lunes, 17 de agosto de 2015

"El Golpe" (cuento publicado en País Portátil)


Fíjense si tenía el estómago estragado que entre ayer y hoy no he podido cagar sólido. Claro, tanta leche y tanta canilla con jamón y queso ya es mucho manjar para estas tripas acostumbradas a un sobre de sopa Maggi por día. Porque la hija de puta de Nadia, mi sobrina, viene y me deja aquí cuidándole el apartamento este mientras busca quien lo alquile, pero ni de vaina me arma un mercado. Yo sí le pedí que me dejara algo para comprarle el alimento al Boris, aunque igual ese perro es noble y come lo que yo le dé. La cosa es que Nadia me llama y dice: «Oye, tío, tengo el apartamento de Caracas vacío, los inquilinos se fueron y no hay quien lo cuide. Aparte hay que pintarlo para poder alquilarlo de nuevo. Yo te pago el pasaje, ¿qué te parece? Hazme ese favor»

Yo tenía unos asuntos medio macabros de los que huir y el plan me venía al pelo; aunque no era poca cosa, porque esa vaina de poner pie en Caracas otra vez sí que me daba ladilla. Entonces pensé que no era tan mala la idea de marcar distancia un rato entre la culona y yo: la caraja ya estaba poniéndose intensa. No puede uno tener cinco metros cuadrados en los que caerse muerto porque esas bichas lo andan buscando a uno para ir de arrimadas. Y qué va, mano, esa parcela me costó a mí mucho trabajo. Porque no es nada más el peo de tener rancho propio, sino la idea de instalarme lejos de la capital, tranquilazo con el Boris.
Así que después del respectivo balance, le respondía a Nadia que sí, que yo le echaba bolas a lo del apartamento, pero con una condición: Al Boris me lo llevo conmigo, le dije. La Nadia no es mala gente, sí lo sabré yo que una vez fuera de la cana he contado con ella para que me consiga alguna chamba. Intuirá que la familia debe ser la última en darle a uno la espalda cuando está jodido. Y no es que yo esté jodido ahorita: jodido estuve en aquel entonces.

Total que llego a Caracas y me instalo en el piso de la avenida Victoria con el Boris, ¿no? Eso era un chiquero: las paredes vueltas mierda, un catre por cama. En fin, un basurero. En la cocina, entre un montón de cajas que había traído la misma Nadia mientras le salía lo de los inquilinos nuevos, estaban unos santos. Nadia le mete a esa paja de la santería desde hace un tiempo y va y viene de blanco riguroso como carajito listo para la comunión. Yo me dije que mejor ni tocaba esa vaina; es preferible no inventar.
El primer día saqué unas cuantas bolsas negras de basura, barrí y comencé a pintar la sala. Cené una sopa instantánea frente al pequeño televisor (cuatro canales, interferencia a cada rato) y entendí que, dados los intensos dolores en el cuerpo, caería rendido hasta el día siguiente. Fue ahí cuando comenzó el escándalo: música a todo volumen, golpeteos; toda la noche más o menos lo mismo. Cuando amaneció era poco lo que había dormido.
Esa semana la rutina se repitió sin mayores cambios: limpiar, pintar y en la noche y madrugada la parranda desalmada de esos hijos de puta. Era fácil intuir que se trataba de unos carajitos sin oficio. Bueno, con el único oficio de generarme una arrechera mayúscula y no permitirme el necesario descanso. ¿Qué iba a hacer? Nada, a mí hace mucho que no me va eso de meterme en líos. A coñazos se aprende: acumulas errores, golpes y un buen día caes en cuenta que por más que pelees, la rabia no desaparece. A mí ese día me llegó con la rapidez con la que viaja una bala: un gesto perceptible sólo por el frío en el cuerpo segundos después.
Por aquel entonces yo solía recalar en el Lobito Class después de las carreras, a eso de las tres de la mañana. En esta ciudad se ve tanta mierda que es imposible dormir sin antes pasar por el trámite de un par de birras heladas; y a la que se ve hay que sumar la que se oye: la gente se queja de los taxistas habladores, pero nadie dice nada sobre los silenciosos que, por el contrario, deben soportar las impertinencias de ciertos clientes. El bar era mi rutina y mi premio, y el gordo me lo saqué cuando Héctor me contó del golpe. La cosa ya estaba hablada y arreglada, solamente faltaba quien pusiera la nave para la escapada, y hasta que me vio, Héctor no sabía cómo resolver el asunto.
«La vaina será rápida y limpia, compa — dijo en tono muy bajo. Cuatro hombres, Banco Unión de la esquina de Socorro. Usted a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Y el porcentaje lo arreglamos si no le convence»
De bolas, así sería de pendejo que aquello fue como ver a dios; por eso sé de cuánto absurdo es capaz un hombre si el desespero y la imprudencia se alían. La duda salió a mi paso y yo la espanté con desdén: aquí todo el mundo roba y al que no hace le hacen. Además, la carga pesada no recaería en mis hombros, yo sólo sería el chofer.  Le pedí dos birras más a Chucho y Héctor me dijo: «Tú me conoces, yo no ando con morisquetas: éste es el de la suerte»
El aplomo de Héctor y las cervezas heladas hicieron el resto. Aquella madrugada salí del Lobito convencido de mi buena fortuna.
Qué manera de jorobar la de esos coños de madre, hermano. Ahí no había día de semana ni argumento que valiera. La sampablera era tal que un par de veces oí gritos y quejas de otros vecinos, pero ellos continuaban como si nada, mientras yo iba de la ventana a la cama, y ahí tendido, con un brazo debajo de la cabeza y un cigarro en una mano, veía dormir al Boris y pensaba en cuánta lavativa hay que aguantar en esta vida. Entonces se me ocurrió una sutil venganza para mis malas noches, apenas un gesto simbólico que, de funcionar, al menos me produciría risa.
Al amanecer fui directo a las cajas, saqué el santo y con sigilo subí las escaleras hasta la puerta de los condenados esos. Del interior del apartamento ya no salía ningún ruido y en la puerta dejé la imagen.
Lo demás es historia y para las malas historias lo mejor es aplicar edición. Apenas subieron al carro con el botín, pisé el acelerador a fondo. Las manos me temblaban, pero procuraba creer que lo peor había pasado. La camisa se me había pegado al cuerpo aun cuando la brisa entraba recia. Sentí todos los ruidos de la ciudad ensordecerme, como si toda ella ahora gritara llena de euforia y vértigo; como cada día, pero esta vez en estéreo. La felicidad es esquiva en esta vaina porque uno insiste en buscarla donde ella jamás estará y, para qué llamarnos a engaño: aquí el que nace pendejo, pendejo ha de morir.
Caí yo solo, que de Juanito Alimaña tengo la maña pero no el arrojo. De Héctor y los otros no supe más nada, salvo que a partir del golpe forjaron una exitosa carrera en fechorías. Y de la cana yo no hablo: mejor no hablar de ciertas cosas.
Esa noche no hubo rumba en el apartamento y por fin pude dormir en paz. La pintura ya estaba lista y el piso de Nadia brillaba como un sol. Mi plan era subir al día siguiente para cerciorarme de que el santo siguiera donde lo había dejado y, de no ser así, le contaría a Nadia que el pobre había rodado en medio de las faenas de limpieza. Tampoco imaginé que aquella estatua hubiese influido en la repentina armonía que ahora se transpiraba en el edificio; a lo sumo me animaba darles un susto o generarles confusión: total, que, como decía antes, aquí la gente come mucha mierda. Capaz veían aquel bicho y entre el notón que seguramente tenían se les disparaba la paranoia.
Complacido por el descanso llegué al pasillo del quinto piso con el fiel Boris atrás, y comprobé que el santo seguía donde lo había dejado la mañana anterior. La puerta del apartamento estaba abierta y adentro imperaba el silencio. Di dos pasos, asomé la cabeza y deduje que los inquilinos debían estar  profundamente dormidos. Entré. Un desorden similar al del apartamento de Nadia antes de que yo llegara saltaba ahí donde uno mirara, pero ni rastro de persona alguna: estaba claro que se habían marchado dejando sólo basura entre los muebles.
Total que Caracas te da sorpresas de todo calibre, porque ésta no es una ciudad sino una ruleta. Verde, olorosa, empacada y generosa en tamaño; una buena panela. Le tomé el peso: medio kilo, por lo menos. Me aseguré de que, en efecto, se hubiesen ido. Nada, ni rastro. Y piré, santo y monte en brazos. Un verdadero golpe, limpio e inesperado; pura justicia poética, que llaman.
Y como decía, man: conmigo líos sí que no, pero un porrito le acepto feliz a la vida. Parece que el chamo de la panadería también. Por eso ahora, mientras espero la llamada de Nadia para devolverme al pueblo, le cambio monte por vitualla.

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