lunes, 31 de diciembre de 2012

Y la lluvia derramada


He andado por los pasillos del hospital durante la tormenta. Es 25 de diciembre; sólo los gatos deambulan evitando charcos. Mientras, yo he procurado que te desgastases ahí donde aún palpitas, y he preferido que me mojase la lluvia, tan inocua, al menos.
Un gato se ha dejado tocar y me ha olido como lo hace mi perro, girando a mi alrededor y frotándose contra mis piernas. Ha sido tan dócil y agradable hasta para mí, que le huyo a los gatos, que ya puesto de panza me he deshecho en cariños mientras él ha dejado marcas en mis manos y brazos. Luego se ha ido, abandonándome a merced del silencio más absoluto y la alegría por ese contacto con un ser vivo.
Entonces, en ese rato que ya se ha esfumado, sentí la opresión del todo por decir. Ahora ya sólo me traga la angustia recurrente de estar vacía de palabras, la mudez de mi cuerpo desarmado. 
Ya no llueve, pero yo sigo empapada.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Luz de diciembre


La madrugada del 24 de diciembre me despertaron los gritos afónicos de una mujer que pedía auxilio: creía estar muriéndose.

Ante el silencio y la quietud de los demás en el pabellón, decidí ir en su ayuda. Era una anciana diminuta, mucho más que mi recién difunta abuela. Respiraba con la mayor de las dificultades, asistida por una mascarilla de oxígeno.

En vano busqué a un enfermero, alguien que pudiese socorrerla de manera adecuada.

Tomé su mano; con voz entrecortada me dijo lo obvio: la falta de aire le causaba incesantes dolores en todo el cuerpo. La ayudé a incorporarse (su fragilidad me asustaba) y conecté el tubo de la mascarilla que, descubrí, se le había caído durante la noche.

Permanecimos una al lado de la otra. Su nombre era Norma, y de su pecho enfermo fluía una voz temblorosa, casi inaudible pero dulce.

Yo, que soy dada a notar las cosas más tontas, no pude evitar admirarme por su atuendo: llevaba una bonita falda plisada y una blusa con estampado de estrellas. Casi como una chica cualquiera, pensé. Una chica de 75 años, orgullosa de vivir sola y, ahora, terriblemente asustada.

En algún momento reparé en todos los instantes extraños que el pasado cercano fue incapaz de imaginar.

Cuando despuntó el día –eran las seis– ya me había hecho a la idea de estar en otro lugar: uno del que quizá saldría igual de deprimida, pero con el recuerdo de Norma calmándose de a poco gracias a mi torpe y silenciosa compañía un 24 de diciembre. Ayudar a otro siempre es una manera de auxiliarnos a nosotros mismos.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Pequeños personajes urgentes



Tú dices:
La escritura es irrelevante, la escritura no salva. Y asientes, convencida por la crudeza de la realidad.
Luego te llevan en la ambulancia, y mientras esperas al psiquiatra, un anciano que han sentado a tu lado te habla y te cuenta de su pasado como concertista, de las cientos de piezas para violín y mandolina que compuso hace tiempo ya. La asociación, dice, ahora le paga 700 pesos mensuales por sus aportes (a la música, a la cultura, a lo que sea).
A los pocos minutos repite el relato cual si fuese la primera vez, palabra por palabra. Entonces al asco que sientes por tus heridas se suma el asco por la vejez; la pobre vejez que tiene el mal olor de un anciano cándido aferrado a unos triunfos para no morir de pena; el tufo pérfido de unos pocos pesos mensuales que no sirven para nada. 
Y ahí mismo te sorprendes pensando en el potencial relato de una sala de urgencias: el relato de dos seres rotos que aspiran a alguna salvación más allá de notas y letras.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Puta Navidad




Dos cosas no he podido olvidar de la casa de Simón, pese a que han pasado más de dos décadas: el olor a pobreza y los maniquíes blancos y desnudos que se erguían entre las matas de mango. En realidad no era una casa al menos no como la mía, a una cuadra de distancia, sino la versión margariteña de un rancho. El piso era de tierra (mi madre me cuenta que ella nació en un rancho con piso igual y paredes de bahareque,  pero eso fue en Punta de Araya y a comienzos de los años cincuenta) y vivían más personas de las que podían estar de pie en la pequeña sala, y la vieja nevera rugía como el motor de esas lanchas que viajan a Manicuare. No sé explicar el origen de ese olor a pobre que manaba de aquella casa y que tanto me impresionó; pero sé que no se trata de un invento de mi imaginación infantil porque mucho años después visité un apartamento en las afueras de Caracas que olía exactamente igual. Entonces sentí una mezcla de pena y nostalgia.

Simón era el vigilante de nuestra casa. En la planta baja estaba la tienda de mi padre y arriba vivíamos nosotros en la que antes fue la casona de mi familia paterna. Simón llegaba todas las noches y, sigiloso y sonriente, se instalaba en la terraza. Tenía rasgos aindiados y no era margariteño sino sucrense (o tal vez me equivoque y fuese de Monagas).

Algunas veces fui a fiestas de cumpleaños en su casa: Simón tenía una prole gigante a la que se sumaban los hijos (anteriores) de Migdalia, su mujer. Todos eran niños más vivaces que yo, tan casi hija única, tan introvertida y temerosa. Vivaz, en Venezuela, también significa parir a edad prematura y ser abandonada por el macho de turno. Ésa era la historia incesante de las niñas de aquella, la casa de Simón.

Una Navidad, movida no sé si por algún resto de enseñanza católica o por una terca bondad heredada de mi pobre padre quien no ha sido pocas veces burlado por tal cualidad que a veces roza la ingenuidad, decidí emprender un acto absoluto de justicia. En realidad, esto que ahora digo no pasa de ser la proyección de ideas adultas sobre algo que desde la transparencia de la niñez, no era más que una idea sin mayores pretensiones. O eso creo.

El caso es que aquel diciembre escribí mi carta al niño Jesús con el encabezado automático de siempre (“Yo sé que no me he portado tan bien, pero igual quiero pedirte…”. Vaya ridiculez: mi manera de portarme mal en aquella época no pasaba de ver a escondidas una telenovela prohibida o desear besar a mi vecinito). Pero en aquella carta no pedí nada para mí; pedí, sí, un juguete para cada hijo de Simón y Migdalia: un Lego de varón, una sonajera para el bebé recién nacido, varias muñecas para las niñas, un carrito para el otro niño, y así hasta que ninguno se quedara sin regalo.

Pasada la medianoche, cuando mis padres esperaban que abriese los regalos, yo procedí a explicar mi genial plan. Ambos me miraron con tristeza, con un gesto de incomprensión y desánimo que aún al evocarlo hoy me produce idéntica sensación de pena a la de entonces.

Mi madre se sentó a mi lado, y calmada (cosa rara en ella, siempre dispuesta a descargarme un manotazo) me explicó que, pese a la obvia bondad tras mi iniciativa, se trataba de un acto egoísta y desconsiderado: «No existe el niño Jesús. Es tu padre quien ha comprado todos esos juguetes y cada uno de ellos le ha costado mucho esfuerzo y trabajo».

No aparecí en el rancho oloroso a pobreza con la carga que, soñaba, significaría una feliz navidad para aquellos niños de barrigas hinchadas y pies sucios.

Todo el año siguiente jugué con el Lego (un caballero medieval con espada y sombrero de pluma). No tuve la Barbie de costumbre, pero me quedó cierta vergüenza: hacer el bien es una cosa rara que no siempre coincide con nuestra percepción del mundo. A los 31 años debo reconocer que sigo sin superarlo (y aún me siento igual de tonta).

A mis padres nunca les dije que en ese entonces ya yo sabía que no existía el niño Jesús.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Cinco películas a prueba de resaca


«Y ahora para descomprimir muestren el pito de un hetero»
@estoypresa


Que sí, necesario es descomprimir, dijo el héroe de la Patria. ¿No? En fin, este post no trata ni sobre pitos ni sobre héroes, sino sobre películas. ¿Y no tiene que ver? Ah, ni idea. Salvo que pensemos en la resaca como uno de los poquitos gestos heroicos a los que podemos aspirar todavía en esta vida miserable. Sí, la resaca. La historia es así: me encontraba yo hundida un domingo en el más bajo y deplorable estado físico y mental a causa de una mezcla apocalíptica de whisky etiqueta inexistente con vino de pordiosero; vamos, el ratón del año y del lustro; para qué voy a dar detalles si ya el recuerdo me produce pesadumbre. Y entonces, con la habitación a oscuras y una mentada de madre certera y constante en la cabeza hacia aquellas bebidas del inframundo, encendí el televisor. Nadie con semejante dolor de vivir puede concentrarse en una película. Pero no era cualquier película la que estaban dando: era, nada más y nada menos, que In Bruges. Y de eso va este post: existe una cantidad obscena de listas de mejores películas; mejores para enamorarse, para asustarse, para reír, para sentirse conocedor y para qué sé yo cuánto más. Pero ese día -hastiada, deprimida, vaciada-, de la resaca surgió una idea: mi lista de mejores películas porque sí. No mis preferidas de toda la vida, no las que más me joden el alma sino esas películas, más o menos contemporáneas, que siempre puedo volver a ver con el mayor de los gozos, incluso sintiéndome peor que un mendigo. Por supuesto, tiene usted razón: me está faltando destacar la subjetividad de cualquier lista, pero no creo que sea necesario: ésta lo es porque sí. Es mía, es un arranque de malcriadez, una enumeración que me define actualmente y, sobre todo, un acto –heroico- para descomprimir, para aligerar, para borrar por un rato la iniquidad de los últimos días. Quizá el lector ya las ha visto todas y entonces este post le resultará bastante inútil. Y bueno, no vine a revolucionar al mundo desde un blog.

In Bruges (Martin McDonagh, 2008)

«One gay beer for my gay friend, one normal beer for me because I am normal»

En In Bruges  (Brugge en flamenco, y cuya traducción al español sería puentes, pero nunca falta el traductor con fiebre amarilla que hace lo que se le antoja) hay cocaína, un enano, asesinos a sueldo, ganas de suicidarse y esas postales de otro mundo que sólo puede brindar una ciudad como ésta. Es decir: casi todas mis cosas favoritas en la vida.

Old School (Todd Phillips, 2003)

«All right, let me be the first to say congratulations to then. You get one vagina for the rest of your life. Real smart, Frank. Way to work it through»  

La escena del tranquilizante en la yugular tendría que figurar entre los mejores momentos del cine. E insisto: Will Ferrell es más grande que Jesucristo.

We own the night (James Gray, 2007)

«Oh man. This shit is making me feel light as a feather!»

Joaquin Phoenix, Eva Mendes, Blondie, años ochenta, más drogas, más acción, más cosas hechas como a medida. El inicio es soberbio, la secuencia en el laboratorio de cocaína también y, en general, en toda la película se respira Hollywood en su esplendor, haciendo de maravillas lo que tan bien se le da.

The Lincoln Lawyer (Brad Furman, 2011)

«You know what? You would've done all right on the streets. 
Shit. Where do you think I am, Earl?»

Debe ser la tercera vez que la menciono en el blog. Este película exuda clase (piensen, por ejemplo, en la canción de Bobby Bland). ¿McConaughey? Ni modo, siempre llega el momento de reconocer que estábamos equivocados. Lo cierto es que el mundo, o al menos el mío, estaría mucho mejor con más joyitas así.

Miami Vice (Michael Mann, 2006)

«Let's take it to the limit one more time» 

Gracias por existir, Michael Mann. Gracias por tanta película linda y en especial por ésta, con sus disparos bien sonados, sus luces, su energía sucia y medio arrabalera, y porque tal vez pocos imaginaban que esta adaptación de la serie resultaría tan grande. Heat, Collateral o The insider también podrían formar parte de esta lista (nunca Public Enemies), pero hay que discriminar.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Poema ajustado



Yo vine al mundo
en la ciudad más prostituida,
más circular,
más envidiada,
todo se deteriora
al acercarse a ella,
todo trabaja en su favor
para dejarla inalcanzable.
A lo mejor se nace siempre así,
a lo mejor todos nacimos en Alejandría.
Jamás he de volver a verla
porque mi edad, mis versos 
(¿no son lo mismo?)
se han hecho de esta lejanía,
no de otra cosa.
Mi verdadero lujo
es este: haber nacido
donde no he de volver jamás,
casi no haber nacido.
Cuando me muera,
si he de morir,
me moriré más lejos que ninguno. 

Fabio Morábito. Un náufrago jamás se seca. Buenos Aires: Gog y Magog Ediciones, 2011. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Chuzo


Querías partirme en dos para luego cogerte mis mitades, decías. Querías someterme, sodomizarme, golpearme y abandonarme exhausta. Al final sí me abandonaste pero sin la delicadeza de cumplir tus promesas. Y quedó sólo un cuerpo anónimo, cegado por las ganas de matar.
Una noche me intoxiqué con whisky barato y al despertar mi carne exhibía profusos moretones y cortadas. Yo sé herirme mucho mejor de lo que lo harías vos.  

lunes, 19 de noviembre de 2012

Una estación propia



«Ahora sabía algo que sabría siempre, y si os burláis y decís que después de todo no era más que el conocimiento de cómo era una mujer desnuda, lo único que demuestra eso es que no recordáis lo que es ser joven y anhelar tener experiencias, anhelar lo que comúnmente llamamos amor»


Ay, Antigua Luz…qué tino he tenido esta vez al escoger un libro. Tendría que empezar por decir que el asunto de la luz no es grato: ahí estaba yo como cuando era niña, tendida en la cama un sábado a las tres de la tarde, diminuta, fascinada, devuelta al placer sencillo de leer para ser un poquito feliz. Me gusta recordar esa época en la que leía sin saber qué leía; volver ahí me hace insistir en mi idea de que los libros están hechos para sentirnos ingenuos, para seducirnos y dejarnos, porque ya la vida es bastante aburrida y algo tendría que sustraernos y provocarnos todo lo que ella no da. Y fue exactamente eso lo que me sucedió con la novela de John Banville: no la literatura, así tan grande y cargada, sino algo más sencillo, más diáfano. El viejo Clave es un actor de teatro que ha sufrido una pérdida gigante y ahora se dedica a rememorar su primer amor: la señora Gray, la mujer de 35 años y casada con la que tuvo sexo por primera vez cuando él apenas era un chico de 15. Todo lo que hay aquí es una conmovedora historia sobre un niño amando a una mujer adulta, poseyéndola y dejándose poseer. Y en medio, la magistral capacidad de este escritor irlandés para describir detalles: «Pensé, con algo parecido a la pena, en las ramas mojadas de los cerezos y su relucir negro, y en las flores empapadas que caían. ¿Era eso estar enamorado, me pregunté, ese repentino y plañidero viento que te atravesaba el corazón?». Las estaciones que mutan en el recuerdo del actor (Banville juega con la memoria, con sus desmanes y caprichos), los colores, el aire, la piel, los recovecos y los olores de la señora Gray. Uno se va arrastrando ligero, con el alma despojada, como si tuviese la edad del joven Clave otra vez y el mundo fuese aquel lugar cómodo de entonces, de emociones puras,  luz amarilla y un vestido que se levanta suave, apenas mecido por la brisa. Es desgarrador ver a Clave herido, atravesado por un sentimiento quizá más fuerte de lo que un chico de su edad pueda soportar; arrastrado por esos excepcionales impulsos que hacen de quien ama un cuerpo sin razón debatido entre la ira, la manipulación y el delirio («Qué placer dulcemente vengativo se oculta tras el dolor del amor»). Sí, no suena sólo al primer amor  ¿no se repite idéntico cada vez?, y por eso a cada encuentro entre los amantes se va palpando que la materia del enamoramiento pasa siempre por el sexo, que somos ya de grandes tan insensatos como ese chico de hace muchas décadas.  No quería irme, y al terminar me he quedado deseando agradecerle a Banville por regalarme esas horas de sosiego. Cuánta nobleza hay en una historia bien contada. 


sábado, 17 de noviembre de 2012

Furia bien medida



A ver si mides las arrecheras. Mídelas, porque las mujeres así se quedan solas. Ese asunto está muy bien en un hombre. A ellos todo les sienta de maravillas, claro está: se llevan la parte divertida. Tú no, tú frágil. La fragilidad femenina vende, es encantadora. Y nadie cree que una mujer que maldice y bebe y fornica y lanza pedradas y va por ahí con la boquita y el alma rebosantes de pesimismo pueda ser frágil. Tú tienes cojones, dicen. Es así, a falta de filtro (qué cosa pesada de cargar, por dios) van y asumen que te las sabes todas y no necesitas a nadie y jamás te quiebras. Mídete. Censúrate. Modérate. Compórtate. ¿Cuál odio? Histérica nunca, eso es pecado capital. Tienes que elegir: o vas por la vida soltándolo todo o eres la angelical que requiere mimos a cualquier hora; pero las dos cosas juntas ya es mucho. Derechita. Bien portada, escribiendo cosas lindas llenas de amor y sentimentalismo y deseos de ser feliz. A esas les paran bolas. Tienen un problema y ¡zas!, les salta ayuda por doquier. Tú te calas la infelicidad y la angustia con esos cojones que se supone que tienes, aunque no te los ves por ninguna parte y la noche se te hace larguísima y ya ni leer te provoca y los cigarros ni los cuentas y a nadie le comentas nada porque a ver, ¿a quién? No, tú te bastas. Sola. Tú y tus arrecheritas de carajita que no entiende, que apenas puede porque no es ni las más bonita ni la más avezada ni la más dulce ni la más leída ni la más un coño. Y todo así. Elige, querida. 

sábado, 10 de noviembre de 2012

Cualquier vainismo



Leí la nota de prensa muy temprano, por casualidad. Enseguida le copié el link a mi amigo John Manuel precedido por la frase: esto es cualquier vaina. Y sí, es cualquier vaina. Pasa que en Venezuela la gente tarda décadas en notar algunas cosas. En las primeras líneas se nos advierte que un escritor venezolano opositor participará gustoso en el Encuentro de Narradores que será una suerte de pócima mágica, se entiende, para limar asperezas  entre escritores chavistas y opositores (terapia de pareja, casi), porque desde el 07 de octubre en la noche el país se nos transformó en la tierra de los unicornios y los sueños posibles y allá el pesimista que no lo vea así, esto no es un país, esto se nos volvió autoayuda pura y sensiblera. Se afirma también, cómo no, que el mencionado escritor “no anda amargado ni se queda paralizado”. Nótese: hay que limar asperezas con estos amargados. Y vamos y les compramos el calificativo como antes hicimos con “escuálidos” y luego con “majunches”.

Qué tragedia cuando permitimos que otros nos definan. El amargado me amarga, sí. Es de una superficialidad digna de un fenómeno tan burdo como el chavismo. Creo que el tema, sin embargo, es esclarecedor. En el país más feliz del mundo, de gente chévere, despreocupada y con sentido del humor a toda costa, tomarse las cosas en serio (ciertas cosas, las que de verdad nos pesan cual grilletes) es la peor de las afrentas contra la idiosincrasia, el padre de la patria y el pájaro guarandol. Hay que ser chévere; no se me ponga trascendental ni analítico ni venga aquí a dárselas de sureño: esto es el Caribe y si no te gusta, ya tú sabes. Y se entiende: son unos amargados porque andan mal cogidos. Obvio. Una lógica impecable, acorde con de la nación de Rosita, las mudanzas del CNE, el cierre del consulado de Miami, la iguana y el rabipelado que comen cables, la inauguración de un kiosco por cadena nacional y la inseguridad inexistente creada desde los medios. Cualquier vaina, pana.

¿Que qué vela tengo yo en este entierro? Pues no sé. No conozco al escritor mencionado en la nota de AVN ni al mundillo literario venezolano ni estudié Letras ni soy escritora. El asunto con un país que, por encima de todo, es un simulacro,  es que constantemente hay que curarse en salud y especificar bien que no, no tengo nada en contra del escritor ni de los demás que participaron en el encuentro (todo hay que explicarlo: que vivo en Argentina y me doy el lujo de criticar lo que sucede en Venezuela; así de arriesgada e irresponsable soy) Pero vaya torpeza concederle una entrevista al servicio de información del gobierno bolivariano sin sospechar lo que harán con lo que uno diga. Y ya que estamos, aprovecho y pido perdón con la mano derecha en el pecho y a ritmo de Alma Llanera porque no me gustan ni el joropo ni las gaitas ni comparto la euforia por Dudamel, ni la otra por un supuesto futuro de reconciliación y sí, en cambio, me aflijo por cosas fundamentales como que en una noche se deshizo mi anhelo de volver al país, o porque un día de estos, uno infausto y ojalá improbable, unos tipos armados maten a mi madre o a mi hermano para robarles el carro. O por los otros miles de venezolanos que, igual que yo, la pasan bastante mal en el extranjero. Me amargo por los veinte años de cinismo y malandraje que nos hemos buscado. Tonterías, por supuesto (tres golpes de pecho y puro Arauca vibrador, hermanazo) Es que ando mal cogida. A los chavistas no les pasa porque ellos conviven felices con Calígula. ¿Y entonces cómo se explica ese despliegue de amargura que ostentaron al saberse de nuevo vencedores?

Por cierto, esta semana Buenos Aires se quedó sin luz. El Ministro de Planificación dijo que alguien bajó la palanca, que fue un sabotaje. Un pingüino, supongo. Luego, el día de la marcha contra la señora Cristina Fernández, se nos hizo saber que los manifestantes representaban el odio, en contrapartida con su gobierno, que es todo amor. No sé, a mí esta clase de vainas me amargan la existencia. Es obvio: ni soy chévere ni poseo el don de reírme ante las adversidades.

Vaya. Recién noto que cometí la insensatez de tildar al chavismo de malandraje y encima, para mi mayor infortunio, no tengo una obra publicada que me respalde, como Sánchez Rugeles, a quien casi linchan por hacer la misma gracia en Prodavinci.

Yo había prometido no hablar más de Venezuela en este blog. Pero hoy, al despertarme, mi segundo pensamiento fue para este asunto (el primero fue un poco más feliz, por suerte) y tuve un acceso de arrechera. ¿Y qué otra cosa es un blog sino un vertedero de desazones? Eso: hay que achicar el bote si no queremos hundirnos. 

viernes, 9 de noviembre de 2012

Este es un post nulo



En el camino pensaba que antes de resignarme mejor pasaba por Cúspide y sacaba la tarjeta, a punto de extinguirse lo último de la liquidación, y me iba a casa más o menos contenta, con otra entrevista para un trabajo de mierda pero también con olor a libro nuevo bajo el brazo. Entonces empecé a atormentarme: escribe, pelotuda, haz algo, por lo que más quieras. ¿Y qué voy a escribir, a ver? Un post, una receta, un manual. Escribe, escribe, imbécil. Por lo general siento que más que pensar, me obsesiono. Tengo ideas fijas y camino con la cabeza gacha y ahí estoy otra vez diciéndome por qué carajo no levantas nunca la vista, con tanto edificio lleno de detalles, con tanto chico con el pelo revuelto y tanto Buenos Aires y mira todo lo que ha cambiado Corrientes y vos toda lánguida. A lo mejor pienso siempre lo mismo porque no levanto la vista. Ahí tiene que haber una relación que se me escapa, mirada abajo, cabeza vacía. Y llego a Cúspide y me lanzo al mesón de novedades porque otros dirán lo que quieran de los libros usados, pero cuando me agarra el bajón así necesito libros nuevos, en su plástico, con promesas de miles de ejemplares vendidos y la gran obra que seduce a Francia o a Alemania o yo qué sé. Un libro de Tusquets, eso quería. Los de Tusquets son elegantes, los de Alfaguara en cambio tienen un diseño espantoso; quizás los de Anagrama, no los compactos, que también, pero yo necesitaba el libro más bonito, uno para olvidar. Yo digo que fue la canción de Depeche Mode: una hora hojeando, revisando, repitiéndome mi teoría estética sobre editoriales y la canción esta empieza a sonar y olvido todo y agarro uno y ni veo el precio y me voy a la caja, no, no es para regalo, señorita. O sí, para regalarme un pedazo chiquito de algo bueno, si gusta. Y cuando salgo le doy a repetir canción y me quedo en la puerta de la librería y veo hacia arriba y está bueno, pienso, está bueno ver hacia arriba. Saco de la bolsa el libro enfundado en plástico como juguete nuevo y leo: coño, es de Alfaguara. 

viernes, 2 de noviembre de 2012

Lo que jode



-       Tetas. Es magnífico tener tetas. A veces quisiera ser hombre para pensar sólo en mis tetas y olvidarme del desastre que habita en mi cabeza. Tetas. A las feministas nazis no les gusta esto.
  
 -   Es cierto que, como bien dicen, caminar ayuda a despejar la cabeza. Pero en ocasiones desesperadas, ni eso.

-     Volví al punto inicial del juego: no quiero hablar de Venezuela, no quiero los pormenores de sus tragedias cotidianas. Estoy agotada de ese país y lo que pueda decir sobre él lo haré sólo con personas allegadas.

-        Si usted piensa que no puedo estar agotada de Venezuela porque no vivo allá, le sugiero que busque otro blog o que vaya a ver el canal de la Asamblea.

-     Chávez y yo tenemos algo en común: un clóset con cuatro prendas de ropa combinables entre sí.

-     No puedo tomarme en serio a quienes proclaman su deseo de ver morir a la crítica (literaria o cinematográfica, da igual).

-       Hay personas que escriben muy bello y han leído cientos y cientos de libros pero sus opiniones políticas son tan ligeras como un artículo de Cosmopolitan. Sé lo que digo porque a mí sí me gusta esa revista (va con todo mi amor, feministas ladillas)

-     No sólo existe el chavismo: la crisis de los 30 también, para rematar. Qué mundo hostil, joder.

-      Es más fácil entender el peronismo que comprender el afán femenino por la boda eclesiástica. ¿Por qué lo hacen? ¿No les basta con carecer de sentido del humor?

-    Las anteriormente mencionadas hallan muy divertido llamarse entre ellas “bruja”. Qué bajón, qué horror.

-       Poesía es. No sé por qué me someto a esas cuentas que tuitean 24/7 semejantes naderías. “Poesía es ser y no ser”, “Poesía es un hombre en el desierto”. ¿Saben qué apelaba a la misma fórmula? El álbum de “Amor es”, queridos. Ojo, que yo también tengo mis momentos de inoperante y condenada eternamente a humanidades y por ahí me aventuro con una de ésas que ni Drexler. Igual lo importante es la autocrítica. La autocrítica se está llevando esta temporada, me apunta un chavista del Facebook.

-          Que el prólogo sea mejor que el libro. Esos reales se perdieron.

-        Recibo mensaje de mi mejor amiga: ”¿Y dónde está el piloto? ya por TCM”. Las buenas minas existen, sí señor.

-    Un espíritu solemne de mirada enajenada se apodera de mis compañeritos de maestría cada vez que mencionan a Deleuze.  Sospechosos de virginidad forzada, mínimo.

-          Sí, yo me río con poco. Pensé que ésa era la idea.

-    He sido arrastrada al grupo de los insomnes. Lo asumiré estoica: tuitearé pendejadas, beberé y fumaré. Pero no veré infomerciales.

-     Cualquier momento es bueno para lanzar una chola por la ventana mientras nos lamentamos por las cosas imposibles.

martes, 30 de octubre de 2012

Desvanecerse



Hoy no había nadie en el espejo. Ningún reflejo. Me borré, así de simple. No me asusté, no me sorprendí. Y no lo hice porque horas antes, insomne otra vez, experimenté el primer síntoma de la desaparición: una sensación de haberme vaciado, como si me hubiesen introducido un tubo por la nariz y, arroz, té, vino barato, café y hasta nicotina, mucha nicotina, hubiesen sido expulsados sin violencia. Todo eso junto y vaya usted a saber qué más. Recuerdo que era tarde, estaba sentada en el sillón de la sala y en la computadora sonaba una canción que llegó a mí por casualidad (gracias, @notevayas) y que, desde entonces, he oído demasiadas veces en los últimos días; una canción tristísima sobre un hombre que ha perdido a la persona amada. Pero esta vez –la número 58, lancemos un número-, no me conmovió ni un ápice. Ahora entiendo que estaba volviéndome transparente y la gente transparente no siente el estómago, no llora, no sonríe. Eso explica mi reacción al no verme reflejada en el espejo esta mañana. Consciente de que mezclarse entre los demás sin poder ser visto es un privilegio, decidí salir a caminar por el barrio. Unos chicos jugaban con una patineta y estuve tentada a chocar con ellos para llevar más lejos este asunto de la ausencia, pero temí y seguí de largo. Pasé por una construcción y ahí mismo supe que ésa sería la prueba de fuego. Nadie me vio, nadie silbó, nadie piropeó. Sí, era un hecho: me había desvanecido. Fastidiada, retomé el camino a casa. Ya en la esquina debí esperar el cambio del semáforo y entonces apareció desde la otra vereda el perro nuevo del señor de los perros, un viejo que cada vez que me saluda busca plantarme el beso cerca de la boca. El perro nuevo es un loquito, no hay otra manera de definirlo. Blanco, flaco, con una mancha marrón en el lomo y una correa azul. Camina con garbo, a su antojo, no se inmuta con nada ni con nadie. El muy desfachatado se rascaba una oreja casi en medio de la calle, con la suerte de que no venía ningún auto (aunque yo sé que no es cosa de suerte, es un callejero y encima, chiflado; a esos no les pasa nada malo, esos están a salvo) Luego se estiró con una gracia desmesurada y enseguida mi abulia transmutó en sonrisa y quise decirle: ¡Sos una masa, flaco!, pero en ese instante cambió la luz y, justo cuando di el primer paso para cruzar el rayado, el loquito empezó a ladrarme sin parar, a olfatearme y a brincar sobre mi ausente cuerpo. Dos señoras muy encopetadas que también habían estado aguardando para cruzar (y que evidentemente no habían reparado en mí), voltearon a verlo y comentaron que el divino era un histérico que le ladraba al viento. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Superclásico



Una mujer sola fuma en pantaletas. Es domingo. Podría quedarse así horas y horas y luego días y días sin hablar, apenas oyendo a otra mujer que desafina a lo lejos un despecho, el grito de gol del superclásico, tan sostenido y filoso como aullidos de una jauría de animales desesperados, el grito de gol minutos después de un hombre que llegó tarde y ahora también vocifera pero solo, porque siempre están los que llegan a destiempo, al gol y a todas las cosas que de verdad importan. Esta mujer sola sabe estar encerrada, tal vez ha perdido la capacidad de comunicarse, tal vez nunca antes estuvo tan muda. Intuye que la imposibilidad de decir lo que quiere decir de la mejor manera posible, una nueva, una que desarme, es suficiente para abatirla. Querer y no poder, ese otro superclásico. Y entonces abre la boca y en voz baja, casi entre dientes, dice: la puta madre nojodaEsta mujer no medita: putea. 

domingo, 21 de octubre de 2012

La suerte de las negras


A mi vecino le gustan las dominicanas. Las putas dominicanas, para decirlo como es. Van, vienen (¿se vienen?). Entran, salen. Nuestros departamentos están muy próximos, pocos metros separan mi habitación y mi sala de su cocina. Hace poco fumaba en la ventana y una de ellas, la recurrente, salió también al balcón del porteño. La vi, ella hizo como que no me vio. Una negra con ropa ajustada y el menéame, papi, sacúdeme de cualquier reguetón/reggaeton. Vaya palabra fea, por dios. Recordé a la Elena de Sergio, la que llegó a la casa con los pantaloncitos manchados de sangre y aquel escándalo de abogado porque las niñas deben permanecer vírgenes hasta el matrimonio. Qué sé yo, yo me las imagino así: muy negras, desbordadas, muy sobradas en su altanería pero mojigatas como sólo saben serlo las mujeres del trópico. Coquetean, fingen indignación, esquivan. Su sentido de la seducción pasa siempre por escenas de telenovelas, todas iguales, todas empalagosas, de drama de cartón piedra. Pero éstas son putas, éstas deben ser mejores que yo. Quién sabe. En estos asuntos es irrelevante si viste las películas de Gutiérrez Alea o no. Putas negras, con esos culos de signo de exclamación constante que son la envidia de mi piel blanca y fláccida. Y ahí fumando, la chica sin verme, recordé que las tetas se van cayendo y no se me ocurre mayor desamparo. Hay una tristeza especial por esa vista desde arriba que promete caída; miro hacia abajo, me gustan mis tetas pero han ido cediendo de a poco. Cómo podría aceptar que se desparramen eventualmente si para eso no hay consuelo en ningún libro y mucho menos cuando pienso que a esta mina no le sucederá semejante tragedia. Ella me da la espalda, se lleva su culo no de cartón piedra sino de acero enfundado en una lycra aterradora, entra a la cocina y él le da un trago. A la mañana siguiente salgo al pasillo a dejar la basura en el cuartito y ahí está, una botella vacía de ron. Cuánta desgracia, tener todo en su lugar y beber ron.  

martes, 16 de octubre de 2012

King Leopold's Ghost



Basta que nuestro desbarrancadero alcance a otros, a quienes nada tienen que ver con este mundo raro que nos hemos forjado, para sucumbir a una vergüenza extrema. Mi papá belga –así le llamo desde que me adoptase aquel año de intercambio- me escribe hoy y me dice que él conocía a esa mujer que fue asesinada en Margarita. Ella y su marido, ambos de nacionalidad belga, tenían una posada en la misma isla del Caribe de la que yo me fui hace casi catorce años. Los investigadores dicen que el padre de la mujer contrató a unos sicarios y que su objetivo era quedarse con el pequeño hotel.  Sí, ustedes me dirán que el autor intelectual del triste hecho fue, a fin de cuentas, un europeo. Yo, que tengo la mala o buena costumbre de relacionar muchas cosas con la ficción, enseguida he pensado en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; y claro, también en La otra isla, de Francisco Suniaga. He pensado cómo se abandona un país minúsculo de casas iguales y niños iguales y bicicletas iguales y lluvia igual de permanente, para ir a morir a ese lugar de supuestas sonrisas y amabilidad y utopía de sol constante. Por eso un margariteño como Suniaga podía escribir sobre nuestra crueldad: la que parece consumirle el rostro a los ancianos que desde hace décadas no entienden qué extraño influjo ha venido a posarse sobre todas las cosas. Una isla inhóspita con la que sueño todos los días, lejana al folleto turístico, a las mentiras que repiten sin pudor algunos despistados que asumen que escudarse en bellezas naturales soslayará el reconocimiento del horror. No quiero quedar bien con nadie; no me interesa enumerar las bondades del Caribe: nací y crecí allí, por eso las tengo muy claras. No me plegaré a esa legión de ciegos optimistas porque no escribo para complacer el chovinismo de propios y extraños. Un hombre ha ido a matar a una isla. No ha buscado a los asesinos ni en Limburg ni en Turnhout; ha querido matar para quedarse a vivir en la playa del Tirano Aguirre. Otros tantos han ido a morir asesinados. Aquí todos ansían vivir de los turistas pero nadie quiere ser servicial. Estos alemanes no saben a dónde han venido a parar; hay que joderlos porque son ingenuos. Cuando pienso que algún día me iré a vivir en una isla, recuerdo que las islas son lugares tramposos.

La otra isla, la que comparte el sol, la brisa y el mar azules, la isla invisible pero espesa donde todo se posterga, la isla sin tiempo del mañana, mañana, la de todas las miserias, la isla donde anida la tristeza escondida tras una sonrisa, la que obliga a vivir sin hipótesis y a morir de la misma manera.
La otra isla. Francisco Suniaga.

“Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca los vuelvo a ver”, comentó. “Además, los cambios se producen en el interior, sabe usted”.
El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad.

domingo, 14 de octubre de 2012

Todo sigue igual



Hay que pensar los correos que escribimos a esos poquísimos amigos como ensayos de lo que ha de venir.  Escribir como decir para convencerse, para adecuarse a una realidad que de nuevo no se corresponde con lo planeado. Escribirles, decirles a ellos lo que la golpeada esperanza no nos permite reconocer en voz alta. Entonces uno va y les habla: tampoco aquí se está bien, la maestría tendrá que esperar y, en cambio, vendrá un nuevo trabajo porque tanto desempleo ya raya en el absurdo, y claro, será otro de esos muy feos, de esos que sólo parece permitir este país: de audífonos y atención al cliente y mire qué amable soy y cuánto disfruta usted al hablar con esta chica de acento extraño porque los caribeños somos amables, no crea, algunos quedamos. Y mientras uno escribe esos correos dominicales siente que todo no es más que un eterno anuncio de caída; se ve como a un otro, un buen personaje a medio terminar, no muy vistoso ni muy jodido, pero justo lo suficiente para entristecerse y reírse al rato de tanto despropósito y sinsentido. Los amigos, esos poquitísimos, estarán ya acostumbrados a estos regresos míos de batallas que ni siquiera empezaron, por eso no les doy demasiados detalles, por eso a uno le digo “Mirá, el mes pasado me invitaron a colaborar en el blog de Los hermanos Chang, escribiré eso en un post-it y lo pegaré en la nevera para cuando me invada la certeza de que este fue un año perdido”. Y se dice perdido como se dice de mierda, para no jorobar con eufemismos, que tampoco se me dan. Y quedan esos consuelos chiquitos: deletrear los barrancos, decir que escribí unos cuentos, que leí muchísimo y bebí más. Vamos, que en vez de sentarme a llorar ahora me da por reír: soy todo menos un buen ejemplo.  

viernes, 5 de octubre de 2012

«Todos vuelven por lo eterno del Caribe»



Hasta cuándo Topacio ciega.


-   Mis niveles de ansiedad me impiden escribir de manera hilada y coherente. Enumerar es una actividad más acorde con este estado fragmentado de conciencia.

-          Escribir es sumar ansiedades.

-          De la campaña electoral me quedará un cáncer de pulmón y gordura.

-         Durante los últimos días, para rematar, sólo he podido leer infaustas fotocopias universitarias. No leer ficción me convierte en una persona muy gris.

-    La Academia necesita dejar de citar a Marx por un buen rato. Otra fotocopia que mencione la superestructura y me da un derrame cerebral. Ni hablar del sistema-mundo y otras chorradas de autoayuda para sudacas.

-   Algunos familiares chavistas no dudan en publicar cosas vergonzosas en Facebook.

-       Nada me asusta más que la xenofobia, el clasismo y el nacionalismo caduco que ostentan tantos venezolanos.

-        Preferiría votar en Venezuela. Pero ya ven, cumpliré con mi responsabilidad desde aquí.

-   ¿Por qué insisten con eso de “no se emocionen, hay que ir a votar”? ¿Emocionarse implica que el domingo, por obra y gracia de Pepeto, olvidaré ir a la Embajada?

-        Tengo las bolas hinchadas de tanto tibio con superioridad moral. Sí, los mismos que dicen que todos los políticos son iguales. También toda la gente pelotuda es igual, amiguito.

-          Mi agradecimiento con Henrique Capriles. De verdad, pana: gracias.

-     Agradecer no es lo mismo que adular. Y es necesario tener la entereza para reconocer el esfuerzo y la dedicación de otros, porque no sólo se trata de Capriles: hay un gentío allí que trabajó para que hoy sea posible el entusiasmo.

-       A la gente le encanta un milico. Sí, qué obviedad. No por eso deja de resultarme escalofriante.

-        El capo más capo de la vida es el que dice que, de ganar Capriles, el país no cambiará. Patenten la frase e inclúyanla en los bombones Bacci.

-          Qué desgracia tener tantos milicos en la familia. Mi prejuicio más querido es el que guardo (con celo) contra los militares.

-     Casi todos los chavistas que conozco tienen un cargo en la administración pública. Los más jóvenes son rebeldes de cafetín y bono vacacional.

-          A Tibisay Lucena le urge encontrar un camino a un nuevo estilista.

-       Al momento de votar sonará en mi cabeza «Gonna fly now» (sí, la canción de Rocky) Mejor eso que la marcha de Globovisión.

-          El chavismo es malo para la vista.

-       Necesitamos curarnos del infame síndrome de la reelección.  Estoy en contra de un hipotético segundo mandato de Capriles.

-      Argentina hace sus mayores esfuerzos para generarme tanta desazón como Venezuela.  Peor que un gobierno abyecto es tener que cargar con dos.

-          ¿Te estás quejando mucho por la tensión y la polarización electoral? Piensa en los despedidos de PDVSA, en las barbaridades que se dijeron contra Franklin Brito, en la lista Tascón, en los presos políticos (sí, los hay, basta de negaciones), en las últimas declaraciones de Maripili Hernández, en las risas de Izarra. Piensa en los que murieron por culpa de un gobierno de malandros. A lo mejor así pones las cosas en perspectiva.

-     Yo también quiero creer que algún día regresaré a Venezuela. Y si es para trabajar en la educación pública, tantísimo mejor.

-          Tengo cientos de razones para votar y para desear fervientemente una victoria de Capriles.

-    Una de mis mayores razones es mi padre. Mi viejo ya no puede con tanta tristeza. Durante estos años lo vi apagarse, perder toda esperanza. Hay quien vota por sus hijos: yo votaré por mi papá. Él merece vivir sus últimos años con la alegría de haber sido partícipe del cambio.

-          Y como dicen en Margarita: Ojalá nuestro guarapo siempre tenga hielo.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Belleza




No sé nada de boxeo y la pelea de ayer entre Sergio “Maravilla” Martínez y Julio César Chávez Junior es, apenas, la segunda que he visto en mi vida. Pero eso no cambia el hecho de que anoche vi más vida y más belleza en ese ring de la que asoma endeble, encubierta en muchas ficciones.

Mi desconocimiento me impide narrar los hechos con el lenguaje adecuado. Apenas puedo ceñirme a una torpe descripción de imágenes que, para mi mayor impotencia, se funden hasta ser apenas unas pocas.

“Maravilla” Martínez lanza golpes casi sin descanso. Chávez Junior recibe y esquiva, recibe y esquiva. Espera. En medio de esa dinámica transcurre buena parte de la faena. Hay sangre en su nariz. Cuando mejor se ubica Chávez contra Maravilla es cuando le arrincona. El triunfo parece estar del lado del argentino, pero de repente un gesto retador de Chávez nos indica que su método es más discreto y por eso, tal vez más brutal: extiende los brazos y sube los hombros. “¿Qué? ¿Qué es lo tuyo?”, traduciría un venezolano.

Menciono ahora la seña, quizá intrascendente, quizá práctica común en el boxeo, porque fue imposible para mí desembarazarme de la carga casi obscena que yacía en su desparpajo.  Tras ella, todo lo que parecía evidente truncaba en suspenso; la certeza retrocedía o, mejor, se deslizaba a un nuevo terreno: el del desquite.  Aun ensangrentado Chávez prometía, a través de un gesto, batallar desde el aguante hasta tal vez destruir a su adversario.

Por su perfección y crudeza los dos asaltos finales escapan a cualquier consideración.  Me contentaré con agregar que durante el último round la promesa de Chávez fue cumplida a cabalidad: emergió de golpe hasta hacer caer a Martínez. Pero una vez en pie, tambaleante y ya por fin herido, éste, lejos de sujetarse al torso de Chávez para mitigar el ataque,  continuó lanzando manotazos. Casi podíamos vislumbrar el cuerpo yaciente, destinatario de estacazos fulminantes. “¡Ay, Maravilla, metete atrás, querido!”, repetía el narrador argentino ante la poderosa embestida del mexicano, que haría caer de nuevo a su contrincante.

Puñetazos alternados a igual ritmo hicieron de los segundos finales una agonía. Chávez había despertado y Maravilla luchaba por prolongar la supremacía mostrada en casi toda la jornada. Sangre, mucha sangre. Gritos, vítores, abucheos.

No me interesa la violencia en la vida diaria y puedo decir con absoluta honestidad que, si acaso algo me haría dar media vuelta, sería ver a un hombre cercano irse a las manos con otro. Cualquier situación que derive en violencia (fuera de la ficción, y el deporte es una suerte de ficción, con reglas, personajes, héroes y vencidos), me genera una mezcla de asco y miedo. Demás está decir que, en muchos casos,  las vidas privadas de los boxeadores suelen ser un despliegue de violencia doméstica, reyertas públicas fuera del cuadrilátero y otros excesos. Nada de eso me interesa. Me atrae — y mucho lo que vi anoche, lo que sucede dentro de ese marco que dos hombres han escogido para debatirse hasta las últimas consecuencias: con sus leyes, su rigurosa rutina de preparación, su tiempo que pende de un hilo y el sudor y la sangre que salpican en cámara lenta.

Horas después del suceso recordé que idéntica sensación experimenté con Jackass 3D. No un placer afable, domesticado y traducido, sino un alud de emociones para las que nada te ha preparado (nunca antes había visto Jackass, ni el programa ni las películas anteriores) Cada segundo de Jackass funcionaba como un golpe; la conmoción era continua, frenética así es el ritmo de la película y al terminar ya yo estaba en otro sitio. Eso pasa con algunas primeras experiencias: uno ha sumado algo que tiene un tanto de indescriptible y otro de perturbador. Con Jackass, y ahora con la pelea de ayer, se repite esa dupla de elementos.

Nada de esto significa que no sea capaz de conmoverme, digamos, con un libro (la obra de Coetzee, por ejemplo) o que no pueda ver belleza en Schiele. Pero es una cualidad distinta, puesto que de lo que ahora hablo es de un movimiento visceral, violento. Como tener sexo por primera vez (si tuvo usted la buena fortuna de que la circunstancia le resultase favorable) o incluso, como esa sacudida que se sufre en una montaña rusa: todas impresiones que se instalan de manera perenne, que socavan la normalidad al permitirle al cuerpo salirse de sí, desbordarse.

Tal vez (seguramente) otros obtienen idéntico resultado al escuchar una sinfonía o al ver una película diametralmente opuesta a la mencionada. Y está bien, cada quien que busque la belleza donde crea posible encontrarla y que se la procure cada tanto. Yo defiendo que Jackass 3D es perfecta porque su actitud transgresora, conjugada con un uso magnífico de la cámara y de colores, logran poner en jaque no sólo el lugar del espectador, sino de ciertos valores y actitudes y, aun más, de la noción misma del cine: le sacude la inocuidad, lo devuelve a un espacio lúdico donde el desarrollo de un relato clásico no tiene cabida.

Lo mismo me sucedió anoche gracias a dos boxeadores. Y es que no puede haber más belleza y más vida que ahí donde dos hombres, amparados por su tenacidad y talento, convocan a la muerte.