viernes, 30 de diciembre de 2011

Inspirational-Celebrational-Muppetational



El primer motivo para escribir sobre Los Muppets (James Bobin, 2011) puede parecer caprichoso: después de asistir a la Avant-Premiere de la revista El Amante me urgía tener una imagen de esta película en el blog. Parecer, dije, pues en realidad responde a una certeza: Los Muppets es una de las mejores películas a estrenarse el próximo año. Olvídense de nostalgias: el universo que construye este filme es tan eficaz y vibrante que cualquier reparo por tiempos remotos es anulado ante la convicción de que Los Muppets (los personajes, a la par de la película) son presente: uno variopinto y enternecedor, tal como Walter, la nueva adición al reparto.

Quedan muchas ganas de repetir la experiencia y, entre una cosa y otra, cantar y bailar al ritmo de la estupenda banda sonora. Por lo pronto no añadiré más para no arruinar las sorpresas que contiene el filme (son muchas).

Sí, estoy hablando de cine de nuevo, y de vuelta, con júbilo, mas no por azar. Lo que en primera instancia perfilaba como curiosidad terminó siendo una carrera universitaria especializada en el área y a posteriori, una gigantesca duda transformada en alejamiento: ya no le encontraba el chiste a todo esto del cine; vamos, apenas si la gracia. Hasta que, de un tiempo a esta parte, me hallé seducida por la escritura y la pasión de un crítico de cine. Y pasión es la clave para lo que me interesa relatar. Hay muchos críticos de cine: blandengues, malhumorados, cándidos, enrevesados. Y están, lo sabemos de sobra, aquellos que cumplen a cabalidad el rito del manual para críticos de periódicos y afines: un corsé bajo el cual toda película es susceptible de ser evaluada, seccionada y disecada según idéntico procedimiento, dejándonos con la triste sensación de que lo visto por aquél no es más que un objeto insulso, incapaz de movernos a nada. Creo que a través de esa mirada el hecho cinematográfico pierde toda su vitalidad, y el mismo crítico desperdicia la oportunidad de decirnos algo novedoso (en lo visto, pero también en el modo de expresarlo)

Así las cosas, este nuevo enamoramiento del cual soy presa se lo debo a un crítico de cine con la agudeza indispensable para marcar las faltas, pero con la necesaria (y urgente) capacidad de recordarme por qué vale la pena seguir intentando este ejercicio que trasciende la pantalla. Para enamorarse, para desatar pasiones, hacen falta ciertos elementos conectores (vaya usted a saber cuáles, pero indudablemente existen). Cierto deslumbramiento, cierta afinidad. Yo hallo eso cuando Javier Porta Fouz (el crítico en cuestión) dice lo siguiente en Hipercrítico:
No pocos espectadores de cine pretenden aparentar “seriedad y buen gusto”. Entre ellos, suele haber muchos que desprecian a gente como Sylvester Stallone en su rol de director. Incluso son capaces de preferir a gente como el canadiense Denys Arcand, el de la abominable Las invasiones bárbaras. Stallone es mucho mejor director de cine que Dennys Arcand. Y lo ha demostrado más de una vez, especialmente con la muy recomendable Rocky Balboa (2006) [1]
 Y también cuando hace esta radiografía concisa de una película que me dejó poco más que indiferente:
500 días con ella dice y vuelve a decir siempre lo mismo y nada más, aunque lo desordena temporalmente para que –con un sistema que también usa Guillermo Arriaga– perdamos tiempo reordenando y tardemos dos o tres minutos más en darnos cuenta de que todo es de una banalidad aplastante.[2]
¿Entonces es ciego el enamoramiento? No, Javier Porta Fouz ha halagado películas para mí indefendibles (Avatar sería la mejor muestra), y de cualquier modo, querer coincidir en cada crítica y de esa manera, suscribir todo lo dicho por él (o por alguien, en este ámbito o en cualquiera) sería una soberana tontería. Sin embargo, en su argumentación sobre lo que para mí es inexistente, están los destellos, las rendijas, el material de eso que llamamos crítica cinematográfica.  Y puedo estar o no de acuerdo, pero me agradará siempre (eso espero, el enamoramiento como fenómeno es fugaz) descubrir ideas y películas a través de una mirada tan desprovista de frialdad. Fue así, por ejemplo, como llegué a The Lincoln Lawyer (Brad Furman, 2011), cinta estupenda de la que no habría tenido conocimiento por otra vía:
Habitualmente, muchos críticos usan expresiones como “entre la pobreza de la cartelera se destaca...” o “brilla tal o cual cosa entre la medianía de los estrenos”. No tengo ganas de discutir esas expresiones demasiado automáticas, sino de ofrecerles un menú bien balanceado para que redescubran el placer de ir al cine (el placer de la emoción, la reflexión, la diversión y la pasión).[3]
Ahí está todo: comulgo con esta crítica que motiva, que convoca. Por cierto, para quien ignore el dato, Javier Porta Fouz es Jefe de redacción y editor de la revista argentina de crítica cinematográfica El Amante, la misma que invitó a los lectores a la función de Los Muppets y que ahora está de aniversario. 'Amante' es el exacto adjetivo que resume la motivación de este texto: pese a las consabidas reticencias que muchos profesan por la crítica de cine y los críticos, un crítico puede y debe ser capaz de demostrarnos en su quehacer que es también, y sobre todo, un gran amante del cine; nosotros por extensión compartiremos el entusiasmo. 


Y hablando de amantes: Los Muppets ya no existen, ni como programa televisivo ni como grupo de amigos. El hilo movilizador de toda la película es Walter, un entusiasta de la vieja serie que hará todo lo posible por traer de vuelta a sus héroes y con ello, activar el poder insoslayable de la risa. Es decir, siempre habrá segundas oportunidades para revisitar nuestras querencias: he allí otro motivo para escribir. It's time to light the lights.


[1] Tres películas. En: HiperCrítico
[2] Qué es la crítica - Primera entrega. En: HiperCrítico
[3] Todos están equivocados. En: HiperCrítico

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Una gran película


Oh! You do?
Annie Walker - Bridesmaids (2011)


Pocos días antes de terminar 2011 puedo afirmar algo que por simple no es menos extraordinario: este año fui inmensamente feliz en una sala de cine. Es irrelevante si fueron pocas o muchas películas visionadas porque hay una que sintetiza toda la dicha de la experiencia fílmica: Bridesmaids.

¿Cómo? ¿Alegría? Sí, alegría: brillante, vívida, sencilla, diáfana y sincera. Y no es poco como balance de fin de año, porque al recordar Bridesmaids concluyo que valió la pena estar aquí y haber disfrutado en grande y hasta las lágrimas de semejante película. 

Vaya, este balance es más carta de amor que otra cosa. Amor por Kristen Wiig, quien construye (como actriz principal y guionista) eso que no sabíamos que anhelábamos tanto hasta que por fin se hizo epifanía: la comedia hecha por mujeres, que no necesariamente para mujeres; de hecho, no lo es. De buenas comedias andamos todos ávidos; aún puedo recordar el vacío que dejó en mí SuperbadMcLovin, McLovin…! ¿Y ahora qué vemos? ¿Cómo hacer para prolongar la risa?), y aún antes Anchorman: The Legend of Ron Burgundy; Fun with Dick and Jane; Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby. Sí, la seña de identidad salta a la vista pues ya es mucho lo que se ha escrito a propósito de esta nueva factoría de la comedia norteamericana comandada por Judd Apatow. Pero lo lindo es que el director de Bridesmaids, Paul Feig, sube la apuesta y lo que antes fue risa generosa se convierte frente a estas seis damas en carcajada imparable, emoción e, incluso, en esa sensación de estar ante un pico difícil de igualar (todo tiene sentido, Feig ha dirigido varios capítulos de The Office)

Y Kristen Wiig. Por todos los cielos: ¡Kristen Wiig! Con el tiempo, los gestos, la voz, el cuerpo para poseer y rehacer la comedia a cada plano y cada escena ante nuestros asombrados ojos. Con esa rara capacidad para interpretar un personaje que resulta tierno de tan fracasado e inmaduro emocionalmente. Porque Annie, la protagonista de esta historia, está jodida en todo sentido concebible, pero ello jamás nos mueve a la lástima, sino al reconocimiento. Sin empleo, sin casa, sin novio y con una mejor amiga que parece haber adoptado otros gustos hasta desvanecerse y ser una persona distinta, Annie refleja (¡por fin!) a la mujer que, superada hace rato la década de los veinte años, no tiene la menor idea de qué hacer con su vida. Por eso antes afirmaba que no se trata de una película hecha exclusivamente a la medida del público femenino, después de todo, el fracaso concierne a ambos géneros por igual. Y si algo hay que agradecerle a Annie es la gracia con la que fracasa una y otra vez en su vida (ya la quisiera para mí)


Claro, hasta ahora para inmaduros y desorientados bastaba con los chicos. Durante los últimos años vimos surgir un cúmulo de películas que reclamaban la camaradería y los vaivenes de la amistad como territorio casi exclusivo de ellos; en ese sentido, para nosotras sólo quedaba la cursilería más rampante. Lo que ofrece Bridesmaids es la perspectiva de esta relación entre chicas más allá de la ropa, la frivolidad, las pijamadas, y el sempiterno diálogo sobre los hombres; todos aspectos válidos, sí (soy fanática de Sex and The City, incluidas las películas. Hey, por eso lo llaman fanatismo) pero insuficientes. Entonces alegría, porque aquí hay novedad, pero también otra cosa lanzada en cara sin piedad ni tapujos: estamos solos. Annie se ha quedado atrás mientras Lillian (Maya Rudolph) camina no al altar, sino al universo kitsch de su nueva amiga Helen (Rose Byrn) No existe amistad inquebrantable, chicas. Y todo esto lo dice Bridesmaids en clave de comedia.

Es tan sólido el reparto que cometería un acto de injusticia si no reparase, por ejemplo, en la destacable labor de Melissa McCarthy, quien borda un personaje que destaca inclusive sin necesidad de diálogos (las expresiones durante el chiflado brindis o en la despedida de soltera) La mejor prueba del acierto del casting (cada actriz en un rango de comedia; una química inmejorable entre Maya Rudolph y Kristen Wiig que deja entrever mucho de improvisación) es que Bridesmaids no cuenta con una sino con infinidad de escenas y secuencias memorables, todas logradas, claro está, a fuerza de cohesión actoral, frases dichas en su justo momento y, obviamente, un director que da espacio y tiempo a las situaciones (el avión, la boutique de trajes de novia, la rutina del auto frente al policía ­­Chris O'Dowd, de la serie The IT Crowd, el desayuno de Annie y Lilian, etc.)

Y claro, lo escatológico. Una perogrullada negar que está bien, que siendo una comedia actuada por mujeres no hay necesidad de negarle cabida a este recurso (sí, en algún lugar leí una queja al respecto) siendo que su uso es más que favorable a los fines de la película.

¡Claro que alegría! Es simple: no hay nada más prodigioso y noble que una buena comedia. Bridesmaids no es la comedia del año: es la película del 2011. Entre tanta felicidad sólo restaba un número musical…bueno, hasta eso.  

jueves, 22 de diciembre de 2011

Violar las defensas


Esta vez fui en blanco (o de blanco virginal) para entregarme completa y postrarme definitivamente a los pies, a la carne de Almodóvar. A la espera de la revelación me hallé atando cabos para urdir la trama que me separa de su cine. Me mantuve yendo y viniendo de la historia, di vueltas, recordé los pocos momentos de su filmografía que de verdad me interpelaron otras veces. No ahora, no frente a estas hermosas, sí, eso siempre es innegable, imágenes de La piel que habito.

No es buena señal dejarse ir frente a la pantalla; no cuando ese dejarse ir no nos encamina hacia la ruta planeada por el director. No cuando somos guiados por el mero ejercicio intelectual en detrimento del auténtico viaje (placer absoluto y vivido, jamás mirada distante) de una película hecha a la medida de nuestros gustos, deseos, miedos, e incluso, mundos imaginarios.

¿De qué va esta perplejidad ante La piel que habito?, me pregunto. ¿Por qué esta barrera que crece y no parece ya desaparecer entre su mundo (y lo he dicho: fui ilusionada, fui segura, casi anhelante por franquearla) y el mío?

Y ya estoy a punto de responderme que es simple, tan simple como la contracara del melodrama; pero entonces Almodóvar ataca y viola este espacio entre ambos. Porque en La piel que habito se viola literalmente: se viola la carne, la intimidad. Y se hace con todo el morbo que semejante acto requiere. Ahí me ata y me seduce: en cada embestida de Vicente (por dios, Almodóvar, mira que proyectar semejante fantasía drag, cola de tigre incluida); en el sencillo gesto pero innumerables veces omitido en tantas películas de la mano masculina que abre la cremallera y ajusta el miembro hasta calzarlo dentro de la carne femenina.

Intuyo que hay mucho aquí en La piel que habito. No sé exactamente el qué ni cómo, porque vuelvo a perderme en el debate: el cine de Almodóvar me asalta a veces y luego todo se diluye. Es de oleadas, de esos impecables primeros planos, fragmentos de su universo: diminutos, pasajeros, efímeros. Me llama lo micro de su cine, por partes, como retazos de piel (la piel de Elena Anaya, tan cerca, tan diosa sexual y espléndida aquí en todo sentido, sin duda alguna; incluso, la piel curtida de un Antonio Banderas que jamás hasta ahora imaginé como auténtico objeto sexual)

Son poquísimas las veces que he escrito notas sobre cine para este blog y, casualmente, es la segunda vez que hablo de Almodóvar, y me da qué pensar porque queda claro que no es de mis directores predilectos. Aun así, horas después de terminada la función me sorprendo cavilando sobre este enfermizo entramado que es La piel que habito. Almodóvar ha forzado mi defensa pero sé que no es un acercamiento definitivo; son sólo las ráfagas de un cine descarnado e intenso, aunque claramente no hecho a la medida de mis pasiones (me separo y vuelo lejos de la sala de proyección con cada gesto novelesco del tipo “secretos de familia”, de armas empuñadas, de mirada escrupulosa en el rostro de Marisa Paredes). Me gusta, eso sí, cómo esta vez crea un espiral de posibles e infinitos relatos sobre el deseo, la identidad sexual, las fantasías carnales, y en general, sobre el carácter sinuoso de esos parches que tan bien (o no) escondemos.

De La piel que habito deduzco que lo mío con Almodóvar no es un tema de diferencias irreconciliables pero sí de perfiles que no encajan a la perfección. Con todo, sería mezquino negar que me gustara haber habitado ese espacio de puertas franqueadas y finalmente abiertas; puertas como heridas que conforman un reino de sombras hecho a fuerza de entrañas. 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

El clóset


Apenas entró al departamento mi madre me dijo dos cosas: "Búscame el canal de las telenovelas" y "¿Por aquí hay una iglesia? Necesito con suma urgencia ir a una iglesia". Dejé la maleta en el piso, encendí el televisor, y pensé que aunque la lluvia de horas ya había cedido en Buenos Aires, la tempestad apenas empezaba para mí. Mi madre voló los no sé cuántos kilómetros que separan a Venezuela de Argentina para ver novelas mexicanas y, cómo no, escuchar el Padre Nuestro en lunfardo.

La retahíla de anécdotas fue lo de siempre: quién murió en Porlamar, a quién asesinaron, cuántos han sido víctimas del hampa; quién se casó, quién tuvo hijos; qué productos escasean. Yo no había solicitado casi nada de Venezuela, a lo sumo un libro (que, por supuesto, debió comprar en Caracas pues en Margarita no se encontraba), un paquete de harina de maíz y otro de mezcla para preparar cachapas. Lo demás lo dejé en sus manos. Cometí de nuevo el error de obviar que, cuando se trata de mí, mi señora madre suele ser bastante negligente. En las distintas ocasiones en que ha viajado a Alemania a visitar a mi hermana mayor, ha llevado consigo cosas tan inverosímiles como hallacas, pescado salado y guayabas. Nada de esto se consigue en Argentina, por mucho que hablemos del mismo continente.

Amor de madre, suelen tatuarse algunos mamarrachos en mi país. Los choferes de autobuses lo escriben en sus destartaladas unidades. Amor de madre, pienso, mientras sopeso las delicias margariteñas que viajaron en aviones de Lufthansa y los tres tristes Cocosetes que ahora reposan en una bolsa dentro de mi cartera.

Al día siguiente la llevo a conocer la Avenida Santa Fe. Dar el primer paso es traer de vuelta —en físico y sin posibilidad de escape— su pesado brazo sobre mi hombro. Pocas cosas me incomodan tanto en esta vida como el contacto físico de mi madre: un abrazo, medio cuerpo suyo buscando apoyo en mí para andar; la mano que acaricia el cabello, sus besos en la mejilla. Dejo que se apoye y miro al otro lado de la calle para ocultar mi repugnancia, pues la mano que intenta un afecto sin receptor es también la que años atrás golpeaba las nalgas, los brazos, la cabeza.

Inmune a la nueva ciudad y a mis intentos por fungir de guía turística, ella prosigue con sus relatos favoritos, que son todos aquellos que incluyan monjas y curas y a mi hermano, que ya que estamos, es casi la misma cosa. Yo no quiero saber nada de las monjas del colegio donde estudié. No me interesa si esas degeneradas aún están vivas. Menos me importa si el cura de la iglesia de Porlamar da unas hermosas y aleccionadoras homilías. De mi hermano ya no sé qué pensar, pero eso lo contaré luego.

Mi madre me dice que no quiere gastar demasiado dinero en Buenos Aires pues tiene en mente cumplir su mayor sueño el año entrante: participar en un viaje que organiza un sacerdote a Tierra Santa. Empieza el síndrome de abstinencia: el cabello que apesta a cigarrillo, la ropa que hiede a cigarrillo, pero jamás he sido capaz de fumar frente a ella. Para ser honesta, nunca he sido capaz de decirle que fumo, estoy a favor del aborto y el matrimonio homosexual y faltaba más, que soy atea. Hacerla conocedora de esas pocas cosas que ni siquiera definen en gran medida quién soy, sería apostar a un infarto seguro, y no sé qué tan interesada se encuentre mi amadísima madre en pisar ya el reino de los cielos (además, sin cura que organice el traslado) O peor aún: sería dar pie al llanto desconsolado y a los gritos. A mi madre no se le da el diálogo: mi madre vocifera, se arrincona en su propia esquina, grita, sufre. Sí: novela mexicana.


El cigarrillo se ha inventado para males muy precisos: la espera, la incertidumbre, y el tiempo muerto con una madre que decidimos dejar de lado, bien fuese viajando a Bélgica, a Caracas o a Buenos Aires. A lo lejos escucho su voz y pienso en el humo siendo expulsado de mi boca; en el tibio abrazo de mi Marlboro Light, más cálido y reconfortante que este brazo que ahora cuelga del mío en búsqueda de un afecto imposible de brindar.

Pasan las horas y con ellas crece mi irritación. Las palabras se apilan en el paladar, se hinchan como el asco: mi hermano piadoso, mi hermana perfecta (perfecta para ponerla en su sitio, para decirle de frente lo que a mis casi treinta años no me atrevo) Quiero proferir mil insultos a los transeúntes, despotricar del mundo y sus malditos closets. No hay un tiempo para cada cosa: hay un clóset para cada quien. Tras las puertas nos ocultamos de quienes no queremos que pasen y vean nuestra humanidad completa, sucia, contradictoria, única y también, brillante. Pero dentro de mi oscuro y abotargado clóset podría encender el fuego que me permita lidiar con todo esta farsa: dos caladas, tres caladas, ocho caladas y transfigurarme en cenizas.

Ahora soy yo quien no ve nada. Siento la enfermedad apoderarse de mi pecho y mi cabeza. Ella narra la historia de una monja que decidió dejar los hábitos. Oigo cómo desdice de algún primo que ha tomado por costumbre no pedir la bendición a sus padres y a sus tíos. Una barbaridad, agrega mi madre. Una barbaridad es el exiguo aire que circula en mi celda. Si es poco, que al menos esté viciado de nicotina, monóxido y arsénico.

Mi madre comenta que la actual infección en su ojo izquierdo se produjo mientras rezaba el rosario con mi hermano. No sé dónde perdí a mi hermano, principal ídolo de mi niñez. Antes beodo y ateo, recientemente fue abducido por la iglesia católica y ahora practica el viejo arte de guardar las fiestas, rezar letanías y encomendar su vida al señor. A él (a mi hermano, no al señor, que yo no hablo con espantos) sí le conté alguna vez que por descreída y blasfema iré a parar cuando muera a una paila inmensa rebosante de aceite. ¿Cuál fue el resultado? Le ha dado por encabezar y terminar cada email dirigido a mí con bendiciones múltiples.

El ruido de la multitud sofoca el vacío de palabras que, como siempre, se instala entre mi madre y yo. Todos fuman a mi alrededor; aman a sus puchos los porteños hoy más que nunca. Yo veo la desaprobación en sus ojos. Por un instante considero abrir la puerta, decir cuatro verdades y dejarme caer, pero la idea se esfuma al contacto con los recuerdos: las pocas veces que intenté una opinión contraria a la suya en cualquier tema, sólo obtuve los alaridos de costumbre. Mi madre no dialoga, no inquiere: Nunca de su boca hubo un verdaderamente interesado ¿Cómo estás? Nunca un ¿Eres feliz? A ella le intereso cual estadística mi hija menor­y como estereotipo aprendido es muy cerrada—. Hace demasiados años delegó mi crianza a otra persona y perdió la oportunidad de enseñarme a leer y a escribir, de leerme cuentos, de mecerme antes de dormirme. Ahora intenta de nuevo su resignado gesto de amor maternal a medida que crece mi encierro en este clóset.

Cuando volvemos al departamento ella va en busca de lo que me mandó mi hermano. Yo no espero nada, aunque secretamente deseo algún libro, alguna película venezolana (mi hermano es arquitecto, fue él quien me habló de arte por primera vez) Madre hurga en su bolso y extrae un rosario, una estampa de no sé qué virgen y una especie de novenario. Eso es todo. Mi dolencia se exacerba y, al borde de la ira más insondable, las palabras se agolpan y luchan por romper puertas hasta gritarle en cara que ustedes son unos enfermos, ustedes no respetan a nadie, y el otro es, madre, carne de tu carne y sangre de tu sangre, nunca en mi vida odié tanto a la iglesia católica, lo de ustedes es una secta, así, como gustan llamar a todos los practicantes de otra fe distinta a la única, la suprema, la inconfundible. Hasta que me muera va a insistir este degenerado en arrastrarme a sus filas y sólo conseguirá que me dé por adorar a Satanás. Quise maldecirlos por tanta demencia, pero no pude. Nuevamente extravié la salida.

Ya sola en la calle encendí mi cigarrillo, aspiré con fervor y dije en voz alta: la puta que te recontra mil parió, hermanito. Nunca una mentada de madre tuvo tanto sentido.

lunes, 17 de octubre de 2011

Desvergüenza


Durante una reunión celebrada al este de Caracas, un amigo se acercó a una cineasta venezolana y le preguntó qué tal marchaba la producción de su primer largometraje, a lo que ella, compungida, respondió: Alguien me dijo que no me afligiese tanto, porque después de todo, un hijo mongólico es también un hijo.

Me gusta esta anécdota porque me desagrada mucho la directora en cuestión, y porque viví en directo la expresión de vergüenza en su rostro después de lanzar tan temeraria y honesta respuesta. Hoy reproduzco la mueca ante ustedes.

Yo comencé a escribir poesía en la adolescencia y, baste éste último detalle, para entender que se trataba de una obra cursi, inocente e intensísima. Yo ignoraba si eran buenos mis poemas, pero no podía parar de escribirlos. Eso sí: mi introversión me impedía mostrárselos a persona alguna, hasta que un día se me ocurrió dárselos a leer a mi tío materno, el poeta Jesús Rosas Marcano. Calculaba que con toda su sabiduría en la materia, mi tío Chu sabría darme indicaciones precisas. Él los leyó, subrayó con bolígrafo rojo e hizo acotaciones. Pero lo único que me dijo fue que siguiera escribiendo. Nada más. Quizá agregó con su marcado acento margariteño (no lo perdió nunca, vaya talento) lo que siempre solía decirnos a las sobrinas: Estas nietas de María Rosa son unas bellezas. No hubo pues revelación, porque él no era Jesús Rosas Marcano, era mi tío Chu.

Continué escribiendo y, con la mayoría de edad, la indigesta melosidad de mis poemas disminuyó un poco. En el año 2002 participé en el concurso universitario de poesía de la UCV. Tenía 21 años y unos poemas muy desgarrados que seguía conservando en secreto. Uno es arrogante a esa edad, mucho más si se cree poseedor de un don especial y se está expuesto a un pasillo universitario de iguales, todos consumidores y consumidos por al arrebato artístico. De cualquier manera, no esperaba mayor cosa de mi participación en el concurso. Lo hice sin fe, a ciegas, como quien espera un dictado con el mayor de los descuidos: Escribir parece inevitable. Si pierdo, mala cosa. Si gano, será una señal.

Pero gané: Primer lugar en el concurso universitario de poesía de la UCV. Y ahí estaba yo, leyendo mi favorito entre mis poemas en la Sala de Conciertos. Leí con incredulidad y bajé del escenario con idéntica sensación. Debía tratarse de un error: un jurado presidido por Adriano González León premiaba mis poemas entre muchos otros. Tal fue mi descrédito sobre aquel triunfo que archivé los dichosos poemas, atribuí la suerte a una borrachera del jurado (sin ánimos de ofender), gasté el cheque y aún hoy ignoro si recibí algún certificado por la proeza (me dice mi amiga Kelly Martínez que sí, el premio incluye diploma.) Y claro, nunca más escribí poesía.

La cosa es que algunos somos unos absolutos descreídos de nuestro talento, sea éste grande o chico. Ahí sí podría llevarme un merecido primer lugar, porque rara vez creo en lo que hago (y por hacer, entiéndase escribir) y cuando lo consigo, el efecto dura tan poco y en contraste, es tan largo el flagelo… Debió transcurrir mucha vida y mucho tiempo para que entendiese que, en efecto, era inevitable: volvería a las andanzas. Ya no es poesía, pero esta pequeña ceremonia ante el teclado persiste, incluso contra mí misma. Así que tras mucho dudar abrí el archivo del concurso, con pánico a la vergüenza propia enfrente esos viejos poemas y finalmente, decidí que debía airearlos, porque la escritura es atrevimiento. Ya no pretendo nada de ellos, pero no puedo negar que fueron el inicio de algo. Aquí están, sin retoques, sin cambios; no tendría ningún sentido: tullidos o no, me pertenecen.

.Casi lo olvido: creo haber notado alivio en el semblante de la directora de cine tras pronunciar aquellas palabras. 

domingo, 16 de octubre de 2011

Territorio Inmóvil

Básteme decir que la inmovilidad de este territorio
es la culpable del melancólico aire
que a mi cuerpo acecha.
Osada afirmación o no.
Será suficiente con renegar de cualquier posible vínculo afectivo.
El calor de las tardes se torna agobiante.

Vacío

Maldito sea el vacío que precede religiosamente al acto.
Hasta podría decirse que por un indefinido lapso, somos nada.
Cada palabra impresa es antecedida de un modo inexorable
por una muerte súbita.
De múltiples muertes está hecho el poema.


Pertenencia y nostalgia

Durante algún viaje del tiempo
pertenecí
a una ciudad casta,
gobernada por el ensueño,
toda ella anclada
en un segundo sin retorno
y sin fin.

Presa de la infame linealidad que a todos nos confunde
fui arrastrada
lejos de cualquier servidumbre,
de cualquier pertenencia.

Ahora, tres puntos del planeta se elevan bajo las sombras
y a partir de ellos,
miles de ciudades se disputan
mi torturado cuerpo.

Entre los gritos mudos que a diario
y a los elegidos deja oír la tarde,
confieso
que la nostalgia
es una extraña visión de días sin gloria,
días míos,
de otros.

Cada vez más dolorosa cuanto más me pierdo
entre los límites de las innombrables ciudades,
ya he optado por desterrarla de mi alma.

Mas no sé si a demonio o a dios
deben los hombres tan infatigable acoso.

Isla atemporal

Aquí descansan todas las vidas
que renunciaron
a otros destinos.

Yace en esta tierra
el deseo
de una época pasada
ya hecha presente inexhausto
por el afán de sus hombres.



Del conocimiento de la lluvia

Curioso. Antes de aquel encuentro nunca había mirado la lluvia.
Eran los tiempos de incógnitas visitas
y de extraños placeres entre soledades inútiles.
La alta casa de ventanas cerradas
el patio sin luz
el egoísta y apartado rincón para fines precisos
las plantas imaginarias.
entre otras cosas.
Después fue distinto
la lucha bajo el gris tenaz
y probablemente,
otros detalles de los cuales poco conocemos
no es mucho lo que se ha conservado.
Entonces sí, no se interrogue el lector
los avatares del azar
el tiempo cíclico de un mago
el sueño de otro
el infinito devenir del tiempo
o su incesante repetición.
Todo nos es desconocido.
Aún así, estos encuentros se producen burlando nuestro
miserable entendimiento.
La lluvia se convirtió en sentencia,
misterio fantástico sobre una ciudad monstruosa.
recuerdo alegre o doloroso de ausencias.
O por lo menos, es todo lo que la historia siempre tan precisa
revela.

Buitengewoon Gedicht

Eran todos miembros de una honorable legión de espíritus apátridas.
Extendíase su presencia a distintos continentes, conjugando en secreto la cosmogonía del desterrado involuntario.
La nostalgia era una idea imposible y tormentosa, extraviada en un laberinto de inacabables peregrinaciones.
Suplicante y solemne regresaba siempre el mar: monstruoso enlace entre todas las vidas. Mas la tierra sin tierra y sin nombre no era única; era la suma de imágenes desdibujadas y recreadas por dos fuerzas: mente y tiempo.
Jamás conocí tan irremediables soledades.


domingo, 25 de septiembre de 2011

El Porno es Cultura

Eveready Harton in Buried Treasure, circa 1929

A tirar, a tirar, que el mundo se va a acabar.
Anónimo

Era mucha la gente que esperaba ante las puertas del MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) ese viernes alrededor de las 11: 30 pm. El programa: Cine porno mudo con música en vivo. La mirada de reconocimiento me devolvió esa característica conjugación de diseño de alto y bajo vuelo en los atuendos, tan distintivo de los estudiantes de carreras humanísticas. Mi emoción daba para apreciar las vestimentas antes que imaginar de qué iban las conversaciones.

A medianoche la sala estaba casi llena. ¿Así pasan sus noches al final de la semana estos chicos? Tal vez debería venir más a Recoleta. O a Palermo. O a ambos, me dije. Un presentador esbozó unas palabras a manera de introducción. Comentó, divertido, que recibieron algunas llamadas de personas intrigadas con la proyección y casi todas hacían la pregunta:

¿Qué tan porno es el porno?
La respuesta era obvia: Únicamente como puede serlo. El porno es una sola cosa, antes y ahora: Sexo explícito. expresó.
Risas de la concurrencia.

A continuación enunció el programa, compuesto por un cortometraje didáctico realizado por una importante universidad, tres cortometrajes de procedencia desconocida (el porno mudo en cuestión) y la sorpresa de la noche: Eveready Harton in Buried Treasure, un cortometraje animado cuya autoría se atribuye a los dibujantes de Félix el gato.

El primero fue una suerte de inciso que juzgué fantástico por contraponerse a las convenciones del porno común: una chica convence a su novio de realizar ejercicios sexuales para así poder alcanzar el tan ansiado orgasmo femenino. Si la pornografía construye un modelo del acto sexual que en nada (o casi) contempla la satisfacción femenina, este cortometraje venía a paliar los efectos; cual prólogo, parecía advertir: lo que verá a continuación es cine porno, pero recuerde que muchas mujeres ignoran cómo alcanzar el clímax; no está de más entonces llevar la intimidad también a las palabras y reconocer el cuerpo del otro, qué le gusta, cómo y a qué ritmo. 

Pese al obvio talante pedagógico del cortometraje, el primer desnudo dio pie a risas nerviosas por parte del público; risas femeninas en su mayoría; la risa femenina es tanto más sonora que la de su opuesto, es aguda, inocultable. Extrañada, pensé en la rivalidad entre los atuendos como señales del mundo educativo y cultural y aquella reacción ingenua, infantil acaso, de los presentes. Estos chicos y chicas saben dónde está el clítoris, ¿no?

A medida que la pareja de actores avanzaba (y aprendía o enseñaba) masturbándose mutuamente (Cambia el ritmo. Detente, por alguna razón estaba cerca y no sé qué pasó pero se escapó) también se acrecentaban las risas. ¿De qué coño se ríen: del de la chica en pantalla o de los propios aún no descubiertos, manipulados y excitados?

Del primer corto silente remarcaré la presencia de unas tetas perfectas en su grandeza y cualidad bamboleante: tetas blancas, robustas, que desafiaban la gravedad sin perder la justa curva de caída. Tetas que se extinguen entre el plástico. El hombre (un individuo cualquiera, me pareció notar que rondaba los 40 años) tenía en sus embestidas la dosis adecuada de sometimiento.  Dominante, exigía la felación a toda costa y, no satisfecho con la mujer de las espléndidas tetas (nalgas, cuerpo, que no merece injusticia), convocaba a una segunda a la habitación.

Le seguía un cortometraje mexicano que mostraba la imperecedera fantasía del sexo con una mujer que finge ser niña, y que de niña en este caso sólo tenía la ropa y una muñeca en brazos, pues venía a ejemplificar el modelo femenino de buena parte del cine porno: la mujer que mira a la cámara sin desparpajo, incluso despojada de cualquier necesidad de simulación de gemidos ni goce (vale, lo contrario a esto último se exagera en la pornografía actual hasta transformarse en distracción) y se deja hacer, segura, avezada. El giro inesperado lo otorgó su compañero, larguirucho y sin ningún atractivo: ninguno hasta descubrir su erección descomunal, tan descomunal que ya en la sala la exhalación de sorpresa se filtró entre la música.

Llegado el turno del tercer cortometraje (los giros idiomáticos de los intertítulos apuntaban que podía haber sido realizado en Argentina) las risas habían disminuido. ¿Cedieron los músculos a la relajación o se tensaron en el proceso de admirar los mismos planos cerrados del miembro que penetra desde atrás, los acostumbrados primeros planos del pezón, de la vagina, cuando tal vez ignorábamos que el sexo siempre fue sexo, aun para aquellos que se movían entre el silencio del blanco y negro?

La ironía es que las risas desaparecieran justo al arribo de la comedia, claro tono de este cortometraje que mostraba a un chico masturbándose a escondidas mientras observaba las aventuras sexuales de un señor y dos señoritas en una terraza. Al borde del paroxismo se les unía y así completaban un cuarteto ideal: hombre que da sexo oral a mujer que besa a la otra mujer, que a su vez recibe sexo oral del otro hombre. Y viceversa. ¿Y si en la adorable proyección del (¿ingenuo, creíamos?) cine porno silente mujer practica sexo oral a otra mujer y hombre hace lo propio con otro hombre…? Así fue, pero la cámara prefirió mostrar sólo a las chicas (¡vaya vieja fantasía!) y el silencio se hizo denso y rígido, sabrá quién si como los músculos o inclusive, las ideas.

¿Qué faltaba ya hacia el final? Zoofilia, hombre que sodomiza a otro hombre y también a una mujer, y para ello nada mejor que el hilarante cortometraje animado. Buen toque: la animación no es la realidad, ergo, podemos reír sin caer en apuros; porque la piel no es piel, ni el ano es tal. Después de todo, son dibujitos: graciosos, adorables y pornográficos.

La función había sido magnífica y la música en vivo elemento que hasta ahora omití absolutamente grandiosa. Quedó, eso sí, la duda en mi cabeza: ¿Qué revela la risa improcedente cuanto la emite quien a claras luces consume cultura? La risa puede delatar incomodidad ante lo desconocido (ignorancia), pacatería o doble moral (sé pero ser una dama me impide reconocerlo en público, finjo pues decoro y que mi mano abanique el bochorno). A consumir cultura entonces, muchachos, que el porno mudo hace al esnob.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Tiempo impreso


Mi tiempo se mide en libros desde hace dos años: es lo que ha transcurrido desde mi llegada a Argentina, país al que arribé con sólo dos libros (veintidós kilos no son nada si de una vida se trata)

Después de aquel septiembre de 2009 sufrimos nueve meses sin empleo. Sin entrar en pormenores sobre tan difícil experiencia, diré que mi biblioteca de hoy era lo que entonces soñaba y necesitaba.

No encuentro mejor manera de expresar quién soy que esta imagen: los libros que compré en las grandes librerías y los que compré usados; los que he leído en colectivos, en paradas, en el trabajo, en casa, en el banco, en ascensores; los que dejó a buen resguardo otra viajera de paso; los que me han regalado o he encargado de Venezuela… Si dos años después me acerco siquiera un poco a quien quería ser, se lo debo a ellos (mi ritmo de lectura en Venezuela no era ni la mitad de intenso). Los libros me han salvado la vida durante este tiempo. No faltará quien diga que exagero. Con toda seguridad puedo afirmar que quien así piensa no ha sufrido la honda soledad del destierro, la cárcel de las posibilidades estrechas o, quizás, no ha descubierto (como afortunadamente hice yo) que los libros son una de las más grandes tablas de salvación.

Con estos libros he metido el dedo en la llaga, me he hundido y he salido a flote innumerables veces. Con ellos he combatido el hastío. Me han hablado y me han hecho hablar: me han dado voz. A través de ellos he visitado mi país y he asistido a otros tantos lugares, y de algunos me ha costado irme. El sueño del lector (ese trance que otorgan las buenas lecturas) es solitario, gratificante y hasta desgarrador. Yo reconozco mi buena suerte: tengo el don de acudir a él aunque el entorno no sea el más adecuado.

Son pocos los libros de mi pequeña biblioteca que aún esperan su turno, y entre los leídos, conservo con especial agrado uno que encontró mi novio en un supermercado durante nuestra etapa de desempleo, cuando sólo podía permitirme la lectura de algunas revistas viejas desechadas por los vecinos. Ignorando si cometía hurto (al parecer no venden libros en ese local, pero queda la duda) lo tomó y me lo trajo. Es una porquería, pero entonces lo leí con la avidez del abstinente.

No sé exactamente qué dicen de mí los títulos de mi biblioteca, no sé qué tipo de lectora soy (hay, además, tres ejemplares de Vogue: septiembre de 2009, 2010 y 2011) Yo diría que soy una lectora por necesidad, y estos dos tramos repletos de líneas subrayadas, mi mayor satisfacción. 

lunes, 5 de septiembre de 2011

Soñar, a veces

I'm a real person. No matter how tempted I am,
I have to choose the real world.
Cecilia, The Purple Rose of Cairo, Woody Allen (1985)


Tengo una vida aburrida y en gran medida se lo debo a mi trabajo. Odio mi trabajo. Ustedes verán: paso todas las tardes de lunes a sábado en un piso lleno de operadores telefónicos. Soy una más de los tantos gestores de cobranzas o, para hacerlo más simple, alguien que debe convencer cual evangélico a otros cientos de individuos que, ingenuamente, creen ser los primeros en argumentar las mismas líneas gastadas para no pagar sus malditas deudas. No sé si lo que resulta tan agotador es el hecho de estar obligada a hablar en demasía durante seis horas corridas, luchar por cobrar y ganar la respectiva comisión o simplemente, las ganas infinitas de salir de ahí y no poder. Todos los sábados pienso que sería un poco más feliz si trabajase de lunes a viernes. Está bien, mi vida amorosa es estupenda y hasta cuento con la fidelidad de dos perros. Pero tampoco de amor se vive.

Los domingos, sola en casa (mi novio trabaja ese día hasta tarde) trato de escribir. A veces lo logro y al lunes siguiente dejo el apartamento eufórica hasta que, a media tarde, frente al monitor, con los audífonos y el micrófono incorporado a la cabeza, echo un vistazo alrededor, me voy lejos del deudor que reclama una tasa abusiva de interés anual y de nuevo, me entristezco: qué lejana luce esa tarde en que fui otra, una capaz de sobreponerse a la rutina y crear.

Hace dos semanas tuve tres días libres seguidos: el sábado llamé para reportarme enferma y el lunes fue feriado. Dediqué el fin de semana a terminar un texto. El lunes decidí hacer una de mis actividades favoritas: ir sola a la primera función del cine. La película elegida fue Midnight in Paris de Woody Allen.

Dice José Urriola que “El buen cinéfilo se emociona con una película (…) El buen cine no se queda en el cerebro, sigue de largo hasta lugares más hondos.” Yo estudié cine y para bien o para mal, no me considero cinéfila, pero ese lunes, en una sala repleta de ancianos (Buenos Aires es un gran Parque Geriátrico The Naked Gun 33⅓: The Final Insult dixit) me conmoví hasta las lágrimas al recordar quién había sido y la razón por la que decidí estudiar mi carrera. Mientras Owen Wilson era presa del más fantástico sueño durante las madrugadas de París, yo podía ver a la niña que fui adorar a Dalí y posteriormente, a Picasso. Y sentí de nuevo ese arrebato pueril que nos embargaba cuando cursábamos los primeros semestres de Artes y gozábamos de la ingenuidad y el desenfado que sólo concede la adolescencia tardía. Revivió el gesto atónito ante las láminas de un libro con fotografías de la obra de Toulouse-Lautrec; resurgieron las leves tardes de estudio mirando las últimas luces caer sobre La Maternidad de Baltasar Lobos.


Abandoné la sala de cine con una extraña mezcla de embriaguez y melancolía. Hacía frío y con las manos en los bolsillos de mi abrigo, caminé por la Avenida Corrientes, deteniéndome en las librerías, incapaz de ver nada pues todo lo quería abarcar, y en mi mente se repetía incesante el estribillo de Cole Porter Let’s do it, let’s fall in love. Decidida a permanecer en el hechizo tomé asiento en El Gato Negro, un hermoso bar que data de la segunda década del siglo pasado, y me comporté a la altura de mi fantasía: pedí un café y leí un cuento.

Contrario a lo que podría esperarse no volví renovada al trabajo el martes. De hecho, esa semana mi ánimo trazó una curva descendente casi imposible de remontar. La jornada se me iba en imaginar dónde había dado el giro de no retorno para perder lo que siempre había anhelado; en qué punto exacto de mi vida las cosas habían cambiado tanto hasta encontrarme en una oficina rodeada de gentes con quienes no podía compartir más que un mate y ocasionales comentarios sobre deudores. No los despreciaba, ni mucho menos, pero qué lejos estaban de aquellas horas en la sala oscura o de las otras, cuando sentados en el pasillo de la Escuela de Artes ambicionábamos la próxima clase de Estética o ser seducidos una vez más por la voz grave e íntima de Gabriel Kizer.

Después de su primera experiencia con el cinematógrafo, Máximo Gorki escribió: “No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso”. A la frase que retumbaba en mi cabeza se le sumó el recuerdo de Cecilia, aquel encantador personaje interpretado por Mia Farrow en The Purple Rose of Cairo: Cecilia, que de tan cinéfila desvaneció la frontera entre el afuera y el adentro de la pantalla. Fue la primera película de Woody Allen que vi en mi vida, también a solas en una función vespertina de la Cinemateca Nacional. Pero tanto ella como Gil PenderOwen Wilson en Midnight in Paris abandonan al final los mundos ilusorios que les son revelados. 

En pocos minutos será lunes y ya casi he dicho todo. Tengo una vida aburrida pero a ratos esta cualidad prosaica de la realidad se esfuma: basta, por ejemplo, con escuchar esa hermosa melodía de Sidney Bechet.