En el nuevo número de Las Malas Juntas pueden leer mi cuento, «La isla».
Debí esperar ochenta y un años para volver a la isla. Vine a la isla a morir, finalmente.
Las noticias de la destrucción de la isla y del territorio continental no me tomaron por sorpresa. No fue cosa de un día; no hubo una descarga súbita. Fue, en todo caso, el resultado de un largo proceso de desgaste y desidia.
Yo postergué siempre el regreso, aun antes de la definitiva catástrofe. ¿Qué sentido tenía ir en busca de lo que ya no existía? No tuve el valor de enfrentar los viejos espantos, de ver las cicatrices en las caras o en los muros. Las marcas de la convulsión militar, de las cientos de asonadas; la dictadura que se perpetuó con el paso de mando de uno a otro rostro anónimo, al punto que ya nadie sabía quién les gobernaba. Los derrames negros que cubrieron aguas y tierras, la sequía, el espanto. Nada de eso quise ver. Fui cobarde y ahora vengo a morir, cuando no queda más que podredumbre y silencio.
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