Tú dices:
La escritura es irrelevante, la escritura no salva. Y asientes, convencida por la crudeza de la realidad.
Luego te llevan en la ambulancia, y mientras esperas al psiquiatra, un anciano que han sentado a tu lado te habla y te cuenta de su pasado como concertista, de las cientos de piezas para violín y mandolina que compuso hace tiempo ya. La asociación, dice, ahora le paga 700 pesos mensuales por sus aportes (a la música, a la cultura, a lo que sea).
A los pocos minutos repite el relato cual si fuese la primera vez, palabra por palabra. Entonces al asco que sientes por tus heridas se suma el asco por la vejez; la pobre vejez que tiene el mal olor de un anciano cándido aferrado a unos triunfos para no morir de pena; el tufo pérfido de unos pocos pesos mensuales que no sirven para nada.
Y ahí mismo te sorprendes pensando en el potencial relato de una sala de urgencias: el relato de dos seres rotos que aspiran a alguna salvación más allá de notas y letras.
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