Hacía un sol que quemaba el
cerebro y eso, sumado a lo que había bebido, le produjo fuertes ganas de
vomitar. Pero logró contenerse. Anduvo despacio entre las tumbas y se alejó en
silencio del séquito hasta llegar a su auto. Entonces notó que aún tenía el ramo
de rosas en la mano. Las dejó en el asiento del copiloto y tomó la carretera.
Se dijo que a las penas hay que darles lo que piden, así que puso un CD de Tito
Rodríguez. Sólo boleros. Al llegar al centro decidió que no tenía nada que
buscar allí y enfiló vía a la playa. La isla había muerto hacía mucho. Aquí y
allá se veían paredes grafiteadas con el líder, mendigos, niños en los
semáforos, locales cerrados. Ya en la carretera a la playa aumentó la velocidad
y aprovechó para sacar la cartera de whisky de la guantera. Bebió el líquido
como si fuese agua y pensó que la abuela siempre decía que el whisky era agua
bendita. Vio a los vendedores de patillas y cocos pero pensó que esta vez nada
le impediría llegar hasta la meta. Tito Rodríguez se desgarraba por los
altavoces y cantó lo que sabía de la letra. Al llegar a la playa estacionó el
auto, bajó con el ramo de rosas, el whisky y se sentó en la arena. El mar
estaba en calma. Enterró las flores en la arena mojada y pensó que ya era hora de
regresar: todo yacía bajo tierra.
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