martes, 16 de octubre de 2012

King Leopold's Ghost



Basta que nuestro desbarrancadero alcance a otros, a quienes nada tienen que ver con este mundo raro que nos hemos forjado, para sucumbir a una vergüenza extrema. Mi papá belga –así le llamo desde que me adoptase aquel año de intercambio- me escribe hoy y me dice que él conocía a esa mujer que fue asesinada en Margarita. Ella y su marido, ambos de nacionalidad belga, tenían una posada en la misma isla del Caribe de la que yo me fui hace casi catorce años. Los investigadores dicen que el padre de la mujer contrató a unos sicarios y que su objetivo era quedarse con el pequeño hotel.  Sí, ustedes me dirán que el autor intelectual del triste hecho fue, a fin de cuentas, un europeo. Yo, que tengo la mala o buena costumbre de relacionar muchas cosas con la ficción, enseguida he pensado en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; y claro, también en La otra isla, de Francisco Suniaga. He pensado cómo se abandona un país minúsculo de casas iguales y niños iguales y bicicletas iguales y lluvia igual de permanente, para ir a morir a ese lugar de supuestas sonrisas y amabilidad y utopía de sol constante. Por eso un margariteño como Suniaga podía escribir sobre nuestra crueldad: la que parece consumirle el rostro a los ancianos que desde hace décadas no entienden qué extraño influjo ha venido a posarse sobre todas las cosas. Una isla inhóspita con la que sueño todos los días, lejana al folleto turístico, a las mentiras que repiten sin pudor algunos despistados que asumen que escudarse en bellezas naturales soslayará el reconocimiento del horror. No quiero quedar bien con nadie; no me interesa enumerar las bondades del Caribe: nací y crecí allí, por eso las tengo muy claras. No me plegaré a esa legión de ciegos optimistas porque no escribo para complacer el chovinismo de propios y extraños. Un hombre ha ido a matar a una isla. No ha buscado a los asesinos ni en Limburg ni en Turnhout; ha querido matar para quedarse a vivir en la playa del Tirano Aguirre. Otros tantos han ido a morir asesinados. Aquí todos ansían vivir de los turistas pero nadie quiere ser servicial. Estos alemanes no saben a dónde han venido a parar; hay que joderlos porque son ingenuos. Cuando pienso que algún día me iré a vivir en una isla, recuerdo que las islas son lugares tramposos.

La otra isla, la que comparte el sol, la brisa y el mar azules, la isla invisible pero espesa donde todo se posterga, la isla sin tiempo del mañana, mañana, la de todas las miserias, la isla donde anida la tristeza escondida tras una sonrisa, la que obliga a vivir sin hipótesis y a morir de la misma manera.
La otra isla. Francisco Suniaga.

“Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca los vuelvo a ver”, comentó. “Además, los cambios se producen en el interior, sabe usted”.
El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad.

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