domingo, 16 de septiembre de 2012

Belleza




No sé nada de boxeo y la pelea de ayer entre Sergio “Maravilla” Martínez y Julio César Chávez Junior es, apenas, la segunda que he visto en mi vida. Pero eso no cambia el hecho de que anoche vi más vida y más belleza en ese ring de la que asoma endeble, encubierta en muchas ficciones.

Mi desconocimiento me impide narrar los hechos con el lenguaje adecuado. Apenas puedo ceñirme a una torpe descripción de imágenes que, para mi mayor impotencia, se funden hasta ser apenas unas pocas.

“Maravilla” Martínez lanza golpes casi sin descanso. Chávez Junior recibe y esquiva, recibe y esquiva. Espera. En medio de esa dinámica transcurre buena parte de la faena. Hay sangre en su nariz. Cuando mejor se ubica Chávez contra Maravilla es cuando le arrincona. El triunfo parece estar del lado del argentino, pero de repente un gesto retador de Chávez nos indica que su método es más discreto y por eso, tal vez más brutal: extiende los brazos y sube los hombros. “¿Qué? ¿Qué es lo tuyo?”, traduciría un venezolano.

Menciono ahora la seña, quizá intrascendente, quizá práctica común en el boxeo, porque fue imposible para mí desembarazarme de la carga casi obscena que yacía en su desparpajo.  Tras ella, todo lo que parecía evidente truncaba en suspenso; la certeza retrocedía o, mejor, se deslizaba a un nuevo terreno: el del desquite.  Aun ensangrentado Chávez prometía, a través de un gesto, batallar desde el aguante hasta tal vez destruir a su adversario.

Por su perfección y crudeza los dos asaltos finales escapan a cualquier consideración.  Me contentaré con agregar que durante el último round la promesa de Chávez fue cumplida a cabalidad: emergió de golpe hasta hacer caer a Martínez. Pero una vez en pie, tambaleante y ya por fin herido, éste, lejos de sujetarse al torso de Chávez para mitigar el ataque,  continuó lanzando manotazos. Casi podíamos vislumbrar el cuerpo yaciente, destinatario de estacazos fulminantes. “¡Ay, Maravilla, metete atrás, querido!”, repetía el narrador argentino ante la poderosa embestida del mexicano, que haría caer de nuevo a su contrincante.

Puñetazos alternados a igual ritmo hicieron de los segundos finales una agonía. Chávez había despertado y Maravilla luchaba por prolongar la supremacía mostrada en casi toda la jornada. Sangre, mucha sangre. Gritos, vítores, abucheos.

No me interesa la violencia en la vida diaria y puedo decir con absoluta honestidad que, si acaso algo me haría dar media vuelta, sería ver a un hombre cercano irse a las manos con otro. Cualquier situación que derive en violencia (fuera de la ficción, y el deporte es una suerte de ficción, con reglas, personajes, héroes y vencidos), me genera una mezcla de asco y miedo. Demás está decir que, en muchos casos,  las vidas privadas de los boxeadores suelen ser un despliegue de violencia doméstica, reyertas públicas fuera del cuadrilátero y otros excesos. Nada de eso me interesa. Me atrae — y mucho lo que vi anoche, lo que sucede dentro de ese marco que dos hombres han escogido para debatirse hasta las últimas consecuencias: con sus leyes, su rigurosa rutina de preparación, su tiempo que pende de un hilo y el sudor y la sangre que salpican en cámara lenta.

Horas después del suceso recordé que idéntica sensación experimenté con Jackass 3D. No un placer afable, domesticado y traducido, sino un alud de emociones para las que nada te ha preparado (nunca antes había visto Jackass, ni el programa ni las películas anteriores) Cada segundo de Jackass funcionaba como un golpe; la conmoción era continua, frenética así es el ritmo de la película y al terminar ya yo estaba en otro sitio. Eso pasa con algunas primeras experiencias: uno ha sumado algo que tiene un tanto de indescriptible y otro de perturbador. Con Jackass, y ahora con la pelea de ayer, se repite esa dupla de elementos.

Nada de esto significa que no sea capaz de conmoverme, digamos, con un libro (la obra de Coetzee, por ejemplo) o que no pueda ver belleza en Schiele. Pero es una cualidad distinta, puesto que de lo que ahora hablo es de un movimiento visceral, violento. Como tener sexo por primera vez (si tuvo usted la buena fortuna de que la circunstancia le resultase favorable) o incluso, como esa sacudida que se sufre en una montaña rusa: todas impresiones que se instalan de manera perenne, que socavan la normalidad al permitirle al cuerpo salirse de sí, desbordarse.

Tal vez (seguramente) otros obtienen idéntico resultado al escuchar una sinfonía o al ver una película diametralmente opuesta a la mencionada. Y está bien, cada quien que busque la belleza donde crea posible encontrarla y que se la procure cada tanto. Yo defiendo que Jackass 3D es perfecta porque su actitud transgresora, conjugada con un uso magnífico de la cámara y de colores, logran poner en jaque no sólo el lugar del espectador, sino de ciertos valores y actitudes y, aun más, de la noción misma del cine: le sacude la inocuidad, lo devuelve a un espacio lúdico donde el desarrollo de un relato clásico no tiene cabida.

Lo mismo me sucedió anoche gracias a dos boxeadores. Y es que no puede haber más belleza y más vida que ahí donde dos hombres, amparados por su tenacidad y talento, convocan a la muerte.  

domingo, 9 de septiembre de 2012

Let's party!

Un poquito más suave
Un poquito más suave
Un poquito más duro
¡Un poquito más duro!
¡Con la mano arriba! ¡Huey!
¡Con la mano arriba! ¡Huey!
¡Con la mano arriba! ¡Huey!
¡Esta fiesta no termina!
¡Con la mano arriba! ¡Huey!
¡Con la mano arriba! ¡Huey!
¡Que esta fiesta no termina!

Beneficios de no vivir en Venezuela



Si usted se fue de Venezuela y las cosas no le han ido bien (más allá de los tropiezos normales que contempla cualquier proceso de este tipo), podría descubrirse imaginando que, tras un posible cambio de gobierno, también emergería un panorama más afable que le permitiese regresar.  Sólo un loco dudaría de las infinitas bondades que depararía el triunfo de la oposición; para empezar, retomar la alternabilidad ya sería bastante tras catorce años del mismo tipo y los mismos cuatro office boys, mejor conocidos como tren ministerial. Sin embargo, no está de más detenerse en algunas ventajas de vivir en el extranjero, aunque sólo sea para afinar la perspectiva; o bien para no deprimirse tanto cuando piensa en el ají dulce, el mar Caribe, el cazabe con mantequilla y las birras con los panas. 

-         Las reuniones de ex compañeros de secundaria son inviables. Ya esto es una razón de peso.

-         Menos malandros. Menos probabilidades de ser encañonado a las 12 del mediodía por un par de adolescentes ávidos de dinero fácil.

-         Nada de gaitas desde octubre.

-         Menor probabilidad de que un amigo proponga encontrarse en un centro comercial.

-         Menos amigos o ninguno. Esto pertenece a la lista contraria.

-         Puedes engordar. Nadie te dirá que antes eras más flaca (o).

-         Nadie te conoce. Bueno o malo, depende.

-         Ahora usted es capaz de repasar mentalmente y hasta sus detalles más recónditos, digamos, el sabor de un cachito de panadería. Lo palpa, lo muerde, lo saborea. Vamos, su imaginación ha salido fortalecida en este proceso.

-         Menos piropos cochambrosos.

-         Poder comprar chocolates, quesos y condumios importados varios. No aplica en mi caso porque vivo en Argentina.

-         Las reuniones familiares no son mi fuerte, así que se incluyen como beneficio supremo.

-         Como nadie lo conoce, usted podría verse obligado a ser alguien nuevo. Quizá note que le gusta escribir, correr, andar en bicicleta o bailar tap desnudo.

-         La franela roja ya no será símbolo de choque. Quizá podría recuperarla para su guardarropa. De cualquier modo, ¿usted es pendejo? Siempre pudo vestirse de rojo y darse el gusto de inducir la confusión entre los demás.

-         Motorizados. No necesito profundizar.

-         Las execrables alarmas de carros de las que nadie se hace cargo. Un día sonará una y usted, extrañado, notará que en la ausencia de ese sonido maldito casi ha formado un oído absoluto.

-         La diana de madrugada los días de elecciones. ¿Se puede estar más enfermo?

-         Su madre ya no podrá llamarlo un día sí y un día no para contarle lo que usted ya sabe: que su padre es un insensible y que volvieron a pelear por las mismas necedades por las que discuten desde hace cuarenta años.

-         De tanto ver fotos de playas cristalinas —ahora lejanas—, desarrollará un perenne rictus mohíno y le entraran ganas de asesinar bebés chinos. 

-         El San Nicolás de Banesco. La instalación florida en El Guaire. Igual que los motorizados.

-         Imposible ver que la putrefacción de Porlamar, lejos de aminorar, avanza. Una depresión menos.

-         Si usted fue el mejor alumno de su secundaria y después jamás encontró un trabajo decente y terminó convertido en un fracaso de primera línea, recuerde: no habrá reencuentros de ese tipo.

-         Ya no está solo: otros usan el rayado peatonal.

-         Si se muda a Argentina seguirá estando solo: usted se guardará la bolsa de Doritos vacía en un bolsillo del jean; los abyectos lanzarán eso y más a la calle sin remordimientos.

-         Los mismos sujetos que lanzan basura a la calle dirán que Argentina se fue al carajo. Nunca es culpa de ellos, claro.

-         Gracias a lo anterior, usted comprenderá que Venezuela no está aislada en su insania.

-         Ni bien sepan que usted es venezolano, le nombrarán a Chávez. La dinámica le llevará a estar a un paso de la santidad o del espíritu zen.

-         Los argentinos aman a Chávez. Supongo que españoles, chilenos, peruanos y tailandeses también. El mundo es un lugar feísimo.

-         Si tiene perros o los adopta en su nuevo país —mi caso—, agradecerá poder pasearlos con tranquilidad.

-         Ahora que conoce el invierno, y no de pasadita, percibirá cuán ridículo se veía al proclamar que usted preferiría el frío. Déjese de joder y busque oficio.

-         Los militares en las calles —y en cada rincón— serán un recuerdo. Es como abandonar una película bananera futurista.

-         Advertirá que a los choferes de colectivos les está prohibido musicalizar la jornada. Las cornetas al estilo ‘Enchúlame la máquina’ de las camioneticas son un indicativo claro de estar en el mundo relatado en Idiocracy  (Mike Judge, 2006).

-         ¿Ha notado cuánta bulla hacen los venezolanos? Las mujeres argentinas tienen una suerte de pito en la garganta. Digamos matraca, así evitamos el doble sentido.

-         Menos Bolívar, más Perón. La casa siempre gana, para nuestra desventura.

-         Lo que no se ve, se idealiza. En los momentos de mayor desgracia, cuando siente que de estar allá seguramente habría conseguido el empleo que ahora ni por asomo aparece, usted tendrá una imagen prístina y espléndida de Venezuela. Felicidades: usted está en la cabeza de Chávez.