domingo, 26 de diciembre de 2010

Habla por mí

Han sido semanas con otra rutina: por las visitas; porque es diciembre; porque hasta los no creyentes queremos renovar fuerzas y nos vemos sacudidos por el remolino de lo no hecho - lo que falta - lo que duele - lo que sobra - lo pasado - lo que somos y seremos.
Y no logro escribir, no tengo el silencio necesario y he perdido el ritmo y el entrenamiento.
Así que como me aconsejó un buen amigo, dejaré que otros hablen por mí. (He allí la explicación al post anterior)
En buen momento llegó ella, a decir lo que no podía yo:

jueves, 16 de diciembre de 2010

Regresar conmovida

Conmoverse es, muchas veces, ver allí donde había negro. Un instante en el que lo cotidiano emerge nuevo. Apariencia quizás falaz, quizá engañosa, pero nunca antes percibida.
Sumo en segundos una capa, otro nivel de lectura, y enriquezco la apreciación del cuadro. Y me arroba esa revelación.

Se devolvió, compró un “mezclaíto” llamado "Súper Salsa 5", con La Dimensión Latina, Joe Arroyo, La Orquesta Harlow, El Gran Combo y, por supuesto, Ismael Miranda. Se preocupó un poco al ver desaparecer el dinero de su cartera, pero se conformó buscando refugio en la música, como siempre lo había hecho, probablemente la única libertad que tenía un conductor de autobuses. El día se vislumbraba largo y pesado. Suspiró. Encendió su unidad. Arrancó hacia el fractalizado Centro de Caracas, siempre igual, siempre el mismo y, sin embargo, siempre caótico. No sabía por qué, pero en ese preciso momento, se sintió feliz.

Caracas cruzada, Vicente Ulive Schnell.

Gracias, John Manuel. Gracias, Vicente.

domingo, 17 de octubre de 2010

Pendeja Forever


La nacionalidad agota. Precisamente, ser venezolano hoy en día es una tarea titánica. Si normalmente el ser humano es crítico con su entorno inmediato  la autoridad que otorga el conocimiento y la cercanía , ser venezolano, al menos para mí, es un constante peso muerto sobre las espaldas.

La nacionalidad -luego el patriotismo- es ese sentimiento aberrante que mueve a las masas a proclamar sin fundamento lógico- la mayoría de las veces- que lo suyo es la excelencia  entendiéndose por “suyo” cualquier categoría que corresponda: música, carácter, comida, etcétera. Peor aún: que su modo de aprehensión del mundo y comportamiento es el correcto, el único admisible.

Fuera de este universo está el otro. De los nuestros, a veces, pero raro. Así pues, en Venezuela yo soy pendeja y pendeja moriré, me parece.

A las semanas de llegar a Buenos Aires, conocí a un barinés-maracucho por Internet. Decía en su perfil de “venezolanos en Buenos Aires” que no conocía a nadie en la ciudad, y por ser como soy tuve una brillante idea: si no los soportaba allá  a mis compatriotas  podría al menos declarar tregua en el exterior. Mira cómo se ayudan los colombianos, con décadas a cuestas y maestría en estas lides de partir y recomenzar.

Lo dicho: menuda pendeja.

Mi novio y yo lo citamos en un parque; casualmente, era su cumpleaños y aprovechamos para reglarle un alfajor (aún no teníamos trabajo y vivíamos al día)

Imagine un estereotipo. Ahí tiene al muchacho. Con verbo de metralleta dejó en claro desde el principio su adhesión al “Proceso”. “No es que sea chavista, estoy a favor del proceso revolucionario; soy crítico, pero estemos claros: nunca el país vivió un momento de reivindicaciones similares…”.

Respirar.

Nos contó que estaba aquí realizando una especialización de su carrera. Era uno de esos sujetos que gozan echando en cara el título. No importa la procedencia, para mí es símbolo de marginalidad y mente pequeño burguesa eso de erigirte como ser supremo ante los demás porque tienes un título universitario. Harina de otro costal.

Nos mantuvimos callados casi todo el tiempo mientras Tomás –así se llama el simpático gordito llanero- criticaba todo lo que había observado en esta ciudad. Que si los hombres no ceden el puesto en el metro o en el colectivo. Que si las mujeres aquí son extrañas y les falta guaguancó. Que la gente en verano -¡qué barbaridad!- se echa en la grama casi en pelotas a tomar el sol como si tal cosa  ¡el sol!, ¿has visto? . Que si los argentinos son insoportables. En fin: que si el calor caribeño y todas esas majaderías que no son más que un mito sobre el cual vaciar nuestras carencias.

“Tienes que salir más” nos decía mi padre cuando de niños saltaba a la vista nuestro disgusto ante algo desconocido.

La extrañeza que experimentan muchos latinoamericanos con el tema del verano-las fuentes-y la gente en ropa interior y/o de baño en público no me era ajena. Supongo que nunca lo entenderé: ¿no se lleva esa postura por los cachos precisamente nuestra tan cacareada condición de caribeños liberales, gozones? No hay nada más mojigato que un latinoamericano, si es caribeño, peor. Esta herencia mantuana que no nos deja vivir. ¿Qué coño te importa si una tipa se dedica a tomar el sol en una plaza? Todo lo abarcas, espíritu de doña de El Cafetal.

Tomás siguió: narró cómo sus compañeros de clase no soportaban que hablara tanto y por ello, alguna vez lo compararon con Chávez.

No faltaron, cómo no, infinitas loas a la patria. La patria, a la que quieres regresar, que te cobija con su manto sagrado  de 7 u 8 estrellas, escoja Ud. según la tendencia  y te arrulla con cantos de nodrizas y pilón.

Qué tupé el ego de los argentinos ¿dígalo?

Sabía que mi novio estaba tan incómodo como yo. Éramos cómplices en aquel silencio. Yo era culpable por arrastrarnos a ambos en el espiral del que justamente habíamos escapado hacía semanas.

Entonces Tomás agregó:

“¡Y cómo hay lesbianas en Buenos Aires! ¡Y caminan de la mano, como si nada! Un día al cruzar la calle vi a una parejita besándose y no lo podía creer. Me paré detrás de ellas y casi se me salen los ojos, por eso les dije:¡coño, disculpen, pero de donde yo vengo hay que pagar por ver esto!”.

Nos despedimos. Caminamos cabizbajos hasta el departamento en Corrientes. Cuando por fin recobramos fuerzas nos dijimos lo mismo: no lo hagamos más. Ya tuvimos suficiente; a partir de ahora, una nueva vida. Con venezolanos ni a la esquina. Estábamos generalizando, pero en nuestras mentes aturdidas y abochornadas era mejor prevenir que sufrir más representaciones en vivo y directo de lo que debíamos empezar a enterrar.

Un par de meses después vino un primo a Buenos Aires por asuntos laborales. De niña y adolescente siempre tuve de mi primo –llamémosle José- la idea de un tipo inteligente, crítico, leído. No perdía ocasión para hacerle bromas al primo militar –pasa hasta en las mejores familias- y recalcarle cuán poco usaba el cerebro. Poco antes de salir de Venezuela supe que estaba trabajando para el gobierno  para alguna institución castrista  y mi pendeja cabeza no me permitió advertir las razones.

José estaba fascinado con Buenos Aires: con la ciudad donde pululan volantes de putas por doquier.

Una noche entre cervezas -y supongo, a manera de expiación-, nos dijo que él llevaba años trabajando para el gobierno porque sabía que era la única salida. “Mira, Cristinita  los pendejos necesitamos que nos recalquen nuestra condición con diminutivos  la vaina es así: ellos no se van a quedar con toda la tajada. Uno tiene que ser inteligente y pensar a futuro, y yo aquí estoy haciendo real. Me muevo entre los chivos. Estoy pensando unos negocios, yo tengo una familia que mantener, y eso es otro peo. Coño, mira tú a ese carajo Diosdado, qué manera de conectarse. Verga, si uno pudiera llegar hasta ahí. Hacer plata, comprarte una lancha, una vaina. Total, éste es el mismo peo que había antes, en eso estamos claros, pero yo no voy a ser el pendejo que se ponga con la criticadera y deje de lado la oportunidad de su vida, compadre. Mientras a mí me tengan ganando plata, yo me quedo calladito. Yo veo cosas, pero me hago el loco. Así es todo, Cristinita. Ustedes porque bueno, son jóvenes y tal, y no tienen chamos. Eso está de pinga. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. Aunque bueno, creo que la verdad, no podría: eso de irse del país, así, sin tener nada. Una familia es otra cosa, ya te dije. Hay que ser más vivos que ellos. Yo no me voy a dejar joder.

No te digo yo… pendeja en mayúsculas, que lo sepa el mundo.

Así anduvimos con el primo José por Buenos Aires. Simpático, buena gente, cazando papelitos de putas, porque así se supone que son los hombres.

Coño, flaco, hay muchas cosas que están mal en estos encuentros. Demasiadas. ¿Dónde metemos el guayabo y la vergüenza?

Si esto es lo que hay, apelo al grito de guerra: then let’s keep dancing.

jueves, 14 de octubre de 2010

Conjuro


No puedo escribir. En un archivo de Word acumulo fragmentos inconexos. Me siento inútil. Odio pensar en un tiempo que fluye sin sopresas: con una rutina que no da tregua, en medio de un trabajo asfixiante que, sin embargo, paga. Ya sabemos, hay una cuota por cumplir. Odio sentarme a esperar, exigirme paciencia, ver aparecer lunares nuevos; notar la sutil caída de los senos. Yo no quiero una boda, una cerca. Quiero, eso sí, construir con mis manos. Tener voz y voto. No sobrellevar la agonía sobre un cuerpo rendido ante la aceptación. 

Necesito hallar refugio para tanto tiempo muerto.

Hoy en el receso del trabajo entré, como tantas otras veces, a una librería. Las librerías me sobrecogen: miles de pequeñas puertas por abrir. Tomé “Ojos de perro azul”. Lo leí hace mucho tiempo, tanto que ya no recordaba el cuento que da nombre al libro. 

“Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”.

¿Cómo pude olvidarlo? 

Fue un instante de modesta y secreta alegría. 

Tengo muchos miedos. Despertar y ver que ya no hay tiempo para nada. Asentir con resignación ante una vida que se diluyó en promesas. No comprender adónde fui a parar y por qué.

Pero hoy jueves una frase sirvió de disparador –de la memoria, de las palabras-.

domingo, 12 de septiembre de 2010

The last performance




Los Beatles vienen de la mano del flaco desgarbado que sólo ella sabe distinguir entre la muchedumbre.
La ciudad despierta fría y la grama se humedece con los aspersores. En la terraza de la biblioteca alguien lee a Cortázar mientras otros tantos, aún adormecidos, en las bancas y en el suelo, despliegan un par de ideas sobre Kant, Jung, Bazin y Platón.
Fumadores a un lado. No fumadores al otro.

“Venimos del corojal. No venimos del corojal. Yo y las dos Josefas venimos del corojal. Vengo solo del corojal y ya casi se está haciendo noche. Aquí se hace de noche antes de que amanezca. En todo Monterrey pasa así: se levanta uno y cuando viene a ver ya está oscureciendo. Por eso lo mejor es no levantarse.”

Varias chicas lloran en silencio. Una poderosa necesidad de asir lecciones nuevas les arropa. Todas piensan en los amores: imposibles, reales, cercanos, venideros, literarios. Un muchacho quiere ser alguien. Todos anhelan ser inmortales en el instante de la revelación artística. Son jóvenes, poderosos, lúcidos, sensibles. Todos sufren pero no saben cuán irónico será el futuro.

Una mujer morena de cabellos largos y llamativa deambula diariamente esos pasillos de concreto. Disfraza la pobreza con tacones, minifaldas, maquillaje. Ella está más cercana a la realidad de esta ciudad barroca que los niños que ahora juegan a ser Simone, Alejo, Jean Paul, Francois. O bien, son todos. Todos componen este entramado de gentes, habitantes de la vieja ciudad moderna.

La chica y el flaco se enamoraron en los ensayos de un pequeño montaje teatral. Una tarde él le regaló un casette con temas de Los Beatles. Otra tarde le comentó que pese a su virtuosismo musical, no lograba componer canciones pues las letras le eran esquivas. Fue un amor intenso y tempestuoso. Esas relaciones tempranas cargan siempre el fardo de la inocencia y la ignorancia; sin medias tintas, con apuro; desbordadas.

Por eso aquella primera ruptura la tomó sin anestesia en medio de esta mañana cualquiera entre anotaciones, copias, alguien que recita unos versos que asume nuevos y otro que presiente que ya lo sabe todo de cada materia que le enseñan. 

Y entra a llorar al baño pero en ese pequeño espacio de esta rara universidad alguien oye “Don’t let me down”. Esa mujer que ha visto en el cafetín, tan arreglada -a su manera-. Y descubre que viene de su casa en harapos que luego cambia en esa pequeña caseta: un bolso gigante guarda lo necesario para el rito de transformación que cada día se lleva a cabo en ese baño público. Sale siendo otra, se unta crema, se perfuma, se maquilla, se pone las medias panties, los zapatos de tacón. La música emana de un radio viejo. Le sonríe y la chica llora más.

A esta hora la luz proyecta formas geométricas a través de las rendijas. Pequeños grupos de estudiantes conversan y fuman en la grama. Ninguno de los otros está, y sin embargo, son siempre los mismos, repetidos hasta el infinito en cada personaje nuevo. En grandes morrales cargan estos recuerdos y momentos extraños de una época intensa.

Como la mujer que llegaba al amanecer para luego ser distinta, así mutaron en prospectos más adecuados para la ocasión.

Las niñas aprendieron a vivir con la conciencia de un presente difícil. El niño enjuto devino en absoluta sombra gris para perderse en la multitud.

lunes, 30 de agosto de 2010

Lo que descubrí en la cocina


Fueron dos factores los que me llevaron allí: el desempleo prolongado y la curiosidad por trabajar en un restaurante.

Alirio era pálido, de un tono de piel casi amarillento. Usaba los pantalones a la cintura y las camisas por dentro de éste; roídas, con pequeñas manchas, las camisas manga corta de Alirio me recordaban a Diego y a David. Fresa y chocolate, pero lo de él no eran los dulces: Alirio era el artífice de todas esas exquisiteces que buscaba devorar la clase alta caraqueña en sus fines de semana de amigas, darling, maridos pilotos, niñitas hoy en mi casa.

El salmón marinado, los bocconcini con tomates secos, el vitel toné, la caponata: sus obras en grandes y pesadas fuentes, que sólo osaba llevar personalmente al mostrador cuando alguien le ponía sobre aviso de la presencia de una celebridad en la tienda. Y salía entonces solemne llevando en sus macizos brazos el manjar que le acercaría a la divinidad.

Y las doñas encopetadas, las clientas de siempre, con el chofer a un lado –discreto y sumiso- pedían un poco de todo para complacer a los maridos. Y yo imaginaba las terrazas frondosas, los hombres con pantalones perfectamente cortados, el sol tropical, las obras de la sala, la mucama en uniforme, las conversaciones sobre política y viajes, las palmeras, el mármol, los ventanales. Whisky y comida italiana: las singularidades de mi país y de la ciudad de contrastes absolutos, que va desde esas mansiones de dos plantas hasta Guatire, donde vivía solitario Alirio.

Un día se enteró de que yo había estudiado cine y cambió su actitud recelosa y callada hacia mí.. Así supe que ese hombre discreto de edad indescifrable era adorador de las viejas estrellas del Hollywood dorado. No uso el adjetivo “adorador” en vano: Alirio me contó sobre el pequeño altar que había levantado en su apartamento: allí reposaban imágenes de Ava Gardner, Katherine Hepburn, Greta Garbo, Norma Shearer, Elizabeth Taylor.


Mientras yo limpiaba y ordenaba, susurraba fugazmente en mi oído el nombre de una vieja actriz y entonces esperaba mi respuesta con un brazo sobre el pecho y el otro ondeando. Eran discretos los ademanes afeminados de Alirio. Era seguro, moderado en el habla.

Durante años esto también me lo contó coleccionó antigüedades que luego fue vendiendo al mejor postor. Claro, por eso recordé aquel recinto habanero plagado de figuras de yeso bajo mantas. Como él al fondo de la cocina mientras la dueña -hija de sicilianos- gritaba y daba órdenes con su perenne mal humor.

Los jefes sabían que Alirio era la mayor joya del local: demasiados años perfeccionando aquellas recetas; hábil, detallista, obediente; desde la trinchera, Alirio aprendió también a hablar italiano. Y me figuro que mientras cortaba los tomates para el filetto, la vieja matrona estaría al tanto de su finura y calidad como cocinero.

Un saludo a la actriz de teatro y televisión: “¿Cómo van las grabaciones de la novela?”. “Esa periodista no es tan bonita en persona”. Realmente se sentía en la cima cocinando para nuestras efigies de cartón y al final era irrelevante porque él, Alirio, era el maestro.

Una tarde la eterna italo-venezolana malencarada le armó un zafarrancho. Tan exquisita, tan de buena cuna, tan amore tiempo sin verte, querida. Días después decidí renunciar y a las semanas, para mi sorpresa, recibí una llamada de Alirio:

“Linda, eres muy especial. Ellos son así y a mí me toca aguantármelos. Te deseo lo mejor”

Alirio con sus camisas manga corta, sus pantalones de pinzas, sus divas en un altar, su soledad, sus figuritas de cerámica, sus muebles viejos.

Las cocinas esconden secretos y milagros.

martes, 17 de agosto de 2010

Thank you for the music, for giving it to me



"Decir  a alguien 'te amo' es decirle 'no morirás'."
Gabriel Marcel


Dicen que es muy grave. Dejo de lado un prometedor primer encuentro amoroso y parto hoy martes 14 de agosto de urgencia a Porlamar. No hablas y al parecer, tampoco escuchas. Da igual, empaco lo único importante: algunos cd’s con tus temas favoritos, los que me hiciste oír desde niña: Sinatra, The Marmalade, Elvis, Lennon, Raphael, ABBA.


Me hacen pasar. “Es su hija”, dicen a las enfermeras, a fin de hacerles romper las normas de la sala de emergencias del hospital.


Y allí estás: dormida, hermosa. El amor de mi vida, mi cómplice. Beso tu cara, obvio el pudor y te coloco los audífonos. “Aquí estoy, con la música que tanto adorabas”. Y hay una lágrima. Yo no soy creyente eso nunca te lo dije, pero sé que me escuchas y que fue para mí esa única reacción.


No me aparto de esta siniestra sala de espera. Dejo de comer; sólo bebo café y fumo sin parar.


 Echa las cenizas aquí. Yo después lo limpio, así tu papá y tu mamá no se dan cuenta.


Por el día algunos conocidos y familiares llegan. Para mí son inexistentes. En la noche sólo quedamos estos espectros. Los gritos de alguna madre. La ambulancia con un herido de bala. Algún incidente con un malandro.


— Decir te quiero mucho ya está trillado, Cristi. Yo te amo. Y los ojos se te llenaron de lágrimas. Y volví a bajar la escalera. Quería decirte que tú eras la única razón por la que aún visitaba esa casa (puede ser que sí te lo mencionara, no lo recuerdo)


All my sorrows
Sad tomorrows
Take me back to my own home


Junto a mí, De Profundis. Te lo regalé hace un par de años. Tú me enseñaste a amar también a Wilde. Y a entender algo de fútbol. La cocina: tu espacio. Heredé parte de tu magia en la sazón. Tú me regalabas las torticas de arroz de mis meriendas; yo aprendí muy temprano a hacer las crepes que devorábamos juntas. Olías a pimienta, ají, a crema, a un sutil perfume de mujer.


Este chico nuevo me llama cada noche; camino con el celular en mano por pasillos desiertos y logro abstraerme un poco del desastre. Son muchas horas. No tengo sueño.


I did what I had to do
And saw it through without exemption.


Para despertarme encendías la radio. Volvías a la media hora porque yo seguía dormida. Te pedía que me peinaras durante largo rato. “Siempre llega con las dos crinejas muy derechitas y sale despeinada”, te decía la maestra. Los carnavales en la 4 de Mayo; el helado con dentadura plástica de vampiro; papelillo; disfraces improvisados.


Más gritos; más sangre. Creo que me duele mucho la columna. A esta hora no me dejan entrar a verte. En la mañana te lavaré con paciencia; te pondré perfume; te cantaré al oído; te repetiré que te amo.


— ¿Por qué hay que dormir en la noche? Yo no tengo sueño
 Cierra los ojos y verás que sí.


El malandro de la cama de al lado está mal, comentan en emergencias. Es necesario amputarle la pierna, pero él no se deja. Todas las noches grita de dolor. Tiene tatuado el logotipo de Nike en la cabeza. Me ve cuando te acaricio. No quiero que te asustes, por eso traigo más música, así no oyes su quejido constante.


 Guardé todas tus cosas, Cristi, no sea que alguien de la familia mueva algo mientras estás en Caracas.


Ya no me mareo tanto con los cigarros. La avenida está desierta. Los policías bromean con mi prima Cristina. Sólo ella me acompaña. Le cuento del chico nuevo. Espero que se haga de día; todos olerán esta peste que cargo y no me importa. Como no me importaría enjuagarte infinitamente con este amor de hija sedienta de cariño y comprensión.


 ¿Por qué te viniste a vivir con nosotros, tía?
 No sé, cuando naciste me enamoré de ti. Y me quedé cuidándote.


Hoy no me dejan verte porque la situación del chamo empeoró y nadie soporta el hedor en la sala. Tus matas deben estar tristes allá en la casa. No quiero pasar por ahí; apenas he visto a mi papá. Está molesto porque no como ni descanso. Que se dejen de joder ambos: mi lugar es éste porque tú eres mi único hogar.
Maldito calor de isla podrida. Maldita luz inclemente.


Todavía es muy pronto y la sueño
Todavía su amor lo recuerdo


 A veces pienso que me gustaría irme a vivir contigo, yo no soporto a esta gente. Lo que pasa es que me siento como deprimida. Cuando tú tengas una casa, me mudo.


Maldita mierda. No soporto verla aquí con su exagerado dolor porque detrás de él se esconde la culpa. Sólo nosotras sabemos. Ya no sé qué decirte, ya no puedo pensar más. Un reloj que compraste con el poco dinero que tenías. Te traigo chocolates en cada viaje. Lloro a tu lado, me escuchas, me acaricias. La comida favorita. Fotografiaste mi niñez. Un 24 de diciembre juntas, ¿el último? The world is a bad place, a terrible place to life. All my crying, feel I’m dying. Estás seria y te hago cosquillas y ríes sin parar. Te ruego que me cuentes, otra vez, viejas anécdotas. Cómo lloré cuando murió Elvis. Desde el cuarto te oigo cantar la música de mi vida. Recuerdos tristes de un pasado alegre. Tanto veías Blancanieves que se dañó la cinta de Betamax. Tu mamá quería pegarte y yo le grité que no lo hiciera y se arrechó conmigo, pero es que yo sé que no habías hecho nada y le decías la verdad. El otro día estaban dando esa película y me acordé de ti. No llores, Cristi. Duerme, negrita.


Take my hand, take my whole life too


Sigo afuera bajo este sol miserable. “Dejen que pase a verla”. Y ya no eres tú: arrumada entre enfermos desconcertados frente a este cadáver. Sé que todo lo sabías. Váyanse a la mierda, no quiero oír a nadie. Es entre ella y yo. Nadie más merece llorar porque nadie la ama así.


Chiquitita, you and I know
How the heartaches come and they go and the scars they’re leaving


Escojo las mejores flores yo misma y las coloco en tu regazo. Sólo yo te toco y te arreglo. Yo, que te debo la vida. Aquí en mi cabeza sigue la misma música, aferrarme a estos temas es lo único que me queda, mi mayor alegría.


And now, the end is near,
And so I face the final curtain.


Espero afuera de la iglesia, no pienso entrar allí. Todas estas calles las recorrí de tu mano. Elvis una y otra vez. Hay mucha gente, pero yo permanezco al lado de tus dos mejores amigas, y a ellas les digo que nunca más regresaré; que ya no quiero saber nada de ellos. Todo te lo llevas. Y bajas a la tierra.


Like a river flows surely to the sea
Darling so it goes
Some things are meant to be


Mejor callo el desastre que viví y te cuento que me gradué y partí. Estoy enamorada y tengo a una perrita que sé habrías adorado. Le hinché al Diego; tomé fotos cuando murió Sandro. Espero algún día tener esa casa donde viviríamos juntas.


Gracias por esta vieja música que no corresponde a mi edad.
¿Ya te dije que te amo? Lo hice cada día. Lo hago hoy que se cumplen 3 años. ¿Lo demás? son nuestros secretos.
Tú y yo, tía.

lunes, 2 de agosto de 2010

Madrugada 6 am


Estás en pie. Bueno, no en pie, pero estás y eso ya es bastante. En pie sin aditivos. Y sabes que desde entonces da miedo recibir el amanecer: hay muchos recuerdos, mucha ansiedad, mucha mala nota, mucho desgaste, mucha depresión.
Pero estás en pie y es lo que importa.
Necesitas una vida nueva. Una dentro de la ley, una concreta. Una que no contemple amaneceres con ansiedad.
Caracas: yo no te odio, pero no me pidas que vuelva ya a tus fauces. No puedo. Es el vino, Caracas. No puedo. Es mi vida, es el tacto, el olfato, el oído. No puedo. Es tu vicio, es tu droga, es tu ruido, es tu mala trampa, tu soledad, tu ligereza, Caracas; es tu lujuria –y la mía-. No me pidas que me lance. No me pidas esa muerte.
Mariana me pregunta porqué no puedo volver. Pero ella sabe que yo no tengo raíz: no hay familia, no hay casa, no hay bienestar.
He intentado desde largo tiempo, construir una cerca alta; marcar distancia con un antiguo hogar que sólo me trae tristeza. Y desde que te fuiste, tía, quedó al descubierto la grieta entre ellos y yo.
A las 6:00 am, borrachos y extasiados con Vytas Brenner y Aldemaro Romero, Jonathan dijo: “Caracas huele a café en la mañana”. Y todo se vino abajo. No es Caracas: es Porlamar, es cada rincón, le contesté. Todo huele a café al despertar. Y notamos que en efecto, duele.
Al día siguiente, el despecho había desaparecido. El amor se borra cuando abres los ojos y comprendes por milésima vez que no, Mariana, no quiero volver. Todo el tiempo es poco.

miércoles, 21 de julio de 2010

Navegada


Una senda bordea el pequeñísimo bosque que conduce de la Leyse-Hoevestraat a la Abadía de Tongerlo. El aire es frío, las bicicletas tienen prioridad y un riachuelo separa los árboles del asfalto. En el medio, la avenida, y a la derecha, se extienden largos y calmos los sembradíos de tonos marrones. Tongerlo, ese minúsculo pueblo dentro de otro minúsculo pueblo llamado Westerlo, que forma parte de la minúscula provincia de Amberes, una de las cinco que componen la minúscula región de Flandes y así, junto a Valonia, configuran un minúsculo país llamado Bélgica.

El silencio invade Tongerlo sin importar el día o la hora. Las casas son en principio, todas iguales, con sus jardines en la entrada o en la parte posterior. La gente siembra, los jóvenes se casan pronto y construyen una nueva vivienda como las anteriores. Los niños andan en bicicleta al tiempo que aprenden a caminar. Hay una iglesia, una calle principal, un par de panaderías, un mercado el día miércoles, una escuela, varios cafés. Tongerlo es gris, verde, y ocre. Carece de estación ferroviaria, pero tiene su propia cerveza de abadía y su propia réplica de la Última Cena de DaVinci.

En Tongerlo todos me miraban extraño y claro, cómo no, nadie allí tiene el cabello rizado, nadie allí es del Caribe.

Los adolescentes son siempre iguales y ni en un lugar tan remoto y provinciano como Tongerlo dejan de parecerse al estereotipo molesto y arrogante que conocemos. Hablan en código, usan el dialecto y no hay neerlandés de escuela de idiomas que valga para comprender y sentirse parte del grupo.

Mi primer y más fuerte sentimiento de extranjera vino al notar las caras serias, las expresiones de discrepancia y asombro de los demás estudiantes porque yo tarareaba canciones –en los pasillos, en el brevísimo receso-. Una vez, una chica se me acercó y me dijo que era realmente perturbador y raro el hecho de que soliera cantar en voz baja. Era una costumbre de siempre. Nunca más lo hice.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú: apartado.

II

Hay una hora durante la tarde en Caracas. Y un viejo y destartalado café donde los italianos que emigraron hace tanto aún hablan en jerigonza, juegan cartas y fuman sin parar. En ese café me besaste y pensé que el romanticismo puede hacerse a medida, sin aspavientos, sin directrices, sin moldes.

A media mañana bajaba del edificio y me sentaba en los bancos con divisores metálicos sólo a ver la Avenida, a prender un cigarro, a tomar el nescafé de vainilla.

Caracas tiene un boulevard que lleva de la Urdaneta a la Biblioteca Nacional y en sus alrededores, cualquier menudencia es factible de ser hallada. Lo completan viejos con perpetuas carpetas bajo sus brazos, con esa moda que subsiste de otras décadas, porque en el centro de Caracas aún se vive como en una de esas películas que guardamos en cintas de betamax.

En mi primer semestre en la golpeada y soberbia Universidad Central, varios compañeros se rieron porque yo no entendía qué era “el pacheco” y yo me reí porque ellos no sabían a qué se refiere un margariteño cuando dice “fulano está ñeco”. Yo llegué tarde a “burda” y mi acento siempre conservó un raro tono neutro.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

III

El viejo muelle de Ensal es largo, tan largo que si te asomas en la punta, ya no distingues el fondo del mar y el agua es verde esmeralda profundo. Desde allí se divisa al frente, lejana, La Fortaleza de Santiago de León de Araya. De la calle hasta allá caminaba antes de las 7 de la mañana, sólo para tenderme en la arena y esperar que el sol saliera desde el barrio de Los Pitillos: cuando no quema pero vigoriza, y el agua está tranquila y fría y sólo un peñero distante levanta algunas olas.

Un niño me dijo que yo no hablaba como ellos, ni como mis primos. Y yo les entendía casi todo y lo que no, lo aprendía.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

IV

A la bahía de Manzanillo pocas veces la visitan esos turistas venezolanos que cargan a cuestas un radio inmundo por el que se oye la música que detestas oír junto al mar. Los pelícanos revolotean y los pescadores sacan mejillones –sí, como los que se degustan en Flandes-.

Hay una puerta secreta en el armario del cuarto de mis padres. Papá me dijo una vez: “es un falso, allí se escondía la mercancía del contrabando, cuando la casa aún era de tu abuela. Está clausurado”. Y, cada tanto, yo le rogaba que la abriera para entrar y descubrir por mí misma ese largo y angosto pasillo escondido.

Lo que mi padre sí me concedía era comprarle Corocoro a la anciana sonriente que algunos días pasaba por mi casa con su cesta sobre la cabeza y gritaba: “¡Goyo, hay pescao’ fresco!”. Y si le traían langostas, yo las hervía junto a mi tía: vivitas, pasaban del negro al anaranjado, y luego les sacábamos la carne de las patas y hasta lo que no se debe comer me lo comía, y mi madre decía “esta niña va a tener que casarse con un millonario cuando sea grande”.

Mis amigas del colegio me veían raro porque yo leía mucho y siempre andaba dibujando; forraba los cuadernos con fotocopias de obras de Dalí; me iba a la biblioteca durante el recreo.

Para despedirme de la Isla por enésima vez, fui a Playa El Agua con Paola y en la noche, mientras bebíamos como la décima segunda cerveza, un navegao, negro y flaco, con ira, me dijo “tú no eres de aquí, tú no hablas como la gente de aquí, tú eres una niña burguesa”.

Hay algo en las miradas, hay algo que no logra descifrarse. Tú, apartado.

Me fui llorando. Y ya no quiero regresar. Porque en Buenos Aires también hablan en clave, como en Tongerlo, como en Caracas, como en Araya. Pero en ninguno de esos lugares viví 17 años, y ese hombre, representación de lo que subsiste en un territorio que he de llamar mi país, me recordó que en efecto, nunca seré ni fui. Y si no soy de esa Isla sólo porque así su odio lo reclama ¿qué ha de quedarme?

Y así me marché. Por eso ahora camino sola y procuro desentrañar un nuevo espacio.

jueves, 15 de julio de 2010

De Boda con El Chupacabras


Hace días encontré esto en Facebook. Sigo digiriéndolo. Al final me parece que sobra cualquier reflexión. Esto es lo que somos: pura pantalla. Rancia, barroca y cursi.
Sobredosis de Todo en Domingo, Miss Venezuela y Sábado en la Noche. Lo cutre nos corroe sin distingo de clases. ¡Marica, ganaste! ¡El día más importante en la vida de una mujer es tan intenso como una imitación barata de Elena Kalis!

De Oro Puro

¿Y el chupacabras?

“El Apocalipsis ya llegó y estamos en el purgatorio”.
Mariana.





sábado, 10 de julio de 2010

La dama de Chacao


La vi en aquella pequeña plaza de Chacao. No recuerdo de dónde venía, pero sé que sucedió durante “la gran depresión”: muchas, demasiadas madrugadas extendidas hasta el atardecer; una continua fosa que urdí con ahínco.

Ella sola. La enigmática dama de Chacao. De negro riguroso. Hermosa y siniestra. Delgada, de piel blanquísima, minifalda, chignon, labios rojos. Y un perro pequeño, también blanco. Así que no estaba sola. Pero había soledad en torno a ella. O eso quise ver.

La perfecta estampa de mujer regia. Rondaba los 70 años.

Y siguieron las noches, los amaneceres, el desvarío.

Esperaba verla de nuevo y así sucedió: siempre por los predios de Chacao. Invariablemente engalanada ella: de tacones, cabellera con un tono impreciso entre el rubio pálido y el gris, y ese maquillaje que destaca los años. Con paso altivo. Tan rara, tan ajena a esa ciudad mugrienta.

Maja. Indiferente a sus años, a una edad no correspondida con las largas piernas torneadas. Ella estaba al tanto, por eso la falda llegaba a mitad del muslo. Y a nadie miraba la dama misteriosa, pero quizás sólo yo la percibía en mi transitar cabizbajo.

Hay cosas que son bellas pero al mismo tiempo espantan. Un aire lóbrego: el panqué aterronado entre los surcos de las arrugas. Panqué, no base. Teatro, farsa, camerino, viejas glorias. Norma Desmond y Señorita Havisham. Y sin embargo, sería injusto porque aun así, nada de eso eras. O sólo en parte, porque tu mirada que no me veía era odiosa y pensé que eras amargada. Bella aún, pero intratable.

Es posible que pensaras que tu presencia alcanzaba. ¿Hace falta algo más cuando con creces se ha superado el límite de lo que llamamos mocedad y, no obstante, todo lo que queda puede exhibirse entre minifalda y stilettos?

Mujer presuntuosa y triste, no eras Havisham, porque salías airosa a caminar por la Francisco de Miranda y te sentabas a exhibir esas piernas magras y pálidas en la placita. Caracas no es una ciudad para sentarse en un banco a contemplar la vida: tan pocos espacios, tan pocas pausas, tan poca benevolencia. Pero tú, al igual que yo, hallaste refugio en una de esas escasas banquetas de cemento. Ciudad-cemento. Ciudad-perrero. Ciudad-bullicio. Ciudad-barroca. Ciudad-espanto. Ciudad-adolescente. Ciudad-roja. Ciudad-esperpento. Ciudad-roñosa.

Yo no sé si eras Norma Desmond. Pero de nuevo, no conquistaste un palacio decadente para ocultar tu derrota de miradas curiosas. No, tú te adornabas y exponías toda. Aislada, ¿abandonada?.

Qué inusual mujer y qué inusual capital, como inusuales esos días cuyas particularidades ya no distingo; un amasijo de luz artificial, ojeras, cenizas, boca pastosa. Y en la camioneta destartalada supe que quería ser como tú y mirar al tiempo vanidosa, con frente altisonante, mas temí tu aura de desamparo, porque a eso, hasta entonces, se resumían mis días.

viernes, 9 de julio de 2010

#TodosDicen




Todos dicen que los alemanes no lloran
Todos dicen que la coca es mala y la marihuana buena
Todos dicen que tu país es bello y merece amor
Todos dicen que el Caribe es cordial
Todos dicen que los europeos son fríos
Todos dicen que los argentinos son impertinentes
Todos dicen que el margariteño es siempre devoto de la Virgen del Valle
Todos dicen que las mujeres no deben pronunciar groserías
Todos dicen que hay que lavarse las manos después de orinar y masturbarse
Todos dicen que el amor dura dos años o a lo sumo, cinco
Todos dicen que los gatos son adorables
Todos dicen que los gays son promiscuos
Todos dicen que está mal beber alcohol cada día de la semana
Todos dicen que Kusturica es genial
Todos dicen que Woody Allen se repite
Todos dicen que les encanta Godard
Todos dicen que es horrible irse del país por lo mucho que se extraña a la familia
Todos dicen que es de cínicos no celebrar día del padre, de la madre, del amor y del árbol
Todos dicen que la moda es banal
Todos dicen que la moda es trascendental
Todos dicen que Sex and the City es frívola y pervierte a las mujeres
Todos dicen que Sex and the City es fantástica
Todos dicen que no llegas a ninguna parte si no sabes a qué lugar quieres llegar
Todos dicen que hay que apostar siempre a la razón
Todos dicen que los hombres son básicos
Todos dicen que las mujeres somos arpías
Todos dicen que hay que irradiar buen humor siempre
Todos dicen que hay que llevar la vida con moderación
Todos dicen que hay que apoyar el cine nacional
Todos dicen que hay que ser sarcástico y ocurrente
Todos dicen que el tamaño no importa
Todos dicen que hay que ver los clásicos, leer los clásicos, oír los clásicos
Todos dicen que hay que ser comedido
Todos dicen que no se debe gritar
Kelly me cuenta que todos dicen que lo único que sirve en artes visuales son las últimas tendencias. Que el resto ya pasó de moda.
Mariana agrega que todos dicen que el desorden y la improvisación son un planteamiento estético.
Todos dicen y dicen y dicen. Yo digo y digo. Todos. Siempre. El mundo no se cansa de decir.

viernes, 2 de julio de 2010

¿Perspectiva?

Antes de irse para siempre del país becada por Fundayacucho, mi hermana me llevó al Teatro Macanao a ver “Indiana Jones y la Última Cruzada” –yo tendría 8 años e ignoraba cualquier dato sobre la saga o el personaje-. Hicimos la larga cola en la acera, frente a la marquesina y junto a la heladería que estaba en la planta baja.

El teatro Macanao quedaba a escasas tres cuadras de mi casa, en un segundo piso de un edifico que daba a la calle que termina frente a la plaza Bolívar, en pleno centro de Porlamar. Sus escaleras siempre se me hacían largas y empinadas pero al final estaba la máxima dicha: llegar al pasillo pequeño con su vieja máquina de cotufas y el mostrador de la caramelería cuya oferta se reducía a Bolero, gomitas, Cheese tris y chocolate Savoy, para luego, traspasar las cortinas de tiras grises y entonces sí: la sala sin pendiente y la certeza de ser feliz en la última fila –mi tía Arcelia decía que eran los mejores asientos-.

Por años he recordado mi infantil expresión de asombro ante la experiencia Indiana Jones. Me figuro que los ojos querían salirse de sus órbitas y así marché de vuelta por el corto camino a casa con aquella sensación de no saber qué había pasado. Por lo demás, guardo escasísimas memorias de mi niñez junto a esa mujer que, más que hermana mayor, luego fungió de hada madrina.

El teatro Macanao duró unos cuantos años más. En plena adolescencia fuimos Daniela, Paola y yo a ver “Seven”. Por estar en la época de la risita estúpida en los momentos menos adecuados, le arruinamos la fiesta a los otros espectadores.

Con El Uno y Medio se completaba la oferta de exhibición cinematográfica en Margarita –al menos, durante mi niñez y juventud-. Éste tenía una ubicación rara: en medio de un centro comercial abandonado, con la sede de la PTJ y una fonda española como únicos sobrevivientes. Con estupefacción observé durante muchas semanas las largas filas que se formaban a propósito de Los Power Rangers en aquella mole, especie de súper bloque que en la actualidad exhibe gigantografías del Seniat.

Fue en el Uno y Medio donde logré mi vergonzosísimo récord con Titanic: 3 visionados. Tenía 15 años. Hoy me parece una comedia involuntaria…

Y es que ciertamente, el Teatro Macanao y el Uno y Medio vieron parte de lo mejor de una era: inocencia y fascinación. Pero fue sobre todo en el primero donde nació mi interés por el cine. O quizás exagero y sería mejor decir que el Teatro Macanao me brindó la alegría del entretenimiento simple, sin poses, sin aspavientos, sin crítica antes de seleccionar el filme o discusión pretendidamente erudita al finalizar la función.

La impresión de Indiana Jones cruzando un puente perceptible o no según el ángulo de cámara, estuvo conmigo cuando decidí estudiar Cine. Fue la primera, genuina ensoñación ante la pantalla.

¿Cuántos detalles guardamos del pasado remoto? Sensaciones, imágenes, fragmentos vívidos que, lamentablemente, no podemos asir por la actual inexistencia de los espacios que les dieron cabida. Como cientos de otras salas, el Macanao luce hoy enormes letras rojas que atraen a fanáticos no ya de cine, sino de la promesa de una vida sin sufrimientos.

Supongo que la lejanía es la culpable de tantas memorias. Después de marcharme de Margarita, cada nueva visita empezaba y terminaba con la infinita tristeza de su nueva cara, más y más precaria según el paso del tiempo. ¿O acaso era sólo mi mirada de nativa devenida en navegada y la Isla siempre fue así, tal como la Última Cruzada: un parapeto con fecha de caducidad que soporta mal la perspectiva que conceden los años?

jueves, 24 de junio de 2010

El hombre descosido







“¿Pero qué le hace a mi mente?
Tira el lastre al mar para que el globo pueda volar”.

Tom Birman, The lost weekend, 1945.


¿Cómo escribir sobre lo que nos enardece? Acá van unas líneas, Diego Armando.

Me gustan los antihéroes. Me gusta le gente rota, la gente hecha de retazos, de vida y muerte, de infierno, de errores entrelazados con talento. Así que, de entrada advierto, lo que viene es visceral: yo a Maradona lo rebanco en la cancha. Invariablemente.

Pero a las doñas que plagan el mundo siempre les viene bien divertirse con el sujeto en desgracia que osó burlar el manual de moral y buenas costumbres. (Líbrame Señor del pecado que es tan apetitoso, Amén)

Yo he visto el cuerpo de Don Birman tensarse frente al anhelado primer whisky; la vacilación que aflora y cede antes de beberlo compulsivamente, mientras -reflejado en el espejo- el cantinero desaprueba su adicción. Pero Birman ha hecho el pacto y su humanidad toda se relaja (flagela) ante la posesión del alivio ilícito.

Yo viví la noche macabra. Yo también estuve ahí. Yo he visto más de lo que esperaba.

Nada, nada te hace más humano que destruirte cuando todo es adverso. Revolcarte en tu miseria, descender a los abismos. Confundir día y noche, tantear la curva descendente y pensar que eres imperecedero, hasta que la faena del mundo continúa y sólo prevalece una angustia inexplicable para quien vive según la cartilla.

Cavilo sobre estas ideas cuando pienso en Maradona. Te reconocí en el 94, en la nefasta salida, mientras mi tía Arcelia lloraba la ignominia de ver al héroe en desgracia. Supe de ti como sabemos de lo que es de todos: por su omnipresencia. Te oí nombrar por ella innumerables veces; tus hazañas narradas con infinita pasión por su voz maternal. Y así te quise como extensión de su admiración eterna hacia vos, Diego.

Yo oí a la gente farfullar y deshacerse en burlas. Iban satisfechos sobre su propia roña, la que pesa, la que se esconde; la que les hace buscar ídolos inmaculados para obviar el reflejo de su podredumbre. ¿A qué le temen?

Ellos hablan siempre, no se agotan. Ahora vuelven a gritar henchidos de decencia e hipocresía. Y tú regresas –siempre lo haces-. Y ahí te advierto grande: emerges de la ruina.

“¿Te has acostado mirando a la ventana? Ves una luz pálida y te preguntas ¿el día empieza o acaba? ¿Amanece o está anocheciendo? Es un problema terrible, porque si amanece, estás muerto”.

Así lo narra Birman. Palpas (palpamos) la basura y en la conciencia – o no- de llevar la vida al límite hallas un regusto mortuorio. Es así cuando parece que no hay escapatoria, todo y nada está de nuestra parte. Ese es el juego. El resto, es la vida en analógico. La debilidad no te hace y no nos hace peores. Tú surges y te sé crecido porque la luchaste como quien distingue el foso y retorna. Tienes el secreto en la mano, en el alma magullada hasta el fin.

Vuelve Birman, vuelve Diego. Volvemos los que cruzamos el umbral y compartimos la cicatriz que escuece. Cuesta tiempo y sangre sanar de tanta vorágine. Por tanto, una cosa sí sé: vale la pena ser vulnerable. Saberse grotesco. He allí el asunto. ¿Y tú crees que cualquiera muere y retorna? ¿A cuál demonio tentaste?

Anoche, ensimismada en las razones -¿existen?- que sustentan las pasiones (pues lo que nos exalta suele ser lo más inaprensible para el juicio), dejé el televisor encendido en un canal cualquiera y allí estaba Tony Montana, justo en el instante de declive cuando, lleno de furia, increpa a la turba momificada:

"You need people like me so you can point your fingers and say 'hey there's the bad guy!' So what does that make you? Good guys? Don't kid yourselves. You're no better'n me. You just know how to hide -and how to lie. Me I don't have that problem. I always tell the truth -even when I lie”.

Ahora que vivo en Buenos Aires; ahora que estás de vuelta y engalanas como nadie la fiesta; ahora que la tía no está; ahora que yo también crucé la distancia que nos desvía de lo apolíneo y cargo el fardo de esa lucidez; ahora que en estampida, y para no perder la costumbre, se erigen sobre su falso pedestal los caretas del mundo: yo te aliento, Diez. Porque quiero seguir defendiendo mi postura: me banco a los humanos.

Vos sos el pie y la mano del gozo, Diego. Vos sos hoy la réplica para quienes se complacen en encumbrar y derribar ídolos con idéntico ímpetu.

Que los predicadores de oficio se desgasten en maniqueísmos. Ya ves, eso les tranquiliza y jamás han de agotarse. Yo me quedo con tus traspiés y tu gloria como fiel recordación de cuánto prefiero la honestidad.

martes, 15 de junio de 2010

Paréntesis. ¿Bailamos?

Y de repente, de la nada, escribo. Abro el blog, me dejo guiar por la euforia.
Puntos suspensivos y caída libre. ¿Cómo continuamos?
Leo otros blogs. Vuelve el miedo.
Escribe, sólo eso.
Aquí vamos, es sólo saltar al vacío para que no me arrope de nuevo la rutina de la inconsistencia y los abandonos a mitad de faena.
Critico en demasía: a los demás y a sus mundanos detalles que me exasperan. Obvio, me critico más a mí misma.
No te paralices por eso.
Recuerdo cuánto me gustan los musicales. Suelo tomarme muchas cosas de forma grave, pero amo la gloriosa rutina de danza que se inserta como quiebre en la estructura narrativa. El género musical suele causar comezón y desagrado entre los entendidos y los aficionados al cine (no me interrumpan la historia con cantos y bailes, vamos a lo que vinimos, ahórrenme la cursilería).
Yo, en cambio, sonrío ante la pantalla. Detengamos la marcha para hallar el goce en lo lúdico. Este es el paréntesis que me devuelve a la vida, ésa que no quiero dejar pasar por permanecer sentada ante millones de dudas.





-Would you like to try with me?
-I’d love to

Listo, ahí está. Me atreví.

jueves, 10 de junio de 2010

(Ya no) confiaba despertar




Fue en una de las últimas vacaciones en Araya. La abuela aún vivía, aún estaba en pie la casona familiar que cobijó tantas navidades y agostos de primos, playa, tíos, desorden, mosquitos y gritos. Sobre todo, gritos: en la casa de Araya no se hablaba: se gritaba; cosas de arayeros, de orientales: “¡Mira, muchacho, ven a comete el ermuerzo!” –la abuela decía ermuerzo, no almuerzo-; “¡Ustedes creen que esta es la casa de la perra! ¡Claro, María la perra! ¡Hacen lo que les da la gana! ¡A Lolita seguro no le llenan la casa de arena!”; “¡Anda a bañarte, fulanito, pareces un pescao’ salao’!” –parecer un pescado salado era un clásico: toda la muchachada sucia de mar, de sudor, escasos de ropa, desarreglados, felices y sin ánimos de refrescarse con agua dulce-. Muchas veces el griterío era tan ensordecedor que la casa parecía un manicomio, y a ello, había que sumarle el chirrido del pescado en el aceite burbujeante, el televisor a todo volumen que anunciaba la publicidad del esperado nuevo capítulo de la novela de las 9 pm, etc. En la cocina se concentraba todo, pues allí nos dábamos cita, como es tradición en Venezuela. Sentada en su rincón personal, al lado del teléfono, mi adorada tía Arcelia se llevaba las manos a los oídos y me sonreía con mueca de “esto no lo aguanta nadie”. Los primos buscaban hacer enfurecer a la abuela con bromas, la tía Orquídea los regañaba, el tío Hernán reía a carcajadas y por toda la casa olía a playa, a vida, a familia numerosa y, por supuesto, a Corocoro frito.

Durante esas temporadas dormíamos en cuartos compartidos, los bolsos de cada quien formaban parte del reguero y los trajes de baño colgaban por doquier. Siempre sonaba Franco de Vita en el cuarto de Cristina María y cuando la abuela se descuidaba, nos robábamos los heladitos de coco o guayaba que ella hacía para vender y que guardaba con celo en el congelador industrial de la sala. En las noches, los primos grandes –es decir, los muchachos, los que oscilaban entre los 15 y 18 años- se arreglaban con esmero, sacaban las mejores pintas, se perfumaban y salían cual tropa matadora a pavonearse en el jeep por las calles -cornetas a reventar mediante- con la canción elegida para la temporada, la que gritara “aquí están los primos Rosas, listos para conquistar Araya”. Eran un azote en el pueblo: las arayeras sucumbían ante aquellos chicos que venían cada tanto desde Cumaná, Caracas, Margarita.

En el desayuno había empanadas o huevos fritos con rolito, un pequeño pan francés que la abuela compraba por sacos a la panadería del señor Veloso. Los niños de la zona frecuentaban la casa, se metían a hurtadillas de mi abuela a ver los programas de moda en el televisor de la sala y a veces buscaban robarse algo de comida en la cocina. Andaban campantes hasta que ella los descubría y les pegaba tres gritos: ¡”Mira, Mono sin rabo, anda vete pa’ tu casa!” “¡Cisquito, baja los pies de los muebles!”. Los apodos de algunos fueron autoría de mis primos. De allí el mentado "Mono sin rabo". También estaba “Elichón”, a quien fastidiábamos por andar siempre espelucado al mejor estilo Luis Miguel en la época “Cuando calienta el sol”. Y Balito, el niño que superó una grave enfermedad y a quien, tiempo después, un ferry le aplastó la cabeza contra el muelle de Ensal, dejándole la frente deforme, único secuela del brutal accidente. Todos tenían callos en los pies de tanto andar descalzos por el asfalto caliente; todos vivían sin camisa y todos se lanzaban al mar a la hora que les provocase. Y siempre, siempre, iban por la vida en grupito, realengos, saboreando uvas de playa que recogían del patio de enfrente de nuestra casa.

Los diciembres eran cosa aparte y como tal, merecerían su propio capítulo. Baste decir que a todo lo ya narrado se unía una mayor algarabía y el trajín desmedido de hallacas –de maíz molido, nada de harina precocida-, pernil, y pare Ud. de contar cuántas cosas más se cocinaban entre la abuela, las tías, y todo aquel que se acercara a ayudar. La fiesta del 31 era una apoteosis en la casa de Araya: los vecinos y conocidos de la familia pasaban desde temprano y se llevaban a cuestas su bolsa con condumios. Recuerdo con espacial cariño a las niñas del pueblo con sus vestidos amarillos llenos de faralaos y comprados en Cumaná: la máxima ciudad, la civilización más cercana, a tan sólo un viaje de 30 minutos en tapaíto. Y el mentado tío Eloy -a quién no sé porqué llamábamos tío, si no era hijo de mis abuelos- o Alí, con su gaceta hípica a cuestas hasta en la hora de partir el año.

Nada de eso quedaba entonces en aquel viaje, aparte de que la abuela María aún coronaba su modesto reino. Por tristes vueltas de la vida, la familia se había separado en bandos; las disputas pudieron más que un núcleo que siempre se juró invencible y la casa, ahora sola con una matrona que ya sucumbía a la edad avanzada, se oía desolada. Y digo oír, porque todo adentro era silencio: habitaciones vacías, nevera vacía, Araya vacía.

Yo venía de Caracas, era la primera época universitaria: Tierra de Nadie, el novio nuevo, la escuela de Artes; descubrimientos en materia musical, el teatro y las birras a media tarde en Los Chaguaramos; Caracas de lo posible, de la fascinación; Caracas de entonces, la que nunca más tuve. Un año antes viví en Bélgica como estudiante de intercambio y tras mucho, mucho tiempo lejos de ese pueblo y de esa estancia sagrada de Los Rosas –también debido al quiebre familiar- y con todo mi nuevo bagaje, el regreso me resultaba fascinante. Aquello era como un ensueño. Había muchas sensaciones en mí: el inicio de la vida adulta, la vuelta a la patria y, cómo no, a la pequeña patria de Araya. Por supuesto, era una fase de grandes cambios: era yo y era todo. Era esa casa a punto de despegar de soledad; la ausencia de los primos, de la bulla. La Araya con un Mono sin rabo crecido que ya no me seguía para bañarnos en la playa del Castillo y jugar a sacar lapas en las piedras.

Allí estaba yo una tarde a golpe de 2. Las tardes en un pueblo como Araya son la perfecta definición de tiempo muerto: el bochorno, la soledad, la tierra que levanta el viento fuerte de la costa. Deambulaba por el largo corredor que iba de la sala del televisor a la sala del comedor, sin mayor preocupación y sin agenda que atender y entonces lo oí: del viejo radio de la cocina eternamente encendido en una emisora AM, cuyo nombre o dial no recuerdo, brotaba la melodía de “Engaña”, de Cerati:

Recuerdo el mar
soñé estar aquí
y no recuerdo despertar.


Y entonces cobró vida la alucinación. Porqué sonaba Cerati en una emisora dedicada a la música folklórica no tenía explicación entonces y no la tiene ahora. Dos de la tarde en el viejo caserón desamparado. Horra del burro y de la siesta y en medio de todo, esa melodía fascinante y yo, sola, con mi nueva vida cargada de promesas y maravillas. Nunca lo olvidé y cada vez que oigo el tema, estoy retenida en ese absurdo instante.

Mi sueño recurrente es el mar: cada vez que estoy por vivir un cambio, una experiencia nueva, desconocida, estresante, sueño con mar. Es así, no falla. Pero no es un mar plácido, porque para ser franca, yo le tengo pánico al mar; no puedo vivir sin él, pero me aterra. Quizás por eso en mis sueños éste siempre aparece oscuro y por más alegría que haya a mi alrededor, la atmósfera general es de pesadilla: mar y cielo negros.

Los acordes nostálgicos, sinuosos de Engaña están congelados en Araya. Siempre habrá una sensación onírica que acompañe su escucha. La canción de Cerati habla de una pareja, pero como consecuencia de la apropiación que cada uno hace de una obra –y ese disco todo es sublime y maravilloso-, Engaña se dirige a mí desde lo más íntimo y toca (engaña) justo allí donde se esconden las pesadillas. Sólo una vez más volví a la casa de Araya: mi abuela vivía los padecimientos que le llevarían a la tumba. Entonces murió ella y murió la amplísima morada de la familia. Pereció también el pasado familiar de algarabía y gritos por doquier. Se acabó la residencia de la infancia y la vida en el pueblo. De ir hoy en día a Araya, apenas dos o tres personas me reconocerían, y eso sólo al recordarles primero que soy sobrina de Hernán y Chucho Rosas, hijos de la Sra. María y el Sr. Pablo, el antiguo dueño de la bomba “Frente al Mar”.

Hoy oigo “Nos pusimos a jugar / a decirnos la verdad / que más engaña saber” y creo que nada está en manos del azar. Yo también jugué y también sucumbí al engaño de una vida que no resultó tan promisoria. No quisimos, no pudimos ver la realidad de una familia que no era perfecta –y desde niña, esta verdad siempre me pareció del tamaño de la casa frente al malecón-. No intuimos que la casa y Araya acabarían.

Fue premonitorio cómo Cerati me habló de un mar que engaña en sueños, porque por mucho que cada día al despertar añore verlo, tal y como lo hacía cuando vivía en Margarita, o cuando al alba íbamos al Castillo, el mar no está más en mi vida. Es un anhelo, una quimera que siempre anuncia vida y muerte, miedo y angustia.

Empieza bien
y no hay retorno a aquel furor
se rompe la canción
apenas duele.

Tal vez me engañe
y es el riesgo de correr
no puedo competir
con la real locura, oh no.


Un leve temblor me recorre. Atmósfera fantasmagórica. Espero abrir los ojos y ser sorprendida por un nuevo azul: sin pasado, sin tinieblas. Quizás tú también conquistarás la pesadilla de no volver.

Extracto de una carta

Querida Kelly:


No escribí antes porque no quería escribir, eso es todo. O casi. No quería escribir porque este ánimo mío no me deja ni escribir, ni pensar con coherencia –o descansar de pensar- o inventar una anécdota que fluya de un cotidiano y nulo devenir.
Tampoco quería escribirte “no tengo nada que contar”. En primera y última instancia, no quería sonar quejumbrosa, apática y negativa como un adolescente.
Pero hoy me sincero ante vos y me quito la careta: Cristina no quiere escribir porque tiene miedo; para variar, tiene miedo de todo: de cómo escribe, de cómo piensa, de quién es, qué ha hecho y qué no. ¿Por qué tengo tanto miedo? Porque intuyo adónde quiero ir y me aterra empezar la marcha, Kelly: Cristina quiere escribir.
Éste es una carta de “quieros” pues desde hace mucho rato estoy hastiada de no pronunciarlos, salvo en referencia a las cosas mundanas con las que he llenado mi existencia: drogas, chucherías, alcohol. Todos placebos para esta mujer depresiva a la fuerza que no encuentra la puerta de entrada: la definitiva, la del comienzo, la del “ya, es la hora de hacer la vida, no de pensarla y recontrapensarla”.