viernes, 4 de enero de 2013

Chuparle...los dedos



Quiero asarla de a poco, dorarla, untarla, pegarle tres mordiscos.
La quiero sobre la mesa de la cocina. Ruego a dios (¿quién sería dios en este caso? ¿Alain Ducasse? ¿Paul Bocuse?) que el vestido se corra un poco, sólo un poco justo ahí en el escote, ese escote más que turgente y sugestivo. Quiero chuparle los dedos.
La amo.
Su nombre es Nigella Lawson y cada vez que veo su programa un soplo de paz y concupiscencia ya ven se apodera de mí.
No me gustan las mujeres, al menos no como regla general. Pero Nigella no es una mujer: ella (como la Bellucci) es todas las mujeres porque encarna, desde mi sencilla opinión sobre el asunto, la feminidad en pleno. Sus caderas, sus brazos, su escote (de nuevo, disculpen, es que ella está al tanto y lo luce con desparpajo): todo habla de un cuerpo femenino que hemos ido dejando de lado para encumbrar, en cambio, una delgadez más que sosa.
Pero el asunto no es sólo corporal. Me explico: Nigella es cocinera por vocación y experiencia (hasta donde sé nunca cursó estudios formales de cocina) y lo que hace que su programa (cualquiera de ellos, tiene varios) se separe de todo ese universo de recetas dictadas cual fórmulas de manual agotado, consiste en la capacidad de esta mujer para permitirse ser imperfecta, torpe, descuidada incluso.
Real, Nigella se siente real. Mete los dedos en la salsa y se los lame luego. Comenta que no le da mayor importancia a la belleza del plato sino a la calidez de su contenido; se ensucia, prueba, habla un poco con la boca llena como si de un guiño de seducción se tratase, y lo que es más importante en el mundo actual: come sin miedo, sea una torta de triple chocolate, un trozo de cordero, un plato gigante de pasta. Nigella es eso que se nos ha ido escapando: la realidad, la libertad de disfrutar el más sencillo y esencial de los placeres: la comida.
Sería imposible no destacar ese pequeño pero significativo gesto que da cierre a su programa de recetas: es de noche, Nigella se acerca a la nevera en pijama, la abre y extrae cualquier sobrante de las delicias preparadas, y ahí, a la luz de la heladera, muerde gustosa y sin culpa.
Imposible no amarla de esta forma.   

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