Me he despertado exactamente a las 5 am: esta vez no han funcionado las pastillas, me han quedado debiendo dos horas más de sueño. Es exacto el tiempo de las pastillas. Sé que no podré cerrar los ojos aunque mi perro intente acurrucarse a mis pies. Pienso en la maleta a medio hacer, en los regalos por comprar, en el dinero que no tengo. Eso es: corregiré el cuento; es muy corto, tal vez le falte algo. Todo ello para decir que aunque me prometí que no volvería en, por lo menos, cinco años, aquí estoy: nerviosa por la cercanía del regreso. Casi tres años y medio y lo que obtuve fue apenas una mujer con ganas de leer y escribir, que se deshace sola dejando astillas por el camino y, debo decirlo, que habla y piensa ahora un poco más cercana a quien quiso ser. El mismo desasosiego, el exceso de anhelar imposibles, sin saber de contenciones, jugando a las letras para no morir, literalmente. A las 5:36 comienza a amanecer y se escuchan los gritos habituales de algunos borrachos, pero el barrio está sereno. Serenidad. Incluso aquí, en la ciudad nerviosa, la serenidad es un asunto tangible. Pienso en mi familia repitiendo argumentos para que regrese definitivamente a Caracas y me golpean un poco ahí en las posibilidades. Y no sé por qué, pero recuerdo que ya no estarán los viejos vagones de la línea A, que han de cambiarlos por unos nuevos y toda esa belleza antigua porteña se irá al caño. Entonces, sin notarlo siquiera, me encuentro calentando el agua para el mate; no café: mate. Cebo mate como una más mientras medito en los cambios de las ciudades y en mí misma, siempre desbocada, siempre yéndome. No café: mate. Y la serenidad y la mujer que intenta escribir, todo eso en Buenos Aires. Es así como se arman fragmentos que luego se dejarán a la vera, cuando cambie el viento de nuevo y yo no sea más que una ausencia en ésta, la ciudad del mezquino cobijo.
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