domingo, 21 de octubre de 2012

La suerte de las negras


A mi vecino le gustan las dominicanas. Las putas dominicanas, para decirlo como es. Van, vienen (¿se vienen?). Entran, salen. Nuestros departamentos están muy próximos, pocos metros separan mi habitación y mi sala de su cocina. Hace poco fumaba en la ventana y una de ellas, la recurrente, salió también al balcón del porteño. La vi, ella hizo como que no me vio. Una negra con ropa ajustada y el menéame, papi, sacúdeme de cualquier reguetón/reggaeton. Vaya palabra fea, por dios. Recordé a la Elena de Sergio, la que llegó a la casa con los pantaloncitos manchados de sangre y aquel escándalo de abogado porque las niñas deben permanecer vírgenes hasta el matrimonio. Qué sé yo, yo me las imagino así: muy negras, desbordadas, muy sobradas en su altanería pero mojigatas como sólo saben serlo las mujeres del trópico. Coquetean, fingen indignación, esquivan. Su sentido de la seducción pasa siempre por escenas de telenovelas, todas iguales, todas empalagosas, de drama de cartón piedra. Pero éstas son putas, éstas deben ser mejores que yo. Quién sabe. En estos asuntos es irrelevante si viste las películas de Gutiérrez Alea o no. Putas negras, con esos culos de signo de exclamación constante que son la envidia de mi piel blanca y fláccida. Y ahí fumando, la chica sin verme, recordé que las tetas se van cayendo y no se me ocurre mayor desamparo. Hay una tristeza especial por esa vista desde arriba que promete caída; miro hacia abajo, me gustan mis tetas pero han ido cediendo de a poco. Cómo podría aceptar que se desparramen eventualmente si para eso no hay consuelo en ningún libro y mucho menos cuando pienso que a esta mina no le sucederá semejante tragedia. Ella me da la espalda, se lleva su culo no de cartón piedra sino de acero enfundado en una lycra aterradora, entra a la cocina y él le da un trago. A la mañana siguiente salgo al pasillo a dejar la basura en el cuartito y ahí está, una botella vacía de ron. Cuánta desgracia, tener todo en su lugar y beber ron.  

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