Había tomado la infeliz costumbre
de comprar el diario sólo dos días a la semana para aminorar los gastos. Esa
mañana salió muy temprano, caminó las tres cuadras hasta el kiosco, compró el
diario y enfiló a la panadería. Allí pidió un marrón grande y leyó los
titulares y las noticias de sucesos. De vuelta en casa buscó la carpeta con los
gastos del mes, anotó el café, el periódico y lo devolvió a la estantería. Sacó
los lentes del bolsillo y se tendió en la hamaca a leer. Ella apareció al poco
rato. ¿No quieres desayunar?, preguntó. Como no obtuvo respuesta, agregó: Hice
desayuno, te espero en la cocina. Se sentó en la mesa ya servida pero él no
llegó. Comió sola y, aunque quería, no encendió el radio para no molestarlo.
Después de lavar todo y recoger lo que había sobrado, volvió a acercarse. Juan
viene hoy y no tenemos para pagarle el pescado, dijo. Él sólo emitió una suerte
de gruñido. Y falta pan, porque el que había ya lo hemos comido, siguió ella. Tampoco
tienes que ignorarme, si no fuese por mí esta casa se vendría abajo de tanta
desidia. Te estoy hablando, Rubén. Haz el favor de dirigirme la palabra, no te
encierres tanto en tu silencio. Entonces, sin apartar el diario de su vista, él
respondió: Sólo te pido un poco de tranquilidad dos veces por semana. Sólo eso.
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