No podía hacer nada: habían
quedado para aquel día desde hacía mucho, y tampoco le provocaba causarle un
disgusto. Cuando llegó notó que el jacarandá de la esquina había florecido.
Pensó señalárselo al verla pero de inmediato descartó la idea porque dedujo que
no la entendería. Se sentaron juntas en la cocina y la madre puso la pava para
el té. ¿Cómo te has sentido?, le preguntó. Ya sabes, todo siempre es igual, contestó.
¿Y tú? Lo mismo, nada especial. ¿Cambiaste los muebles de lugar o son cosas
mías? Creo que estás inventando, todo está como siempre, es sólo que pasas
tanto tiempo sin venir que olvidas los detalles. Prefirió no responder a eso;
algún día tendría que aprender. Tomaron el té despacio y de tanto en tanto ella
procuraba hallar refugio en alguna nimiedad del decorado para comentar y no
quedarse en blanco. Me gusta ese jarrón, le dijo. Ah, el jarrón, sí, yo lo
odio, me lo regaló tu tía. ¿Ella cómo está, madre? ¿Cómo puedo saber? Supongo
que bien, ella siempre está bien, ¿no? No sé qué quieres decir con eso,
inquirió. Pero sabía y enseguida se arrepintió de haber caído en la trampa. Así
que antes de permitirle hablar añadió: ¿Has visto el jacarandá? ¿Cuál
jacarandá? No dijo nada. Siguieron tomando el té. Ella miró la hora y dijo que
debía marcharse. Al salir pensó que volvería, sí, pero con el cambio de
estación.
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