viernes, 30 de diciembre de 2011

Inspirational-Celebrational-Muppetational



El primer motivo para escribir sobre Los Muppets (James Bobin, 2011) puede parecer caprichoso: después de asistir a la Avant-Premiere de la revista El Amante me urgía tener una imagen de esta película en el blog. Parecer, dije, pues en realidad responde a una certeza: Los Muppets es una de las mejores películas a estrenarse el próximo año. Olvídense de nostalgias: el universo que construye este filme es tan eficaz y vibrante que cualquier reparo por tiempos remotos es anulado ante la convicción de que Los Muppets (los personajes, a la par de la película) son presente: uno variopinto y enternecedor, tal como Walter, la nueva adición al reparto.

Quedan muchas ganas de repetir la experiencia y, entre una cosa y otra, cantar y bailar al ritmo de la estupenda banda sonora. Por lo pronto no añadiré más para no arruinar las sorpresas que contiene el filme (son muchas).

Sí, estoy hablando de cine de nuevo, y de vuelta, con júbilo, mas no por azar. Lo que en primera instancia perfilaba como curiosidad terminó siendo una carrera universitaria especializada en el área y a posteriori, una gigantesca duda transformada en alejamiento: ya no le encontraba el chiste a todo esto del cine; vamos, apenas si la gracia. Hasta que, de un tiempo a esta parte, me hallé seducida por la escritura y la pasión de un crítico de cine. Y pasión es la clave para lo que me interesa relatar. Hay muchos críticos de cine: blandengues, malhumorados, cándidos, enrevesados. Y están, lo sabemos de sobra, aquellos que cumplen a cabalidad el rito del manual para críticos de periódicos y afines: un corsé bajo el cual toda película es susceptible de ser evaluada, seccionada y disecada según idéntico procedimiento, dejándonos con la triste sensación de que lo visto por aquél no es más que un objeto insulso, incapaz de movernos a nada. Creo que a través de esa mirada el hecho cinematográfico pierde toda su vitalidad, y el mismo crítico desperdicia la oportunidad de decirnos algo novedoso (en lo visto, pero también en el modo de expresarlo)

Así las cosas, este nuevo enamoramiento del cual soy presa se lo debo a un crítico de cine con la agudeza indispensable para marcar las faltas, pero con la necesaria (y urgente) capacidad de recordarme por qué vale la pena seguir intentando este ejercicio que trasciende la pantalla. Para enamorarse, para desatar pasiones, hacen falta ciertos elementos conectores (vaya usted a saber cuáles, pero indudablemente existen). Cierto deslumbramiento, cierta afinidad. Yo hallo eso cuando Javier Porta Fouz (el crítico en cuestión) dice lo siguiente en Hipercrítico:
No pocos espectadores de cine pretenden aparentar “seriedad y buen gusto”. Entre ellos, suele haber muchos que desprecian a gente como Sylvester Stallone en su rol de director. Incluso son capaces de preferir a gente como el canadiense Denys Arcand, el de la abominable Las invasiones bárbaras. Stallone es mucho mejor director de cine que Dennys Arcand. Y lo ha demostrado más de una vez, especialmente con la muy recomendable Rocky Balboa (2006) [1]
 Y también cuando hace esta radiografía concisa de una película que me dejó poco más que indiferente:
500 días con ella dice y vuelve a decir siempre lo mismo y nada más, aunque lo desordena temporalmente para que –con un sistema que también usa Guillermo Arriaga– perdamos tiempo reordenando y tardemos dos o tres minutos más en darnos cuenta de que todo es de una banalidad aplastante.[2]
¿Entonces es ciego el enamoramiento? No, Javier Porta Fouz ha halagado películas para mí indefendibles (Avatar sería la mejor muestra), y de cualquier modo, querer coincidir en cada crítica y de esa manera, suscribir todo lo dicho por él (o por alguien, en este ámbito o en cualquiera) sería una soberana tontería. Sin embargo, en su argumentación sobre lo que para mí es inexistente, están los destellos, las rendijas, el material de eso que llamamos crítica cinematográfica.  Y puedo estar o no de acuerdo, pero me agradará siempre (eso espero, el enamoramiento como fenómeno es fugaz) descubrir ideas y películas a través de una mirada tan desprovista de frialdad. Fue así, por ejemplo, como llegué a The Lincoln Lawyer (Brad Furman, 2011), cinta estupenda de la que no habría tenido conocimiento por otra vía:
Habitualmente, muchos críticos usan expresiones como “entre la pobreza de la cartelera se destaca...” o “brilla tal o cual cosa entre la medianía de los estrenos”. No tengo ganas de discutir esas expresiones demasiado automáticas, sino de ofrecerles un menú bien balanceado para que redescubran el placer de ir al cine (el placer de la emoción, la reflexión, la diversión y la pasión).[3]
Ahí está todo: comulgo con esta crítica que motiva, que convoca. Por cierto, para quien ignore el dato, Javier Porta Fouz es Jefe de redacción y editor de la revista argentina de crítica cinematográfica El Amante, la misma que invitó a los lectores a la función de Los Muppets y que ahora está de aniversario. 'Amante' es el exacto adjetivo que resume la motivación de este texto: pese a las consabidas reticencias que muchos profesan por la crítica de cine y los críticos, un crítico puede y debe ser capaz de demostrarnos en su quehacer que es también, y sobre todo, un gran amante del cine; nosotros por extensión compartiremos el entusiasmo. 


Y hablando de amantes: Los Muppets ya no existen, ni como programa televisivo ni como grupo de amigos. El hilo movilizador de toda la película es Walter, un entusiasta de la vieja serie que hará todo lo posible por traer de vuelta a sus héroes y con ello, activar el poder insoslayable de la risa. Es decir, siempre habrá segundas oportunidades para revisitar nuestras querencias: he allí otro motivo para escribir. It's time to light the lights.


[1] Tres películas. En: HiperCrítico
[2] Qué es la crítica - Primera entrega. En: HiperCrítico
[3] Todos están equivocados. En: HiperCrítico

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Una gran película


Oh! You do?
Annie Walker - Bridesmaids (2011)


Pocos días antes de terminar 2011 puedo afirmar algo que por simple no es menos extraordinario: este año fui inmensamente feliz en una sala de cine. Es irrelevante si fueron pocas o muchas películas visionadas porque hay una que sintetiza toda la dicha de la experiencia fílmica: Bridesmaids.

¿Cómo? ¿Alegría? Sí, alegría: brillante, vívida, sencilla, diáfana y sincera. Y no es poco como balance de fin de año, porque al recordar Bridesmaids concluyo que valió la pena estar aquí y haber disfrutado en grande y hasta las lágrimas de semejante película. 

Vaya, este balance es más carta de amor que otra cosa. Amor por Kristen Wiig, quien construye (como actriz principal y guionista) eso que no sabíamos que anhelábamos tanto hasta que por fin se hizo epifanía: la comedia hecha por mujeres, que no necesariamente para mujeres; de hecho, no lo es. De buenas comedias andamos todos ávidos; aún puedo recordar el vacío que dejó en mí SuperbadMcLovin, McLovin…! ¿Y ahora qué vemos? ¿Cómo hacer para prolongar la risa?), y aún antes Anchorman: The Legend of Ron Burgundy; Fun with Dick and Jane; Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby. Sí, la seña de identidad salta a la vista pues ya es mucho lo que se ha escrito a propósito de esta nueva factoría de la comedia norteamericana comandada por Judd Apatow. Pero lo lindo es que el director de Bridesmaids, Paul Feig, sube la apuesta y lo que antes fue risa generosa se convierte frente a estas seis damas en carcajada imparable, emoción e, incluso, en esa sensación de estar ante un pico difícil de igualar (todo tiene sentido, Feig ha dirigido varios capítulos de The Office)

Y Kristen Wiig. Por todos los cielos: ¡Kristen Wiig! Con el tiempo, los gestos, la voz, el cuerpo para poseer y rehacer la comedia a cada plano y cada escena ante nuestros asombrados ojos. Con esa rara capacidad para interpretar un personaje que resulta tierno de tan fracasado e inmaduro emocionalmente. Porque Annie, la protagonista de esta historia, está jodida en todo sentido concebible, pero ello jamás nos mueve a la lástima, sino al reconocimiento. Sin empleo, sin casa, sin novio y con una mejor amiga que parece haber adoptado otros gustos hasta desvanecerse y ser una persona distinta, Annie refleja (¡por fin!) a la mujer que, superada hace rato la década de los veinte años, no tiene la menor idea de qué hacer con su vida. Por eso antes afirmaba que no se trata de una película hecha exclusivamente a la medida del público femenino, después de todo, el fracaso concierne a ambos géneros por igual. Y si algo hay que agradecerle a Annie es la gracia con la que fracasa una y otra vez en su vida (ya la quisiera para mí)


Claro, hasta ahora para inmaduros y desorientados bastaba con los chicos. Durante los últimos años vimos surgir un cúmulo de películas que reclamaban la camaradería y los vaivenes de la amistad como territorio casi exclusivo de ellos; en ese sentido, para nosotras sólo quedaba la cursilería más rampante. Lo que ofrece Bridesmaids es la perspectiva de esta relación entre chicas más allá de la ropa, la frivolidad, las pijamadas, y el sempiterno diálogo sobre los hombres; todos aspectos válidos, sí (soy fanática de Sex and The City, incluidas las películas. Hey, por eso lo llaman fanatismo) pero insuficientes. Entonces alegría, porque aquí hay novedad, pero también otra cosa lanzada en cara sin piedad ni tapujos: estamos solos. Annie se ha quedado atrás mientras Lillian (Maya Rudolph) camina no al altar, sino al universo kitsch de su nueva amiga Helen (Rose Byrn) No existe amistad inquebrantable, chicas. Y todo esto lo dice Bridesmaids en clave de comedia.

Es tan sólido el reparto que cometería un acto de injusticia si no reparase, por ejemplo, en la destacable labor de Melissa McCarthy, quien borda un personaje que destaca inclusive sin necesidad de diálogos (las expresiones durante el chiflado brindis o en la despedida de soltera) La mejor prueba del acierto del casting (cada actriz en un rango de comedia; una química inmejorable entre Maya Rudolph y Kristen Wiig que deja entrever mucho de improvisación) es que Bridesmaids no cuenta con una sino con infinidad de escenas y secuencias memorables, todas logradas, claro está, a fuerza de cohesión actoral, frases dichas en su justo momento y, obviamente, un director que da espacio y tiempo a las situaciones (el avión, la boutique de trajes de novia, la rutina del auto frente al policía ­­Chris O'Dowd, de la serie The IT Crowd, el desayuno de Annie y Lilian, etc.)

Y claro, lo escatológico. Una perogrullada negar que está bien, que siendo una comedia actuada por mujeres no hay necesidad de negarle cabida a este recurso (sí, en algún lugar leí una queja al respecto) siendo que su uso es más que favorable a los fines de la película.

¡Claro que alegría! Es simple: no hay nada más prodigioso y noble que una buena comedia. Bridesmaids no es la comedia del año: es la película del 2011. Entre tanta felicidad sólo restaba un número musical…bueno, hasta eso.  

jueves, 22 de diciembre de 2011

Violar las defensas


Esta vez fui en blanco (o de blanco virginal) para entregarme completa y postrarme definitivamente a los pies, a la carne de Almodóvar. A la espera de la revelación me hallé atando cabos para urdir la trama que me separa de su cine. Me mantuve yendo y viniendo de la historia, di vueltas, recordé los pocos momentos de su filmografía que de verdad me interpelaron otras veces. No ahora, no frente a estas hermosas, sí, eso siempre es innegable, imágenes de La piel que habito.

No es buena señal dejarse ir frente a la pantalla; no cuando ese dejarse ir no nos encamina hacia la ruta planeada por el director. No cuando somos guiados por el mero ejercicio intelectual en detrimento del auténtico viaje (placer absoluto y vivido, jamás mirada distante) de una película hecha a la medida de nuestros gustos, deseos, miedos, e incluso, mundos imaginarios.

¿De qué va esta perplejidad ante La piel que habito?, me pregunto. ¿Por qué esta barrera que crece y no parece ya desaparecer entre su mundo (y lo he dicho: fui ilusionada, fui segura, casi anhelante por franquearla) y el mío?

Y ya estoy a punto de responderme que es simple, tan simple como la contracara del melodrama; pero entonces Almodóvar ataca y viola este espacio entre ambos. Porque en La piel que habito se viola literalmente: se viola la carne, la intimidad. Y se hace con todo el morbo que semejante acto requiere. Ahí me ata y me seduce: en cada embestida de Vicente (por dios, Almodóvar, mira que proyectar semejante fantasía drag, cola de tigre incluida); en el sencillo gesto pero innumerables veces omitido en tantas películas de la mano masculina que abre la cremallera y ajusta el miembro hasta calzarlo dentro de la carne femenina.

Intuyo que hay mucho aquí en La piel que habito. No sé exactamente el qué ni cómo, porque vuelvo a perderme en el debate: el cine de Almodóvar me asalta a veces y luego todo se diluye. Es de oleadas, de esos impecables primeros planos, fragmentos de su universo: diminutos, pasajeros, efímeros. Me llama lo micro de su cine, por partes, como retazos de piel (la piel de Elena Anaya, tan cerca, tan diosa sexual y espléndida aquí en todo sentido, sin duda alguna; incluso, la piel curtida de un Antonio Banderas que jamás hasta ahora imaginé como auténtico objeto sexual)

Son poquísimas las veces que he escrito notas sobre cine para este blog y, casualmente, es la segunda vez que hablo de Almodóvar, y me da qué pensar porque queda claro que no es de mis directores predilectos. Aun así, horas después de terminada la función me sorprendo cavilando sobre este enfermizo entramado que es La piel que habito. Almodóvar ha forzado mi defensa pero sé que no es un acercamiento definitivo; son sólo las ráfagas de un cine descarnado e intenso, aunque claramente no hecho a la medida de mis pasiones (me separo y vuelo lejos de la sala de proyección con cada gesto novelesco del tipo “secretos de familia”, de armas empuñadas, de mirada escrupulosa en el rostro de Marisa Paredes). Me gusta, eso sí, cómo esta vez crea un espiral de posibles e infinitos relatos sobre el deseo, la identidad sexual, las fantasías carnales, y en general, sobre el carácter sinuoso de esos parches que tan bien (o no) escondemos.

De La piel que habito deduzco que lo mío con Almodóvar no es un tema de diferencias irreconciliables pero sí de perfiles que no encajan a la perfección. Con todo, sería mezquino negar que me gustara haber habitado ese espacio de puertas franqueadas y finalmente abiertas; puertas como heridas que conforman un reino de sombras hecho a fuerza de entrañas.