Hoy no había nadie en el espejo. Ningún reflejo. Me borré, así de simple. No me asusté, no me
sorprendí. Y no lo hice porque horas antes, insomne otra vez, experimenté el
primer síntoma de la desaparición: una sensación de haberme vaciado, como si me
hubiesen introducido un tubo por la nariz y, arroz, té, vino barato, café y
hasta nicotina, mucha nicotina, hubiesen sido expulsados sin violencia. Todo
eso junto y vaya usted a saber qué más. Recuerdo que era tarde, estaba sentada
en el sillón de la sala y en la computadora sonaba una canción que llegó a mí por casualidad (gracias, @notevayas) y que, desde entonces, he oído demasiadas
veces en los últimos días; una canción tristísima sobre un hombre que ha
perdido a la persona amada. Pero esta vez –la número 58, lancemos un número-, no
me conmovió ni un ápice. Ahora entiendo que estaba volviéndome transparente y
la gente transparente no siente el estómago, no llora, no sonríe. Eso explica mi
reacción al no verme reflejada en el espejo esta mañana. Consciente de que
mezclarse entre los demás sin poder ser visto es un privilegio, decidí salir a
caminar por el barrio. Unos chicos jugaban con una patineta y estuve tentada a chocar
con ellos para llevar más lejos este asunto de la ausencia, pero temí y
seguí de largo. Pasé por una construcción y ahí mismo supe que ésa sería la
prueba de fuego. Nadie me vio, nadie silbó, nadie piropeó. Sí, era un hecho: me
había desvanecido. Fastidiada, retomé el camino a casa. Ya en la esquina debí
esperar el cambio del semáforo y entonces apareció desde la otra vereda el perro nuevo del señor de
los perros, un viejo que cada vez que me saluda busca plantarme el beso cerca
de la boca. El perro nuevo es un loquito, no hay otra manera de definirlo.
Blanco, flaco, con una mancha marrón en el lomo y una correa azul. Camina con
garbo, a su antojo, no se inmuta con nada ni con nadie. El muy desfachatado se
rascaba una oreja casi en medio de la calle, con la suerte de que no venía
ningún auto (aunque yo sé que no es cosa de suerte, es un callejero y encima,
chiflado; a esos no les pasa nada malo, esos están a salvo) Luego se estiró con
una gracia desmesurada y enseguida mi abulia transmutó en sonrisa y quise
decirle: ¡Sos una masa, flaco!, pero en ese instante cambió la luz y, justo
cuando di el primer paso para cruzar el rayado, el loquito empezó a ladrarme
sin parar, a olfatearme y a brincar sobre mi ausente cuerpo. Dos señoras muy
encopetadas que también habían estado aguardando para cruzar (y que evidentemente no habían reparado en mí), voltearon a verlo y comentaron que el divino era un histérico que le ladraba al viento.
me encanto el grato recuerdo de mi perro blanco y marron realmente supo arrancar los mas bellos sentimientos por la nostalgia de su ausencia.DONDE ESTARA? ALGUN DIA APARECERA.
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