domingo, 24 de abril de 2011

La cápsula del tiempo


I

El 31 de diciembre de 1994 en Colonia, Alemania, con 13 años recién cumplidos, presencié la apertura de una cápsula del tiempo.
Mi hermana llegó a ese país en 1990 gracias a la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. Cada tanto recibíamos largas cartas, y un día, llegó su invitación para mi primer viaje a Europa, donde descubriría las sutiles maneras -y en una época sin Internet, no tanto- en las que el tiempo queda suspendido para quienes se han marchado lejos.
Aquella noche de fin de año con mi hermana y sus compañeros becarios, vi desfilar con asombro el pasado. Para esos veinteañeros que poco habían visitado de nuevo el país de origen, celebrar la fiesta patria entre coterráneos (porque no hay firma del acta de independencia, nacimiento del héroe, batalla más importante en el calendario nacional) se traducía en inmensa alegría y nostalgia que materializaban aferrándose a elementos que poco a poco, yo había visto desaparecer en la cultura venezolana: ¡Cuánta inocencia en aquellas chicas que creían estar aún a la moda con sus atuendos de finales de los ochenta!.
Ni qué decir de la banda sonora de la velada. Nunca antes y nunca después bailé tanto la Santa Trilogía de Juan Luis Guerra y su 4.40: Mientras más lo pienso…tú, Ojalá que llueva café y Bachata Rosa. Recordemos que estos discos correspondían a 1986, 1987 y 1990, respectivamente. No obstante, en un pequeño apartamento de Colonia, a punto de comenzar el año 1995, un grupo de venezolanos consideraba que no existía mayor novedad musical.
Por eso, con asombro y ternura, mis ojos de niña descubrieron que los peinados, las faldas, el maquillaje, las palabras y referentes, no eran ya los de la Venezuela en la que yo vivía, y tampoco, los de la Alemania que empezaba a conocer.

II

Recordé la máquina del tiempo antes de partir a Buenos Aires. La verdad es que nunca olvidé esa noche porque me produjo miedo la idea de los seres en el limbo de dos aguas y dos tiempos. Debe ser por ello que nunca quise irme, aunque, llegada la hora, no dudé ni un instante de que la permanencia en Venezuela sería el peor destino (al menos, para el presente de entonces.)
Me persigue el terror del borde entre lo real y lo imaginario; el pasado proyectado como presente irrefutable por ignorancia. Aún a la vista de los cambios que han operado en el mundo desde 1994, creo que marcharse implica dejar de saber, de estar al día; no ya en términos de las grandes noticias, sino en los detalles de la cotidianidad: en el quehacer de los afectos, en el hablar de las calles. Intuyo entonces el vértigo de volver y estar parado sobre esa orilla que no da a nada. Sobre esa soledad.


III

Todo esto me lleva a preguntarme: ¿A qué se aferra quien se fue? ¿A qué nos aferramos?
Tal vez, de cumplir yo con el ritual de reunión entre paisanos en el exterior para gloria de la Nación Excelsa, podría dar una respuesta más certera a esa pregunta. Movida por el despecho, he decidido limitar mi trato con venezolanos al mínimo posible. Cada quien lo enfrentará como pueda: lo mío es un guayabo y a ese territorio y a sus habitantes les debo solícita aversión. Aislándome evito que otros quieran arrastrarme en su cadena de nostalgias prefabricadas al tiempo que huyo de conductas y modos que en la cercanía me laceraban.
Es una trampa, lo sé, porque en el retiro puedo crear nexos allí donde me plazca. Y tal vez ésa es la idea, urdir mi limbo personal. Intentar construir algún puente para liberarme del peso de la animadversión. Nada de esto sería posible en medio de lugares comunes que siempre me fueron ajenos. Tome Ud. por ejemplo, cualquier grupo de Facebook denominado “Venezolanos en (inserte país)”. No digo más.

IV

La añoranza puede tener curiosos arraigos. Hace unos años asistí a la boda de una buena amiga, venezolana residente en Portugal. Ya en la vía de regreso a Oporto, tomamos mi hermana y yo un taxi. Nuestro conductor era un señor que superaba los sesenta años, cálido y amable. Lleno de alegría al oír nuestro acento, nos contó que era venezolano: había emigrado al Caribe con sus padres aún siendo un niño y, tiempo después, construyó su vida en Caracas. Se casó, formó una familia; pero por distintos motivos, decidieron regresar a Portugal. A medida que revivía sus recuerdos para nosotras, conmovidas oyentes, nuestro taxista dejaba entrever la más profunda felicidad y amargura. Fuimos mi hermana y yo audiencia para el despecho de aquel hombre despojado de la tierra, aquél que no callaba su anhelo de volver.
Al despedirnos, presintiendo su desamparo, entre un abrazo mi hermana le dijo a nuestro taxista: “Pórtese bien pa’ que figure”. Y entonces vi ceder por fin las lágrimas  ante el poder de la palabra. Vi toda la felicidad posible contenida en la sorpresa de aquel rostro, en el cobijo que otorgan las palabras propias, las familiares.
Me quedo entonces con la necesidad de la palabra, del decir común. Insisto sobre el habla que se nos va descubriendo solitaria: puedo nombrar el mundo en Buenos Aires, pero me es imposible narrar la cotidianidad bajo los mismos giros del pasado. Colecciono a solas modismos caraqueños que nunca antes usé con frecuencia a fin de retenerlos, de apropiármelos.
Los domingos prefiero no cruzar palabra con los otros. Las mías, éstas, tienen cadencia y origen distintos. Refieren a otras cosas, sueñan con otros lugares.
Éste es mi amparo y a él me aferro, lo que me lleva a pensar en la necesidad de cómplices (para el diálogo, para compartir el limbo de quién sabe cuántas expresiones en desuso allá, en el antiguo país). Pero a esos (los compatriotas) ya sabemos, hay que buscarlos con paciencia y lejos de Facebook. Quizás en la selección acuciosa radique la clave de la reconciliación (con el otro, conmigo misma).

 IV

Consulto aferrar en el Diccionario de la Real Academia Española: hay siete acepciones y cuatro de ellas son relativas al mar.
No sé los demás venezolanos en el extranjero, pero mis obsesiones y reliquias son –casi- las mismas de entonces: palabra y mar. 

sábado, 16 de abril de 2011

¿Qué coño hago aquí?



Prueba resfriarte por segunda vez en las pocas semanas que van de otoño.
Entra a una tienda, tómale el peso a un abrigo e imagínalo sobre tus hombros durante meses.
Sal de casa y piérdete en la ciudad también por segunda vez en quince días.
Cierra los ojos: no hay nada más triste que perderse en una ciudad todavía impropia y, para colmo, no llegar a la única función de la película que tanto anhelabas ver. Extraviarse y no tener a quién llamar; no pedir indicaciones para evitar el irritable acento de los otros.
Sí, hay algo más triste: no existe vía de escape.
Parece imposible aferrarse a una ciudad sin afectos.
En Buenos Aires ni la sopa instantánea sabe bien.


(Esto también pudo titularse "Still got the flu")

lunes, 11 de abril de 2011

Morir de día, querer de noche



Vamos a hilar las hebras que nos tiende cada día. Creo en los detalles como refugio, como revelaciones ante el marasmo: un giro secreto que activa la rueda de los cuerpos agostados. De cada día espero, sin afán pero con alegría, el fragmento que guardaré celosa porque ha llegado a mí, sólo a mí, para hacerlo vívido en la memoria por si descreo en algún momento del portento que aguarda en lo minúsculo.

¿Qué es morir de día? Morir al son que has inventado aunque desluzca ante otros ojos. Morir vivo en la gracia del desatino feroz para no acabar muerto en vida. Morir de día es, como decía un particular compañero de adicciones y juergas, crear la casa a tu antojo y entender que por ello toda regla parte de ti, nueva y libre. Él moría de día siempre, y a nadie he conocido tan emancipado (y así, tan inaprensible).

Morir de día es también, cómo no, mi primera vez en el BAFICI. Una película con precioso material de archivo, con una escritura libre, con silencios cargados para dar cuenta de un mundo donde las drogas eran sustancias casi místicas; aliadas en el juego de existir malditos para no consumirse en vano.



La grieta urgente
Una sociedad y un Estado hostiles fungieron de agraz en el ojo de tantos barceloneses. Sus gritos están aquí en cada pinchazo de heroína, en cada palabra; en tanta muerte a destiempo.
Comenta uno de los protagonistas de la época que cuando su padre quería reprenderle bajo el argumento: “Sé lo que te digo, tengo 29 años de experiencia”, él pensaba: “No, has vivido un año repetido 29 veces”.
Entonces morir de día era impostergable en Barcelona para estos seres. Y así lo hicieron, aunque ante el adverso desenlace no faltó el grito: -“Pues que se mueran, igual son adictos”. Algunos siempre se conformarán con su año repetido hasta el desgaste.

Si de nada sirve vivir
No se muere así, de día, liados a la misma adicción que ya agotó en nosotros su poder creativo. Hay que dar vuelta al rostro, a los ritos. Morir de día es irse tan lejos para ser de nuevo niña y no hallarme hasta estar aquí, en cada frase de este texto que he pensado durante largas horas. Es esta angustia de no saber si lo llevaré a buen puerto, con los giros planeados y la dicha infinita de verlo completo. Morir de día es crear pese al mundo (o a nosotros mismos) por pura urgencia de no cruzarlo estériles. Son los ojos, las manos, los sentidos abiertos del poema de Vicente Aleixandre que da título a la película:

Quiero morir de día, cuando aman los leones, cuando las mariposas vuelan sobre los lagos, cuando el nenúfar surte de un agua verde o fría, soñoliento y extraño bajo la luz rosada.

Quiero morir al límite de los bosques tendidos, de los bosques que alzan los brazos. Cuando canta la selva en alto y el sol quema las melenas, las pieles o un amor que destruye.



El hilo perdido
¿Y a dónde nos lleva este hilar? Tejo yo y el resultado, por tanto, es arbitrario. Un fragmento de un poema se ha precipitado al salir de mi primera experiencia BAFICI. No cualquiera, sino uno de Cortázar en forma de leyenda sobre una foto:

Te quiero, país (…)
sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho,
nada más que de lejos y amargado y de noche.

Para morir de día he elegido querer también de noche.