La madrugada del 24 de diciembre me despertaron los gritos
afónicos de una mujer que pedía auxilio: creía estar muriéndose.
Ante el silencio y la quietud de los demás en el pabellón,
decidí ir en su ayuda. Era una anciana diminuta, mucho más que mi recién
difunta abuela. Respiraba con la mayor de las dificultades, asistida por una
mascarilla de oxígeno.
En vano busqué a un enfermero, alguien que pudiese socorrerla de manera adecuada.
Tomé su mano; con voz entrecortada me dijo lo obvio: la
falta de aire le causaba incesantes dolores en todo el cuerpo. La ayudé a
incorporarse (su fragilidad me asustaba) y conecté el tubo de la mascarilla
que, descubrí, se le había caído durante la noche.
Permanecimos una al lado de la otra. Su nombre era Norma, y
de su pecho enfermo fluía una voz temblorosa, casi inaudible pero dulce.
Yo, que soy dada a notar las cosas más tontas, no pude
evitar admirarme por su atuendo: llevaba una bonita falda plisada y una blusa
con estampado de estrellas. Casi como una chica cualquiera, pensé. Una chica de
75 años, orgullosa de vivir sola y, ahora, terriblemente asustada.
En algún momento reparé en todos los instantes extraños que
el pasado cercano fue incapaz de imaginar.
Cuando despuntó el día –eran las seis– ya me había hecho a
la idea de estar en otro lugar: uno del que quizá saldría igual de deprimida,
pero con el recuerdo de Norma calmándose de a poco gracias a mi torpe y
silenciosa compañía un 24 de diciembre. Ayudar a otro siempre es una manera de
auxiliarnos a nosotros mismos.
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