viernes, 2 de julio de 2010

¿Perspectiva?

Antes de irse para siempre del país becada por Fundayacucho, mi hermana me llevó al Teatro Macanao a ver “Indiana Jones y la Última Cruzada” –yo tendría 8 años e ignoraba cualquier dato sobre la saga o el personaje-. Hicimos la larga cola en la acera, frente a la marquesina y junto a la heladería que estaba en la planta baja.

El teatro Macanao quedaba a escasas tres cuadras de mi casa, en un segundo piso de un edifico que daba a la calle que termina frente a la plaza Bolívar, en pleno centro de Porlamar. Sus escaleras siempre se me hacían largas y empinadas pero al final estaba la máxima dicha: llegar al pasillo pequeño con su vieja máquina de cotufas y el mostrador de la caramelería cuya oferta se reducía a Bolero, gomitas, Cheese tris y chocolate Savoy, para luego, traspasar las cortinas de tiras grises y entonces sí: la sala sin pendiente y la certeza de ser feliz en la última fila –mi tía Arcelia decía que eran los mejores asientos-.

Por años he recordado mi infantil expresión de asombro ante la experiencia Indiana Jones. Me figuro que los ojos querían salirse de sus órbitas y así marché de vuelta por el corto camino a casa con aquella sensación de no saber qué había pasado. Por lo demás, guardo escasísimas memorias de mi niñez junto a esa mujer que, más que hermana mayor, luego fungió de hada madrina.

El teatro Macanao duró unos cuantos años más. En plena adolescencia fuimos Daniela, Paola y yo a ver “Seven”. Por estar en la época de la risita estúpida en los momentos menos adecuados, le arruinamos la fiesta a los otros espectadores.

Con El Uno y Medio se completaba la oferta de exhibición cinematográfica en Margarita –al menos, durante mi niñez y juventud-. Éste tenía una ubicación rara: en medio de un centro comercial abandonado, con la sede de la PTJ y una fonda española como únicos sobrevivientes. Con estupefacción observé durante muchas semanas las largas filas que se formaban a propósito de Los Power Rangers en aquella mole, especie de súper bloque que en la actualidad exhibe gigantografías del Seniat.

Fue en el Uno y Medio donde logré mi vergonzosísimo récord con Titanic: 3 visionados. Tenía 15 años. Hoy me parece una comedia involuntaria…

Y es que ciertamente, el Teatro Macanao y el Uno y Medio vieron parte de lo mejor de una era: inocencia y fascinación. Pero fue sobre todo en el primero donde nació mi interés por el cine. O quizás exagero y sería mejor decir que el Teatro Macanao me brindó la alegría del entretenimiento simple, sin poses, sin aspavientos, sin crítica antes de seleccionar el filme o discusión pretendidamente erudita al finalizar la función.

La impresión de Indiana Jones cruzando un puente perceptible o no según el ángulo de cámara, estuvo conmigo cuando decidí estudiar Cine. Fue la primera, genuina ensoñación ante la pantalla.

¿Cuántos detalles guardamos del pasado remoto? Sensaciones, imágenes, fragmentos vívidos que, lamentablemente, no podemos asir por la actual inexistencia de los espacios que les dieron cabida. Como cientos de otras salas, el Macanao luce hoy enormes letras rojas que atraen a fanáticos no ya de cine, sino de la promesa de una vida sin sufrimientos.

Supongo que la lejanía es la culpable de tantas memorias. Después de marcharme de Margarita, cada nueva visita empezaba y terminaba con la infinita tristeza de su nueva cara, más y más precaria según el paso del tiempo. ¿O acaso era sólo mi mirada de nativa devenida en navegada y la Isla siempre fue así, tal como la Última Cruzada: un parapeto con fecha de caducidad que soporta mal la perspectiva que conceden los años?

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