domingo, 19 de febrero de 2012

Ser minita



Hace dos días claudiqué ante un posible texto sin articular siquiera una oración porque comprendí que tenía la sensibilidad edulcorada. Intuí el desastre: estaba razonando como minita y en consecuencia, escribiría como tal. Y no hay nada peor que escribir como minita; antes muerta que minita. Tomo prestado el término argentino pues al no ser de aquí puedo asignarle una carga semántica casi a gusto, sin las connotaciones que, en cambio, le adjudico al venezolano “jevita” (que en resumen me es impropio porque pocas veces lo usé y por alguna razón me remite a surfista en Cuyagua, pero eso no viene al caso)

Ser minita y escribir como tal, dos caras de una misma moneda que paradójicamente tiene una sola: eternas disertaciones sobre la sensibilidad femenina. Cargarse de sufridos amores con ínfulas de poetisa; metáforas sobre la sangre que corre entre mis piernas, la matriz y otros asuntos; compararse con una gata también cabe. Dar vueltas siempre sobre el mismo eje: el descubrimiento de la propia sexualidad y gritar ­­ ¡Oh, emancipadas! cada hallazgo y cada gesto erótico. En suma, lo femenino. Susto.

Escribir como minita no tiene nada que ver con escribir como mujer. Es el mismo gesto de contemplarse absortas el ombligo lo que separa a las primeras de las segundas, porque como dije arriba, la única preocupación de las minitas consiste en elevar lugares comunes sobre más lugares comunes. Se es minita y se escribe como una cuando se pretende hacer de lo obvio una epopeya: sí, naciste mujer; es una circunstancia, no un motivo de fiesta, y ahondar en esa condición añade altura a ciertas barreras históricas. ¿Qué cómo escribe entonces una mujer? No lo sé, no quiero caer en esas odiosas disertaciones sobre qué es ser mujer y cómo hacen cine las mujeres (así hablan a veces las minitas). O si las mujeres escriben de un modo diferente a como lo hacen los hombres, porque no creo que sea así (no necesariamente) Pero sí sé que la minita escribe desde la cursilería y la ramplonería, y el diminutivo de su nombre da cuenta del lastre que le agobia.


Pero más allá de la escritura he notado, no sin cierta desazón, que debido al éxito de las redes sociales, la minita busca con afán construir una identidad bajos ciertos parámetros: liberada, concupiscente, coqueta, de avanzada. Innumerables cuentas de tumblr dan cuenta de ello: pantaletas, soft porn, cielos azules, flores, bocas rojas, nalgas, poses sugerentes, cuerpos abrazados, pies descalzos y motivos vintage se multiplican hasta el cansancio. Y el problema es la uniformidad, pues la abundancia y repetición del esquema devuelve una imagen de lo femenino que de tan artificial tiene gusto a sacarina. La práctica, irónicamente, ancla al género en unos límites casi reaccionarios: erotismo más que sexo, gracia más que chiste, lindura más que belleza, ternura y nunca violencia. No me jodan.

En la edición de El Amante/Cine dedicada a Bridesmaids (Paul Feig, 2011), una mujer firmaba una crítica en contra de la película por considerar que la misma copiaba recursos masculinos de comedia, de ahí la razón, según la autora, de que les resultase tan atractiva a los hombres. Su frase final es de antología: “(Bridesmaids) tendría que buscar nuevas herramientas para descubrir la auténtica comicidad de la mujer".

En la siguiente edición hallé mi revancha en palabras de otra mujer cuya crítica a favor de la misma película venía también a erigirse en respuesta al texto anterior. Palabras más palabras menos, la segunda autora abogaba por un mundo y un cine donde no sintamos la tentación de clasificar los roles, de delimitarlos a tal o cual manera de ser y de expresarse. De vuelta a lo anterior: ¿Debo por fuerza identificarme con un texto sobre citas amorosas a razón de haber sido escrito por una mujer? ¿Es la condición de la autora determinante a la hora de juzgar la calidad del mismo? ¿Hacer alarde de la propia sexualidad desde una perspectiva inocua, cerrada, pueril, tiene alguna razón de ser? Yo huyo despavorida al menor indicio, como le huyo al rótulo de “pornografía para mujeres” ¿De verdad? Y, no sé, cuando era púber seguro, pero a estas alturas exijo rudeza e imágenes explícitas, y no creo que lo que me excite sea precisamente algo hecho y pensado para “nosotras”. Después de todo: ¿Cuál es el “nosotras”? ¿En serio algunas mujeres (minitas) creen que existe tal cosa?


No, me repito: no quiero escribir como minita ni razonar como una porque la minita, por definición, es esa que ríe a veces ruborizada con los chistes de los hombres sin ser capaz de hacerlos ella. La minita todavía cree que las groserías son cosa exclusiva del mundo masculino (que tampoco sabemos qué es); no las dice no porque no quiera sino porque no debe. Ella es personaje pasivo y no activo, aunque disfrace su lugar en el mundo de pompa erótica y disquisiciones sobre lo que, de manera tan limitada, entiende que es ser mujer. Y es que de tanto definir lo indefinible es víctima de su propia circunstancia.

Por cierto, el último libro que leí fue escrito por una mujer, quien con un estilo seco y rudo erige a un personaje masculino encantador por amoral y hasta misógino: hablo de El talentoso señor Ripley, de Patricia Highsmith. 

martes, 14 de febrero de 2012

El discreto encanto


Desconcertado por sus reservadas maneras, el jefe argentino, ajedrecista, en su historial una amante venezolana le ha hecho saber a Jonathan que en nada se asemeja a la imagen que para sí había construido de nuestro gentilicio. Esto me lo ha contado varios días atrás el mismo Jonathan, y yo pienso ahora como lo hice entonces, muda después de las risas de ambos que a estas alturas del relato sería una tontería no haber aprendido nosotros también la virtud del silencio.  

viernes, 10 de febrero de 2012

Pensar la muerte


No necesito señalar que por estos días la muerte es asunto notorio y comentado. Por un lado (especialmente en Venezuela), se cuentan cadáveres cuyas identidades desconoceremos siempre, pero cuya existencia como evento siniestro por repetido (la existencia de un cadáver, vaya ironía) es la cifra que pretende desbordar un vaso al que, al final, parece siempre faltarle líquido.

Morir, como quien dice, se muere igual, pero si de famosos se trata, ahora muchos no quieren quedarse atrás en esto de escribir en muros e inventar homenajes. Qué culpa tienen los famosos si nosotros los queremos.

El mismo día que murió Spintetta, supimos los habitantes de Argentina, y posteriormente el resto del mundo (o simultáneamente, a estas alturas el tiempo es siempre el mismo para todos en casi cualquier parte), de un fotógrafo francés al que apuñalaron en Retiro, Buenos Aires, para robarle una cámara. Fue inevitable para mí pensar en el desafortunado turista que vino a este rincón del continente americano para ver correr su propia sangre, y no en el fallecimiento del rockero al que pocas veces oí cantar (y qué hermosa voz tenía)

Y pensé que la muerte de Spinetta no era trágica como la de aquél. La muerte de Spinetta, si cabía, era hasta dulce y serena (esto me lo inventé para no pensar en el cáncer de pulmón, fumadora de marca mayor y evasiva como soy) La de Spinetta ocuparía millones de pensamientos, suscitaría ingentes cantidades de lágrimas y notas: largas, cortas, en muros virtuales y en cualquier otro formato. La otra sería, a la larga, olvido, estadística. 

O mejor dicho, la muerte de Spinetta propició una reflexión distinta, no por fanática de su música, cosa que nunca fui, sino porque me devolvió la desazón que sentí cuando, a los poco días de llegar a esta ciudad, aún sin conocerla, aún ilusionada con los aires de cambio que se avecinaban (cambiar de país es una empresa que amerita también ingenuidad) supe de la muerte de Mercedes Sosa y no pude menos que recordar la voz amorosa de la tía que me crió cantándome Duerme, duerme, negrita. Recién llegada o recién marchada, como prefiera verse, fui víctima del primer sacudón del destierro, siempre presto a jugar con nuestra memoria.

Meses después falleció Sandro, y con mi novio fui hasta el Congreso argentino para fotografiar la despedida de sus dolientes: hombres y mujeres de todas las edades y venidos de todas partes del país y hasta de naciones vecinas. Murió Facundo Cabral, murió Sábato. Murieron lejos (casi idénticas horas de vuelo separan a Venezuela de Argentina y Alemania) Francisco Mata, Diony López - Popy, Pedro Penzini Fleury, Manuel Caballero. Mi memoria, selectiva como la de cualquiera, guarda a estos cuatro hombres de entre los que nos dejaron mientras yo hacía vida en otro lugar. El primero, por ejemplo, es sinónimo de mi isla (¿saben cuánto coraje debí reunir para adjudicarme el posesivo? Pero me suena mejor mi isla que mi país). Mi isla, Margarita, es mi infancia y con eso basta. Mi isla es un Motivo Guaiquerí en la voz de Francisco Mata, su creador.

De Popy no podría decir nada, pero sirve para ilustrar una época y un conjunto de experiencias y recuerdos colectivos. De todas (lo asumo a riesgo de ser incomprendida), fue la muerte de Penzini Fleury la que más me impactó. Cuando era niña, allá en Margarita, mi tía me despertaba con la emisora Éxitos, limpiaba la casa al son de la misma emisora y hasta recuerdo que mi papá se unió al furor de trotar todas las tardes (porque ya sabemos, Correr es vivir, y el libro reposaba en nuestra biblioteca) y hasta el día de hoy no ha cejado, convencido de los beneficios de dicha actividad. Y yo, poco aficionada a la música en boga (antes y ahora) adopté por costumbre tener la radio encendida sólo en el dial de esa emisora: no hubo amanecer antes de ir a la universidad en el que no escuchase a César Miguel Rondón hablar de la luna (“Tengan todos ustedes el mejor día posible”), y tarde en la que no oyese a Penzini Fleury comentar tópicos de economía que me eran imposibles de descifrar.

Antes hablé de épocas, de experiencias compartidas. Cuando supe del fallecimiento de  Pedro Penzini Fleury caí en cuenta que él representaba eso: mi infancia y juventud, mis tardes haciendo trabajos para la facultad; pero también y sobre todo, se encarnaba en él un tiempo anterior del país, un modo de ser ciudadano que privilegiaba el respeto, la ética profesional. Y lo siento si acaso estas líneas son entendidas como un regodeo en algo que fue mejor y se nos escapó a todos, como colectivo, de las manos (no soy yo quien pueda decidir semejante verdad histórica). Pero Penzini Fleury fue una suerte de oasis dentro de tanta polarización desquiciada. Y fue, además, una voz, una entonación, eso tan intangible que nos brinda la radio. Suficiente para mí entonces.

Lo cierto es que decir muerte es decir siempre, decir todos: la anónima que nos increpa, como  la  del francés, porque no queremos si quiera pensar que el destino de Argentina sea tan violento como el de Venezuela. O que el de Venezuela sea mucho más éste, tan pesado y cruel. Y la del famoso, que con su legado nos hizo sentir partícipes a nosotros, futuros ausentes, de una vida y un obrar.

Lo llamativo, lo que pretendía señalar desde el principio, es que cuando estás lejos la muerte se siente cerca porque el tiempo se mide también por ella: Todos los que han muerto desde que no estoy, todos los que murieron desde que estamos aquí. Sucede que la partida abre una brecha: uno se halla en el limbo de quien no termina de asimilar el presente. Estar es esforzarse constantemente por comprender al nuevo país mientras procuramos asimilar las razones que nos trajeron a él. Irse es peguntarse cada tanto si éste es el destino definitivo o si habrá vuelta atrás (porque Cambia, todo cambia), y en el proceso pisamos la frontera entre estar y no, y en esa cuerda floja fatal (para el ánimo, a veces) los muertos de aquí no se sienten propios (por más que su obra significase mucho en nuestras vidas) y a los de allá les debemos un adiós. Estar en Argentina en cada una de las mencionadas ocasiones me ha hecho sentir cual intrusa en funeral. Es como participar de la historia de algo a lo que apenas comienzas a asomarte. Estar en Argentina cuando aquéllos a quienes admiraba murieron en Venezuela, ha significado también comprender que no formo parte de la otra historia. Y sí, fue una elección de vida y así se asume, pero no por ello es menos dolorosa.

Contar el tiempo a través de la muerte puede sonar como un afán masoquista. No es cierto: nada más cercano a la vida que la muerte. Detenerse a pensar en ésta necesariamente es aferrarse a la otra. Los que se van siempre nos dicen, de alguna u otra manera, que para nosotros aún existe el presente: ¿estamos a la altura del reto que semejante ventura conlleva?

También pensar la vida gracias a la muerte es un ejercicio urgente de aprecio: por nosotros y por los otros. Es escuchar a ese cantante ahora y no sólo después, cuando seamos presas del arrebato por el homenaje. Es decirme que, si de muerte de famosos se trata, no quiero pensar en una posible despedida a César Miguel Rondón o a Gualberto Ibarreto. Porque sin pretender ser ave de mal agüero, si esos dos se van mientras yo aún viva, no bastará muro de Facebook ni tweet para decir cuánto los quise, esté cerca o lejos. Y qué se le va a hacer: el cariño es siempre subjetivo y cada cual tiene sus preferencias: a Gualberto lo quiero desde que tengo memoria, y por extraño que parezca, de César Miguel Rondón he estado enamorada desde aquellas mañanas antes de ir al colegio.  

domingo, 5 de febrero de 2012

Educación sentimental



También yo creo a veces en una mentira que es en realidad un prejuicio gigante y en consecuencia, un disparate: la felicidad aburre y parece restarnos distinción o inteligencia; pero lo estimo sólo en lo que a las mujeres respecta, porque las que me son afines llevan a cuestas este cinismo del que, cómo no, me jacto en ocasiones. Ocasiones que de un tiempo a esta parte son más escasas, como comprobé esa noche en medio de suficientes cervezas cuando alguien me preguntó si era yo optimista o pesimista, y mi respuesta, tan sorpresiva por sincera y tal vez para los otros tan falsa por edulcorada, fue que quizás sea yo pesimista, pero a la felicidad he aprendido a verla a los ojos, le sostengo la mirada y le mido las esquinas: así me amparo de cualquiera que venga a decirme que no existe, cuando está ahí, clara y encendida en tu beso matutino, y hasta en las diminutas cosas que hicimos de la nada. Es incluso corpórea, aunque se solape en este destino que no es ni remotamente de ensueño, y cuyas fisuras desarman mi cuerpo en las tardes. Pero si la vida como advertía Pessoa es una cosa triste compuesta por intervalos alegres, más me vale reparar en los prodigios y agradecer la fortuna. Ha de ser efecto del viaje, que a nadie con dos dedos de frente deja incólume, pero a la otra que era yo la contemplo con pena cuando calculo las alegrías que le fueron escasas por ciega, o es que, siendo justa, le debo infinitas sonrisas por igual cantidad de jirones de carne que dejó en el trayecto.