Publicado originalmente en Contrapunto.com
De quienes emigramos se dice a
veces que vivimos en una constante amargura. Pero qué cosa contradictoria:
también se nos critica si parecemos felices.
Por otra parte, nosotros, desde
la distancia, no logramos concebir cómo quienes aún viven en Venezuela pueden
en algún instante de sus vidas experimentar alegría. Diríase que, independiente
de si nos fuimos o nos quedamos, sólo creemos posible que emerja la amargura
porque los tiempos no dan para más.
Pero la vida continúa con sus
dobleces aquí y allá, o citando a Leila Guerreiro: “En la vida real las
personas no sienten lo que deben sentir sino lo que pueden sentir”. Tal vez,
qué duda cabe, este día no fue uno más en el infierno personal de cada cual
sino uno donde la gente sonrió, hizo las suyas, fue feliz por una nimiedad, se
relajó con vaya usted a saber qué. Y recordaríamos así que no hay héroes en
esta historia sino personas tratando de hacer lo que mejor pueden por mantenerse
en pie, estén en el lugar que estén.
Por eso sin el permiso de nadie
me permito la alegría simple de recorrer mi barrio, sus tiendas de cachivaches,
sus intersticios; y también, cuando toca, me hallo sobre la orilla del espanto que
producen todas nuestras noticias. Las emociones surgen y uno ve de qué forma
las acomoda, como las manías o los vicios.
En cualquier caso, la mayoría de
las veces no somos lo que el otro espera, y en ocasiones está bueno recordar
que lo que nos queda no es un país sino su memoria; qué vendrá luego, no lo sé.
Ahora sólo logro recordar lo que escribiese Cioran en Breviario de los vencidos: “Sólo el instante es divino, infinito,
irremediable. El instante que uno está viviendo”.
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