosas favorables sobre ellos, pero hay miles.
2. Alquiler
temporario: son alquileres especialmente diseñados para turistas. Departamentos
de un ambiente (monoambiente, les llaman) con todo incluido (cama, cocina,
utensilios) y, según el presupuesto, los puedes hallar con pantalla plana o con
un catre. En el tiempo que llevo aquí he visto cómo se han puesto carísimos,
pero en fin, es una opción (sobre todo para una pareja) porque no te piden más
que tu pasaporte y un depósito (que se devuelve al final si todo está en orden)
3. Habitación:
lo mejor es visitar compartodepto.com.ar. Puedes vivir en una casa de sólo
mujeres, en una de familia, con puros extranjeros, etcétera.
El departamento
Finalmente, si con el tiempo
aspiras alquilar un departamento para vos solo, te explico qué debes hacer y
con cuánto dinero debes contar, aproximadamente.
En Buenos Aires hay una oferta
muy grande de monoambientes para alquilar por un contrato de 3 años. Suelen
venir con cocina y ya. El requisito indispensable durante mucho tiempo fue
contar con la garantía de propiedad de un familiar en la ciudad o en Gran
Buenos Aires (la provincia) Obvio, ni tú ni yo tenemos a un familiar acá y que,
además, sea dueño de un inmueble. Así que la modalidad ha ido cambiando y cada
vez son más las inmobiliarias que aceptan como garantía otras opciones, a
saber:
1. Seguro
de caución: le pagas unos $5000 (pesos argentinos, ya no aclaro más) a una
aseguradora que te pedirá tu recibo de sueldo y el de un tercero (no importa
que ganen mucho o poco, pero claro, deben estar en blanco) y listo, si la
inmobiliaria trabaja con este método, estás hecho.
2. Seguro
bancario: el banco te pedirá los mismos requisitos de la aseguradora. Hasta
donde sé, debes tener cuenta allí.
3. Recibo
de sueldo: casi nunca sucede, pero puede pasar que a un propietario sólo le
baste con que presentes el recibo de sueldo tuyo más el de un tercero y te
alquile.
En todo este tema lo importante
es haber ahorrado, porque entre los $5000 de antes, deberás pagar de mes y
medio a dos meses a la inmobiliaria más un mes de depósito del alquiler y el
alquiler del mes por adelantado. Los costos de un monoambiente oscilan entre
los $2500 y $3500. Luego, vos deberás pagar las expensas (gastos del consorcio
administrativo) que rondan los $500 más lo que uses de luz, agua, etcétera.
La salud
Hasta ahora, los hospitales
públicos que he visitado están bien dotados. Un inciso: si vienen a Buenos
Aires, nunca olviden que siguen en el tercer mundo. Las cosas están mucho mejor
que en Venezuela, pero esto no es Suiza ni que te confundas en Recoleta. Si
tienes obra social en el laburo las consultas médicas y todo lo relacionado con
la salud te sale casi gratis (para ello te lo descuentan del salario) Los
servicios no son tan malos. Yo, como paciente psiquiátrica, pago $4 por
consulta en un lugar re cheto (sifrino)
La comida
Otro día hablaré del paladar de los
porteños, otro que no sea hoy. Baste con decir que no les atrae probar cosas
nuevas, más allá de sus empanadas, pizzas (que nada tienen que ver con las que
nosotros conocemos), tartas y milanesas. Pero en fin, lo que importa: sí, hay
pollo. Y puedes comprar 15 si quieres y ponerte como yo. Durante algún tiempo,
recuerdo, se creó alarma porque no había tampones. Hoy hay de todos los
colores. Ya sé que los tampones no se comen, pero sirva para dejar en claro que
no hay escasez. El vino, la pasta, el arroz, la leche, el pollo, el aceite, el
azúcar y muchas más cosas son baratas.
Transporte público
El subte funciona bastante bien
pero hay que hacer un curso para no escuchar a los músicos que suben todo el
tiempo. Hay mil líneas de colectivos y aprender a moverse bien con ellos es
algo que me supera, así que para todo sirve la aplicación de la ciudad: el mapa
interactivo de Buenos Aires. En otros tiempos sin celulares inteligentes,
usábamos la Guía T. Para viajar en estos medios y en tren (que no cuesta un
carajo y la gente pasa gratis) necesitas la tarjeta SUBE, que adquieres en
kioscos. Y no quieras moverte todo el tiempo en taxi: no estás en Venezuela.
Finalmente
Buenos Aires es una ciudad para caminar
a toda hora, andar en bicicleta, para fumar faso en la calle sin problemas, echarse
en los parques, para beber vino en la puerta de un edificio. Me llevó años
aprenderlo, soltar la paranoia que traía conmigo, esa imposiblidad de hacer
propio el espacio público. Los argentinos son gente rural, de allí que sean tan
hippies. Dales un fuego, un vino con hielo, un súperclasico, rock y chau picho.
No pelees de política con ellos porque te mandarán derechito a la puta que te
parió (aún no termino de seguir este consejo, qué careta soy), recuerda que
pocos saben lo que sucede en Venezuela (pocos medios lo muestran) y procura no “hacerte
la cabeza” con su jipismo y sus vainas. Esto no es Miami, si es lo que
esperabas o buscabas. Esto es Sudamérica, con unos jacarandás preciosos en
primavera, bicisendas, mil librerías, mil pizzerías, mil heladerías (con los
mejores helados), pero también con cartoneros, gente que vive en la calle y
arrebatones si andas desubicado. Y si no quieres ver venezolanos porque estás
saturado: no te mudes a Palermo.
sábado, 26 de septiembre de 2015
Vértigo
Los sábados que debo trabajar
salgo corriendo de la oficina decidida a escribir algo, como quien se cambia el
traje por lo que le sienta más cómodo. O acaso, como quien desea expurgar el
peor de los ratos. Sí, así suena mejor.
Escribir es mucho más duro:
corrijo un poema, lo dejo, lo vuelvo a corregir. Pienso, pienso, me serrucho la
cabeza imaginando un pequeño relato, algo que desee contar con todas las ganas
(lo cual no asegura en lo absoluto que resultará fácil hacerlo)
Leo. Dispersa, como soy. Aquí y
allá. Releo lo que subrayé. Me sorprendo con lo que otros logran con las
palabras y que yo jamás podré. Doy vueltas, me remiendo, vuelvo a corregir otro
poema.
No sé para qué escribo pero no
puedo dejar de hacerlo; y lo he intentado, algo que hasta ahora no hice con el
cigarrillo. La psicóloga me dijo: “Vos ve a laburar, pero recordá siempre que tu
meta es ser escritora”. Suena a vértigo.
martes, 22 de septiembre de 2015
La boda de Marimar
En mi familia materna las mujeres
suelen tener nombre de lancha o tapaíto: son orientales. Mi prima mayor, por
ejemplo, se llama Marimar y se casó en Araya. Yo era una niña, pero recuerdo
que usé un sombrero blanco (elegido por mí) que era la vaina más ridícula del
universo y, por desgracia, tanto el sombrero como mi gordura en un traje
melocotón brillante quedaron registrados en video.
A media tarde, antes del evento, notaron que
faltaba whisky, así que enviaron en lancha a un dúo dinámico: a mi
primo más borracho y a mi hermano, su secuaz. Ambos tenían la misión de buscar
varias cajas de whisky en Porlamar (porque era más barato) y regresar a la
Península. Hicieron la travesía, pero ya de regreso se bajaron una caja
completa y llegaron borrachos y tarde a la casa allende el Castillo.
Para la ocasión mi abuela y mis
tías cocinaron casi todo, es decir: grandes raciones de mariscos y pescados
hechos como para el consumo de los dioses. Un grupo de música folklórica y
tropical animó la velada. Sus integrantes vestían camisas de cocoteros y guacamayas.
Mi abuelo, ya en sus últimas, no perdió la ocasión de bailar en la pista de
cemento.
El vestido de Marimar no parecía de novia sino de
viuda. Tan bonita Marimar, pero se veía como La Sayona con aquel atuendo
cerrado hasta el cuello y lleno de encajes. La fiesta afuera se celebraba en
piso de tierra y bajo una choza. Mis primas más grandes, las damas de honor,
llevaban unos vestidos dignos de un carnaval en Carúpano, y sin embargo ellas se sentían
divinas.
A medianoche mi abuela paterna, una
consumada poeta y borracha, cayó en trance con tanta champaña. Dos primos
debieron cargarla hasta un auto para llevarla a la casa de la familia. Quien no
durmió en colchoneta esa noche, durmió en chinchorro (como el tío Jesús Rosas
Marcano)
Muchas veces, en vacaciones
posteriores, nos reunimos a mirar el video de la boda y nos reímos sin parar: todos
nos veíamos ridículos. Mi prima se divorció. Mientras, yo no dejo de
preguntarme quién se habrá quedado con aquel casette del bochorno.
martes, 15 de septiembre de 2015
Andá, Eva
Yaces en un banco, Eva.
Nadie soportó tu neurosis
Ni tus arritmias de madrugada.
Yaces confusa, acaso
Una mano que toma un cigarrillo
Y lo lleva hasta el deleite.
No es fácil amar a una mujer
Decía la canción.
Excusas. Miedos.
Ahora apuras la vida para irte pronto
Eva, aquí cerca hay un psiquiátrico
Puedes fumar y llorar con calma.
Nadie se queda, nena.
Nadie resguarda los muros
De los heridos de mente.
sábado, 12 de septiembre de 2015
Bajo tierra
Hacía un sol que quemaba el
cerebro y eso, sumado a lo que había bebido, le produjo fuertes ganas de
vomitar. Pero logró contenerse. Anduvo despacio entre las tumbas y se alejó en
silencio del séquito hasta llegar a su auto. Entonces notó que aún tenía el ramo
de rosas en la mano. Las dejó en el asiento del copiloto y tomó la carretera.
Se dijo que a las penas hay que darles lo que piden, así que puso un CD de Tito
Rodríguez. Sólo boleros. Al llegar al centro decidió que no tenía nada que
buscar allí y enfiló vía a la playa. La isla había muerto hacía mucho. Aquí y
allá se veían paredes grafiteadas con el líder, mendigos, niños en los
semáforos, locales cerrados. Ya en la carretera a la playa aumentó la velocidad
y aprovechó para sacar la cartera de whisky de la guantera. Bebió el líquido
como si fuese agua y pensó que la abuela siempre decía que el whisky era agua
bendita. Vio a los vendedores de patillas y cocos pero pensó que esta vez nada
le impediría llegar hasta la meta. Tito Rodríguez se desgarraba por los
altavoces y cantó lo que sabía de la letra. Al llegar a la playa estacionó el
auto, bajó con el ramo de rosas, el whisky y se sentó en la arena. El mar
estaba en calma. Enterró las flores en la arena mojada y pensó que ya era hora de
regresar: todo yacía bajo tierra.
viernes, 4 de septiembre de 2015
Mi viejo, el de la tumbadora y el bongó
Muchas veces pienso en mi padre.
Mi padre tiene dos bibliotecas grandes, sufre de depresión, evita el roce
social a toda costa y le tiene fobia a los autos y a los aviones, aunque no lo
reconozca. Bah: creo que en realidad sufre de un tipo de fobia que le impide
salir de sí mismo y su pequeño entorno atiborrado de viejas fotografías de
Margarita, libros y recortes de prensa.
Pero debo presentarlo mejor. Mi
viejo sabía desde chico que quería ser músico y, a los 13 años, le dijo a mi
abuela (una comerciante pujante de la zona franca) cuál era su deseo. Ella y mi
abuelo lo despacharon con un simple: “Música no es una carrera”, a lo que mi
padre respondió: “Entonces, si no puedo estudiar música, renuncio al liceo”. Y
renunció y se dedicó a trabajar en la tienda de mis abuelos. Eso sí: es un gran
percusionista de guataca.
A los 18 años pudo comprarle la
tienda y la vieja casa a mis abuelos y así tener su propio negocio. Trabajaba
como el mulato que es: se despertaba a las 3 de la madrugada a recibir los
contingentes que llegaban de Sucre y Bolívar a comprar sábanas, toallas Cannon,
telas, quesos de bola, alcoholado El Pingüino. Mi madre hacía lo mismo.
Yo crecí jugando con telas. Para
colmo, mi vieja es costurera. Pero me desvío.
Pienso en mi padre a menudo. Y
siempre debo contener las lágrimas. Tengo una hermana mayor que es ciudadana
alemana y mi padre jamás ha accedido a visitarla en estos largos veintipico de
años que ella lleva allá.
Y sé que no vendrá a la
Argentina. Pero cada vez que lo oigo por teléfono puedo ver cómo se va muriendo
de depresión por todo lo que le rodea. Y yo, que heredé la enfermedad de él, me
siento infinitamente inútil. ¿Qué puedo hacer?
Pienso en mi viejo porque a
Venezuela no pienso volver. Recuerdo que todos los que lo conocen hablan de él
como un hombre cabal, recto, honesto. Pienso en las flores que llevaré a su
entierro.
martes, 1 de septiembre de 2015
Arrechera unplugged (o me paso por el forro a los psicólogos)
Una vez en una clase le oí decir al gran crítico de cine Diego Trerotola que la crítica en caliente no sólo no debería descartarse, sino que hay que aprovecharla porque es la mejor.
Esta noche pienso en lo que dijo el gordo Trerotola (y lo de gordo es con amor, porque somos del gremio) y añado que las arrecheras también hay que contarlas en caliente, justo cuando uno siente que podría moler a golpes algo (¿a un ser humano? ¿a un jarrón? ¿una vidriera?)
No quiero ver a un psicólogo más. Ni uno. Ni porque tenga la cara y el cuerpo de Jason Statham. Llegué perdida a la cita, porque así he estado: mal. Con ataques de pánico antes de entrar al laburo. Un laburo, valga decir, que me ha llevado dos veces a psiquiátricos. Ella no supo qué decirme. Lo que sí supo decir la licenciada es que ella ignoraba que la mayoría de sus compatriotas trabajan en negro sin obra social, sin aportes.
Porque ella cree que allá afuera hay laburo. Mucho y bueno. Y que todos tienen seguro médico para tratarse cosas incurables (como yo) Se quedó como si le hubiese contado que no existe el niño Jesús cuando le hice ver cómo son las cosas.
Sí, la quise matar. Pero no tanto como cuando me demostró no saber absolutamente nada de lo que pasa en Venezuela. Sí, que tampoco tendría por qué, pero vamos: licenciada, haga algo con el título.
Ya he visto a muchos. Un psicólogo chavista quiso tratarme con flores de Bach después de mi segundo intento de suicidio a los veintipocos. Otra era una frígida que una vez tuvo el tupé de despachar la consulta a los veinte minutos. Y conozco a una psicóloga de mi edad que cree en la virginidad antes del matrimonio, que la marihuana es una droga dura y que todo se puede si somos positivos y entusiastas.
No, hijos de puta: no todo se puede. Y ustedes, psicólogos, son unos desquiciados que viven en una torre de marfil. Happy happy, joy joy. O yo una infeliz que pretende demasiado de la salud pública tercermundista. No lo sé. Pero dejaré en claro una cosa: fui, voy e iré porque, desgraciadamente, sufro un trastorno mental y debo seguir el tratamiento.
Soy reo. Eso soy. Y habiendo dicho todo esto: perdón, Daniela Cámara Fasolino. Por suerte vos nunca me trataste.
domingo, 30 de agosto de 2015
La visita
No podía hacer nada: habían
quedado para aquel día desde hacía mucho, y tampoco le provocaba causarle un
disgusto. Cuando llegó notó que el jacarandá de la esquina había florecido.
Pensó señalárselo al verla pero de inmediato descartó la idea porque dedujo que
no la entendería. Se sentaron juntas en la cocina y la madre puso la pava para
el té. ¿Cómo te has sentido?, le preguntó. Ya sabes, todo siempre es igual, contestó.
¿Y tú? Lo mismo, nada especial. ¿Cambiaste los muebles de lugar o son cosas
mías? Creo que estás inventando, todo está como siempre, es sólo que pasas
tanto tiempo sin venir que olvidas los detalles. Prefirió no responder a eso;
algún día tendría que aprender. Tomaron el té despacio y de tanto en tanto ella
procuraba hallar refugio en alguna nimiedad del decorado para comentar y no
quedarse en blanco. Me gusta ese jarrón, le dijo. Ah, el jarrón, sí, yo lo
odio, me lo regaló tu tía. ¿Ella cómo está, madre? ¿Cómo puedo saber? Supongo
que bien, ella siempre está bien, ¿no? No sé qué quieres decir con eso,
inquirió. Pero sabía y enseguida se arrepintió de haber caído en la trampa. Así
que antes de permitirle hablar añadió: ¿Has visto el jacarandá? ¿Cuál
jacarandá? No dijo nada. Siguieron tomando el té. Ella miró la hora y dijo que
debía marcharse. Al salir pensó que volvería, sí, pero con el cambio de
estación.
sábado, 29 de agosto de 2015
Autoengaño
Hoy no me haré problemas por nada
pensaré en la finitud
y la intrascendencia
en aquel niño vestido de Spiderman
en la paz de los sepulcros
y la de los ansiolíticos.
Andaré ligera: olvidaré el juicio,
las cuentas,
la infamia.
Hoy mentiré y será necesario.
pensaré en la finitud
y la intrascendencia
en aquel niño vestido de Spiderman
en la paz de los sepulcros
y la de los ansiolíticos.
Andaré ligera: olvidaré el juicio,
las cuentas,
la infamia.
Hoy mentiré y será necesario.
martes, 25 de agosto de 2015
¿Humanizan las Humanidades?
No hay demostración alguna de que los estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan lo contrario. Cuando la barbarie llegó a la Europa del siglo XX, en más de una universidad la facultad de filosofía y letras opuso muy poca resistencia moral, y no se trató de un incidente trivial o aislado. En un número inquietante de casos la imaginación literaria dio una bienvenida servil o extática a la animalidad política. En ocasiones, esa animalidad fue apoyada y cultivada por individuos educados en la cultura del humanismo tradicional. El conocimiento de Goethe, el fervor por la poesía de Rilke no servían para contener la crueldad personal e institucionalizada. Los valores literarios y la inhumanidad más detestable pueden coexistir dentro de la misma comunidad, dentro de la misma sensibilidad individual, y no nos salgamos de la tangente diciendo: "El hombre que hizo esas cosas decía que leía a Rilke. Pero no lo leía bien". Me temo que se trata de una evasión. Podía leerlo perfectamente bien.
A diferencia de Matthew Arnold y del doctor Leavis, me siento incapaz de afirmar con seguridad que las humanidades humanizan. De hecho, quisiera ir más allá: se puede pensar al menos que la concentración de la conciencia en un texto escrito que constituye la sustancia de nuestros conocimientos y de nuestros esfuerzos pueda amortiguar la brusquedad y prontitud de nuestras reacciones morales efectivas. Como estamos preparados para dar credibilidad psicológica o moral a lo imaginario, al personaje de teatro o de novela, a la condición espiritual que nos produce un poema, es posible que nos resulte más difícil identificarnos con el mundo real, tomar a pecho el mundo de la experiencia fáctica; "a pecho" es una expresión interesante. En cualquier ser humano la capacidad de reflejo imaginativo, de riesgos morales no es ilimitada; al contrario, puede ser absorbida por las ficciones, y así el grito del poema podrá resonar con más violencia, con más urgencia que el grito que nos llega de la calle. La muerte novelística nos podrá conmover más poderosamente que la muerte en el cuarto de al lado. Así, puede existir un vínculo oculto, traicionero, entre el cultivo de la reacción estética y el potencial de inhumanidad personal. ¿Qué estamos haciendo entonces al estudiar y enseñar literatura?
George Steiner, La formación cultural de nuestros caballeros (1965)
lunes, 17 de agosto de 2015
"El Golpe" (cuento publicado en País Portátil)
Fíjense si tenía el estómago
estragado que entre ayer y hoy no he podido cagar sólido. Claro, tanta leche y
tanta canilla con jamón y queso ya es mucho manjar para estas tripas
acostumbradas a un sobre de sopa Maggi por día. Porque la hija de puta de Nadia,
mi sobrina, viene y me deja aquí cuidándole el apartamento este mientras busca
quien lo alquile, pero ni de vaina me arma un mercado. Yo sí le pedí que me dejara algo para
comprarle el alimento al Boris, aunque igual ese perro es noble y come lo que
yo le dé. La cosa es que Nadia me llama y dice: «Oye, tío, tengo el apartamento
de Caracas vacío, los inquilinos se fueron y no hay quien lo cuide. Aparte hay
que pintarlo para poder alquilarlo de nuevo. Yo te pago el pasaje, ¿qué te
parece? Hazme ese favor»
Yo tenía unos asuntos medio macabros de los que huir y el plan
me venía al pelo; aunque no era poca cosa, porque esa vaina de poner pie en
Caracas otra vez sí que me daba ladilla. Entonces pensé que no era tan mala la
idea de marcar distancia un rato entre la culona y yo: la caraja ya estaba
poniéndose intensa. No puede uno tener cinco metros cuadrados en los que caerse
muerto porque esas bichas lo andan buscando a uno para ir de arrimadas. Y qué
va, mano, esa parcela me costó a mí mucho trabajo. Porque no es nada más el peo
de tener rancho propio, sino la idea de instalarme lejos de la capital,
tranquilazo con el Boris.
Así que después del respectivo balance, le respondía a Nadia que
sí, que yo le echaba bolas a lo del apartamento, pero con una condición: Al
Boris me lo llevo conmigo, le dije. La
Nadia no es mala gente, sí lo sabré yo que una vez fuera de
la cana he contado con ella para que me consiga alguna chamba. Intuirá que la
familia debe ser la última en darle a uno la espalda cuando está jodido. Y no
es que yo esté jodido ahorita: jodido estuve en aquel entonces.
Total que llego a Caracas y me instalo en el piso de la avenida
Victoria con el Boris, ¿no? Eso era un chiquero: las paredes vueltas mierda, un
catre por cama. En fin, un basurero. En la cocina, entre un montón de cajas que
había traído la misma Nadia mientras le salía lo de los inquilinos nuevos,
estaban unos santos. Nadia le mete a esa paja de la santería desde hace un
tiempo y va y viene de blanco riguroso como carajito listo para la comunión. Yo
me dije que mejor ni tocaba esa vaina; es preferible no inventar.
El primer día saqué unas cuantas bolsas negras de basura, barrí
y comencé a pintar la sala. Cené una sopa instantánea frente al pequeño
televisor (cuatro canales, interferencia a cada rato) y entendí que, dados los
intensos dolores en el cuerpo, caería rendido hasta el día siguiente. Fue ahí
cuando comenzó el escándalo: música a todo volumen, golpeteos; toda la noche
más o menos lo mismo. Cuando amaneció era poco lo que había dormido.
Esa semana la rutina se repitió sin mayores cambios: limpiar,
pintar y en la noche y madrugada la parranda desalmada de esos hijos de puta.
Era fácil intuir que se trataba de unos carajitos sin oficio. Bueno, con el
único oficio de generarme una arrechera mayúscula y no permitirme el necesario
descanso. ¿Qué iba a hacer? Nada, a mí hace mucho que no me va eso de meterme
en líos. A coñazos se aprende: acumulas errores, golpes y un buen día caes en
cuenta que por más que pelees, la rabia no desaparece. A mí ese día me llegó
con la rapidez con la que viaja una bala: un gesto perceptible sólo por el frío
en el cuerpo segundos después.
Por aquel entonces yo solía recalar en el Lobito Class después
de las carreras, a eso de las tres de la mañana. En esta ciudad se ve tanta
mierda que es imposible dormir sin antes pasar por el trámite de un par de
birras heladas; y a la que se ve hay que sumar la que se oye: la gente se queja
de los taxistas habladores, pero nadie dice nada sobre los silenciosos que, por
el contrario, deben soportar las impertinencias de ciertos clientes. El bar era
mi rutina y mi premio, y el gordo me lo saqué cuando Héctor me contó del golpe.
La cosa ya estaba hablada y arreglada, solamente faltaba quien pusiera la nave
para la escapada, y hasta que me vio, Héctor no sabía cómo resolver el asunto.
«La vaina será rápida y limpia, compa — dijo en tono muy bajo.
Cuatro hombres, Banco Unión de la esquina de Socorro. Usted a lo suyo y
nosotros a lo nuestro. Y el porcentaje lo arreglamos si no le convence»
De bolas, así sería de pendejo que aquello fue como ver a dios;
por eso sé de cuánto absurdo es capaz un hombre si el desespero y la
imprudencia se alían. La duda salió a mi paso y yo la espanté con desdén: aquí
todo el mundo roba y al que no hace le hacen. Además, la carga pesada no
recaería en mis hombros, yo sólo sería el chofer. Le pedí dos birras más
a Chucho y Héctor me dijo: «Tú me conoces, yo no ando con morisquetas: éste es
el de la suerte»
El aplomo de Héctor y las cervezas heladas hicieron el resto.
Aquella madrugada salí del Lobito convencido de mi buena fortuna.
Qué manera de jorobar la de esos coños de madre, hermano. Ahí no
había día de semana ni argumento que valiera. La sampablera era tal que un par
de veces oí gritos y quejas de otros vecinos, pero ellos continuaban como si
nada, mientras yo iba de la ventana a la cama, y ahí tendido, con un brazo
debajo de la cabeza y un cigarro en una mano, veía dormir al Boris y pensaba en
cuánta lavativa hay que aguantar en esta vida. Entonces se me ocurrió una sutil
venganza para mis malas noches, apenas un gesto simbólico que, de funcionar, al
menos me produciría risa.
Al amanecer fui directo a las cajas, saqué el santo y con sigilo
subí las escaleras hasta la puerta de los condenados esos. Del interior del
apartamento ya no salía ningún ruido y en la puerta dejé la imagen.
Lo demás es historia y para las malas historias lo mejor es
aplicar edición. Apenas subieron al carro con el botín, pisé el acelerador a
fondo. Las manos me temblaban, pero procuraba creer que lo peor había pasado.
La camisa se me había pegado al cuerpo aun cuando la brisa entraba recia. Sentí
todos los ruidos de la ciudad ensordecerme, como si toda ella ahora gritara
llena de euforia y vértigo; como cada día, pero esta vez en estéreo. La
felicidad es esquiva en esta vaina porque uno insiste en buscarla donde ella
jamás estará y, para qué llamarnos a engaño: aquí el que nace pendejo, pendejo
ha de morir.
Caí yo solo, que de Juanito Alimaña tengo la maña pero no el arrojo.
De Héctor y los otros no supe más nada, salvo que a partir del golpe forjaron
una exitosa carrera en fechorías. Y de la cana yo no hablo: mejor no hablar de
ciertas cosas.
Esa noche no hubo rumba en el apartamento y por fin pude dormir
en paz. La pintura ya estaba lista y el piso de Nadia brillaba como un sol. Mi
plan era subir al día siguiente para cerciorarme de que el santo siguiera donde
lo había dejado y, de no ser así, le contaría a Nadia que el pobre había rodado
en medio de las faenas de limpieza. Tampoco imaginé que aquella estatua hubiese
influido en la repentina armonía que ahora se transpiraba en el edificio; a lo
sumo me animaba darles un susto o generarles confusión: total, que, como decía
antes, aquí la gente come mucha mierda. Capaz veían aquel bicho y entre el
notón que seguramente tenían se les disparaba la paranoia.
Complacido por el descanso llegué al pasillo del quinto piso con
el fiel Boris atrás, y comprobé que el santo seguía donde lo había dejado la
mañana anterior. La puerta del apartamento estaba abierta y adentro imperaba el
silencio. Di dos pasos, asomé la cabeza y deduje que los inquilinos debían
estar profundamente dormidos. Entré. Un desorden similar al del
apartamento de Nadia antes de que yo llegara saltaba ahí donde uno mirara, pero
ni rastro de persona alguna: estaba claro que se habían marchado dejando sólo
basura entre los muebles.
Total que Caracas te da sorpresas de todo calibre, porque ésta
no es una ciudad sino una ruleta. Verde, olorosa, empacada y generosa en tamaño;
una buena panela. Le tomé el peso: medio kilo, por lo menos. Me aseguré de que,
en efecto, se hubiesen ido. Nada, ni rastro. Y piré, santo y monte en brazos.
Un verdadero golpe, limpio e inesperado; pura justicia poética, que llaman.
Y como decía, man: conmigo líos sí que no, pero un porrito le
acepto feliz a la vida. Parece que el chamo de la panadería también. Por eso
ahora, mientras espero la llamada de Nadia para devolverme al pueblo, le cambio
monte por vitualla.
sábado, 15 de agosto de 2015
Incisos
I
Como ya es casi del dominio
público, el misterio hace años fue develado: lo que dice ‘Sopa de Caracol’ es ‘What
a very good soup!’. Ahora falta saber qué demonios dice el resto de la letra.
No obstante, luego de rigurosos
análisis del video oficial, podemos concluir que los integrantes de la Banda
Blanca ni siquiera pronuncian el coro que describimos con anterioridad.
Otra incógnita para la ciencia.
II
Hace días me encontraba en la
cola para pagar en el chino cuando, de repente, me asaltaron unas ganas
terribles de mear. Empecé a contorsionarme de modo poco disimulado mientras
esperaba mi turno, pagué y salí despavorida. Unos metros más adelante pasó lo
inevitable: Sentí el chorro caliente; abrí las
piernas y pensé: ‘qué carajos, ya fue’.
A eso venimos a este mundo: a
mearnos encima.
III
Tengo un libro por publicar. ¿Alguien sabe de un editor interesado?
IV
En mi libro “Me llamas loca por
sufrir un trastorno mental y te parto la cara, forro pelotudo” hablo de la
necesidad de estar en armonía con nuestros padecimientos y del respeto al otro.
V
En mi próxima
vida quiero que me llamen Pussy Malanga. Prefiero lo que puedo imaginar.
VI
Os dejo un
secreto: ese bizcochuelo de vainilla podría quedar muchísimo mejor si le
agregáis semillas de amapola a la mezcla cruda (o canela en polvo)
VII
Me apuntan que
haga mención a la cotidianidad venezolana. Lo siento, eso me da más fastidio
que un jamming de poesía. Por cierto: en esta casa no queremos ni jammings ni
conversatorios. Y se les agradece dejar todo como está.
VIII
“Quien haya
leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será
capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el
único sentido que cuenta”.
George Steiner, Lenguaje y silencio.
viernes, 14 de agosto de 2015
"Dani Boy" (cuento publicado en Prodavinci)
Para Presque Fou
Contamos la plata: alcanzaba para once bolsas. Marqué el número de Rubén y le dije entre risas que necesitábamos esa cantidad. El condenado respondió con cierto tono triunfante, sin sorpresa. No era para menos. Con lo que le habíamos comprado esa semana bien podría construir la platabanda.
Era viernes de quincena, pero eso lo supe después: quien lleva cinco días continuos sin dormir a punta de líneas de cocaína está más allá que de acá. Dani y yo sabíamos que habitábamos un mundo paralelo, lo intuimos desde las primeras cervezas y los primeros pases compartidos en el Cordon Bleu. Fue él quien me distinguió en la barra, según dijo, gracias a algunas fotografías viejas de Adriana, la misma Adriana que un año antes se había mostrado enfurecida y decepcionada ante mi nuevo hábito con las drogas, eliminando de un manotazo una amistad que lucía sólida. Dani me contó que ella se había marchado del país la semana anterior, con la promesa de esperarlo para hacer vida juntos en alguna ciudad de España, después que él finiquitase algunos asuntos aún pendientes en Venezuela. No me dio más detalles y yo tampoco se los pedí. Me bastaba la ironía de saber a la mojigata de Adriana envuelta en un noviazgo con un periquero.
Dani era macilento, de habla pausada y aun tras su simpatía se advertía una tristeza rara, como si emergiese de un lugar remoto como rasgo primordial e inquebrantable. Me costaba imaginarlo con Adriana y en cambio, me gustaba esta nueva compañía que venía a darle fin a una velada que, segundos antes de su aparición, auguraba hastío. Pocas frases cruzadas bastaron para devolverle a uno la imagen de sí mismo en el otro. Después de esa noche nos volvimos inseparables en el ritual de la tristeza sumergida y asfixiada en la espiral de la droga.
— Qué joyita —me dijo cuando le mostré la bondadosa bolsa adquirida gracias a Rubén y que ocultaba en un bolsillo estratégico de mi falda.
— Y eso que no la has probado —le respondí.
A las tres de la mañana, Tony, el barman del Cordon, nos echó a todos del lugar y Dani propuso seguir la rumba en un antro de la Solano. Al amanecer nos fuimos a mi casa porque yo estaba lo suficientemente desesperada por compartir con un igual mi bajón de coca y también, claro, bastante descolocada por la historia que él me había narrado.
jueves, 13 de agosto de 2015
La amargura y el instante
Publicado originalmente en Contrapunto.com
De quienes emigramos se dice a
veces que vivimos en una constante amargura. Pero qué cosa contradictoria:
también se nos critica si parecemos felices.
Por otra parte, nosotros, desde
la distancia, no logramos concebir cómo quienes aún viven en Venezuela pueden
en algún instante de sus vidas experimentar alegría. Diríase que, independiente
de si nos fuimos o nos quedamos, sólo creemos posible que emerja la amargura
porque los tiempos no dan para más.
Pero la vida continúa con sus
dobleces aquí y allá, o citando a Leila Guerreiro: “En la vida real las
personas no sienten lo que deben sentir sino lo que pueden sentir”. Tal vez,
qué duda cabe, este día no fue uno más en el infierno personal de cada cual
sino uno donde la gente sonrió, hizo las suyas, fue feliz por una nimiedad, se
relajó con vaya usted a saber qué. Y recordaríamos así que no hay héroes en
esta historia sino personas tratando de hacer lo que mejor pueden por mantenerse
en pie, estén en el lugar que estén.
Por eso sin el permiso de nadie
me permito la alegría simple de recorrer mi barrio, sus tiendas de cachivaches,
sus intersticios; y también, cuando toca, me hallo sobre la orilla del espanto que
producen todas nuestras noticias. Las emociones surgen y uno ve de qué forma
las acomoda, como las manías o los vicios.
En cualquier caso, la mayoría de
las veces no somos lo que el otro espera, y en ocasiones está bueno recordar
que lo que nos queda no es un país sino su memoria; qué vendrá luego, no lo sé.
Ahora sólo logro recordar lo que escribiese Cioran en Breviario de los vencidos: “Sólo el instante es divino, infinito,
irremediable. El instante que uno está viviendo”.
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