Una de las sensaciones más molestas y demoledoras que existen ocurre cuando, al leer algo, pensamos que pudimos haberlo escrito nosotros. Somos también todo eso que se nos ocurrió y descartamos por miedo a ser reiterativos, por temor a nuestra torpeza. Quizá habría que escarbar con mayor ahínco para que las ideas no reposen silentes. Que escribir sea entonces un hurgar despiadado, un flujo constante de nuestros deseos oblicuos. Algo así como el permiso para ser, más allá de lo que casi siempre se vislumbra como una constante limitación. Yo ahora voy lanzando palabras como piedras: unas se hunden y otras, espero, hallarán eco en la distancia. De cualquier modo, importo yo: esta oleada constante de lo que anhelo decir, aún informe pero palpitante.
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