Basta que nuestro desbarrancadero
alcance a otros, a quienes nada tienen que ver con este mundo raro que nos
hemos forjado, para sucumbir a una vergüenza extrema. Mi papá belga –así le
llamo desde que me adoptase aquel año de intercambio- me escribe hoy y me dice
que él conocía a esa mujer que fue asesinada en Margarita. Ella y su marido, ambos
de nacionalidad belga, tenían una posada en la misma isla del Caribe de la que
yo me fui hace casi catorce años. Los investigadores dicen que el padre de la
mujer contrató a unos sicarios y que su objetivo era quedarse con el pequeño
hotel. Sí, ustedes me dirán que el autor
intelectual del triste hecho fue, a fin de cuentas, un europeo. Yo, que tengo
la mala o buena costumbre de relacionar muchas cosas con la ficción, enseguida
he pensado en El corazón de las tinieblas,
de Joseph Conrad; y claro, también en La otra
isla, de Francisco Suniaga. He pensado cómo se abandona un país minúsculo
de casas iguales y niños iguales y bicicletas iguales y lluvia igual de
permanente, para ir a morir a ese lugar de supuestas sonrisas y amabilidad y
utopía de sol constante. Por eso un margariteño como Suniaga podía escribir
sobre nuestra crueldad: la que parece consumirle el rostro a los ancianos que
desde hace décadas no entienden qué extraño influjo ha venido a posarse sobre
todas las cosas. Una isla inhóspita con la que sueño todos los días,
lejana al folleto turístico, a las mentiras que repiten sin pudor algunos
despistados que asumen que escudarse en bellezas naturales soslayará el reconocimiento
del horror. No quiero quedar bien con nadie; no me interesa enumerar las
bondades del Caribe: nací y crecí allí, por eso las tengo muy claras. No me
plegaré a esa legión de ciegos optimistas porque no escribo para complacer el
chovinismo de propios y extraños. Un hombre ha ido a matar a una isla. No ha buscado
a los asesinos ni en Limburg ni en Turnhout; ha querido matar para quedarse a
vivir en la playa del Tirano Aguirre. Otros tantos han ido a morir asesinados. Aquí todos ansían vivir de los turistas pero
nadie quiere ser servicial. Estos alemanes no saben a dónde han venido a parar;
hay que joderlos porque son ingenuos. Cuando pienso que algún día me iré a vivir
en una isla, recuerdo que las islas son lugares tramposos.
La otra isla,
la que comparte el sol, la brisa y el mar azules, la isla invisible pero espesa
donde todo se posterga, la isla sin tiempo del mañana, mañana, la de todas las
miserias, la isla donde anida la tristeza escondida tras una sonrisa, la que
obliga a vivir sin hipótesis y a morir de la misma manera.
La otra isla. Francisco Suniaga.
“Siempre pido
permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los
que parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca
los vuelvo a ver”, comentó. “Además, los cambios se producen en el interior,
sabe usted”.
El corazón de las tinieblas. Joseph
Conrad.
Eh, me gusta mucho este blog, me lo quedo.
ResponderEliminarGracias. A mí me gusta mucho el suyo.
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