Hay que pensar los correos que
escribimos a esos poquísimos amigos como ensayos de lo que ha de venir. Escribir como decir para convencerse, para
adecuarse a una realidad que de nuevo no se corresponde con lo planeado.
Escribirles, decirles a ellos lo que la golpeada esperanza no nos permite
reconocer en voz alta. Entonces uno va y les habla: tampoco aquí se está bien, la
maestría tendrá que esperar y, en cambio, vendrá un nuevo trabajo porque tanto
desempleo ya raya en el absurdo, y claro, será otro de esos muy feos, de esos
que sólo parece permitir este país: de audífonos y atención al cliente y mire
qué amable soy y cuánto disfruta usted al hablar con esta chica de acento
extraño porque los caribeños somos amables, no crea, algunos quedamos. Y
mientras uno escribe esos correos dominicales siente que todo no es más que un
eterno anuncio de caída; se ve como a un otro, un buen personaje a medio
terminar, no muy vistoso ni muy jodido, pero justo lo suficiente para
entristecerse y reírse al rato de tanto despropósito y sinsentido. Los amigos,
esos poquitísimos, estarán ya acostumbrados a estos regresos míos de batallas
que ni siquiera empezaron, por eso no les doy demasiados detalles, por eso a
uno le digo “Mirá, el mes pasado me invitaron a colaborar en el blog de Los
hermanos Chang, escribiré eso en un post-it y lo pegaré en la nevera para
cuando me invada la certeza de que este fue un año perdido”. Y se dice perdido
como se dice de mierda, para no jorobar con eufemismos, que tampoco se me dan.
Y quedan esos consuelos chiquitos: deletrear los barrancos, decir que escribí
unos cuentos, que leí muchísimo y bebí más. Vamos, que en vez de sentarme a
llorar ahora me da por reír: soy todo menos un buen ejemplo.
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