Dos cosas no he podido olvidar de la casa de Simón, pese a que han
pasado más de dos décadas: el olor a pobreza y los maniquíes blancos y desnudos que se
erguían entre las matas de mango. En realidad no era una casa —al menos no como la mía, a una cuadra de
distancia, sino la versión margariteña de un rancho—. El piso era de tierra (mi
madre me cuenta que ella nació en un rancho con piso igual y paredes de
bahareque, pero eso fue en Punta de
Araya y a comienzos de los años cincuenta) y vivían más personas de las que
podían estar de pie en la pequeña sala, y la vieja nevera rugía como el motor
de esas lanchas que viajan a Manicuare. No sé explicar el origen de ese olor a
pobre que manaba de aquella casa y que tanto me impresionó; pero sé que no se
trata de un invento de mi imaginación infantil porque mucho años después visité
un apartamento en las afueras de Caracas que olía exactamente igual. Entonces
sentí una mezcla de pena y nostalgia.
Simón era el vigilante de nuestra casa. En la planta
baja estaba la tienda de mi padre y arriba vivíamos nosotros en la que antes
fue la casona de mi familia paterna. Simón llegaba todas las noches y, sigiloso
y sonriente, se instalaba en la terraza. Tenía rasgos aindiados y no era
margariteño sino sucrense (o tal vez me equivoque y fuese de Monagas).
Algunas veces fui a fiestas de cumpleaños en
su casa: Simón tenía una prole gigante a la que se sumaban los hijos
(anteriores) de Migdalia, su mujer. Todos eran niños más vivaces que yo, tan
casi hija única, tan introvertida y temerosa. Vivaz, en Venezuela, también
significa parir a edad prematura y ser abandonada por el macho de turno. Ésa
era la historia incesante de las niñas de aquella, la casa de Simón.
Una Navidad, movida no sé si por algún resto
de enseñanza católica o por una terca bondad heredada de mi pobre padre —quien
no ha sido pocas veces burlado por tal cualidad que a veces roza la
ingenuidad—, decidí emprender un acto absoluto de justicia. En realidad, esto
que ahora digo no pasa de ser la proyección de ideas adultas sobre algo que
desde la transparencia de la niñez, no era más que una idea sin mayores
pretensiones. O eso creo.
El caso es que aquel diciembre escribí mi
carta al niño Jesús con el encabezado automático de siempre (“Yo sé que no me
he portado tan bien, pero igual quiero pedirte…”. Vaya ridiculez: mi manera de
portarme mal en aquella época no pasaba de ver a escondidas una telenovela
prohibida o desear besar a mi vecinito). Pero en aquella carta no pedí nada
para mí; pedí, sí, un juguete para cada hijo de Simón y Migdalia: un Lego de
varón, una sonajera para el bebé recién nacido, varias muñecas para las niñas,
un carrito para el otro niño, y así hasta que ninguno se quedara sin regalo.
Pasada la medianoche, cuando mis padres
esperaban que abriese los regalos, yo procedí a explicar mi genial plan.
Ambos me miraron con tristeza, con un gesto de incomprensión y desánimo que aún
al evocarlo hoy me produce idéntica sensación de pena a la de entonces.
Mi madre se sentó a mi lado, y calmada (cosa rara
en ella, siempre dispuesta a descargarme un manotazo) me explicó que, pese a la
obvia bondad tras mi iniciativa, se trataba de un acto egoísta y
desconsiderado: «No existe el niño Jesús. Es tu padre quien ha
comprado todos esos juguetes y cada uno de ellos le ha costado mucho esfuerzo y
trabajo».
No aparecí en el rancho oloroso a pobreza con la carga que,
soñaba, significaría una feliz navidad para aquellos niños de barrigas
hinchadas y pies sucios.
Todo el año siguiente jugué con el Lego (un caballero
medieval con espada y sombrero de pluma). No tuve la Barbie de costumbre, pero
me quedó cierta vergüenza: hacer el bien es una cosa rara que no siempre
coincide con nuestra percepción del mundo. A los 31 años debo reconocer que
sigo sin superarlo (y aún me siento igual de tonta).
A mis padres nunca les dije que en ese entonces ya yo sabía
que no existía el niño Jesús.
esta historia está impregnada de imágenes y olores cercanos a mis recuerdos de infancia...casi puedo verte pequeñita en la vieja casa que siempre me resultó fascinante por aquellas historias del contrabando y los pasillos secretos....mis recuerdos de esa casa se confunden y mezclan en distintas épocas. Acompaño a Lolimar a hacer una maleta mientras veo a mi mamá llegando a escondidas de una fiesta muerta de la risa mientras la tía Belkys temblaba de miedo e inventaba excusas para evitar la ira de la abuela Concha, lo que nunca era posible....
ResponderEliminarTienes razón: lo de los pasillos y los falsos de la época del contrabando es algo que también me ha fascinado siempre de esa casa. A ver cuándo me animo y escribo algo al respecto.
ResponderEliminarQué lástima que por mi edad me es imposible evocar esas historias de las tías de jóvenes.
Me alegra que el cuento te haya acercado de esa forma al pasado.