Fue en una de las últimas vacaciones en Araya. La abuela aún vivía, aún estaba en pie la casona familiar que cobijó tantas navidades y agostos de primos, playa, tíos, desorden, mosquitos y gritos. Sobre todo, gritos: en la casa de Araya no se hablaba: se gritaba; cosas de arayeros, de orientales: “¡Mira, muchacho, ven a comete el ermuerzo!” –la abuela decía ermuerzo, no almuerzo-; “¡Ustedes creen que esta es la casa de la perra! ¡Claro, María la perra! ¡Hacen lo que les da la gana! ¡A Lolita seguro no le llenan la casa de arena!”; “¡Anda a bañarte, fulanito, pareces un pescao’ salao’!” –parecer un pescado salado era un clásico: toda la muchachada sucia de mar, de sudor, escasos de ropa, desarreglados, felices y sin ánimos de refrescarse con agua dulce-. Muchas veces el griterío era tan ensordecedor que la casa parecía un manicomio, y a ello, había que sumarle el chirrido del pescado en el aceite burbujeante, el televisor a todo volumen que anunciaba la publicidad del esperado nuevo capítulo de la novela de las 9 pm, etc. En la cocina se concentraba todo, pues allí nos dábamos cita, como es tradición en Venezuela. Sentada en su rincón personal, al lado del teléfono, mi adorada tía Arcelia se llevaba las manos a los oídos y me sonreía con mueca de “esto no lo aguanta nadie”. Los primos buscaban hacer enfurecer a la abuela con bromas, la tía Orquídea los regañaba, el tío Hernán reía a carcajadas y por toda la casa olía a playa, a vida, a familia numerosa y, por supuesto, a Corocoro frito.
Durante esas temporadas dormíamos en cuartos compartidos, los bolsos de cada quien formaban parte del reguero y los trajes de baño colgaban por doquier. Siempre sonaba Franco de Vita en el cuarto de Cristina María y cuando la abuela se descuidaba, nos robábamos los heladitos de coco o guayaba que ella hacía para vender y que guardaba con celo en el congelador industrial de la sala. En las noches, los primos grandes –es decir, los muchachos, los que oscilaban entre los 15 y 18 años- se arreglaban con esmero, sacaban las mejores pintas, se perfumaban y salían cual tropa matadora a pavonearse en el jeep por las calles -cornetas a reventar mediante- con la canción elegida para la temporada, la que gritara “aquí están los primos Rosas, listos para conquistar Araya”. Eran un azote en el pueblo: las arayeras sucumbían ante aquellos chicos que venían cada tanto desde Cumaná, Caracas, Margarita.
En el desayuno había empanadas o huevos fritos con rolito, un pequeño pan francés que la abuela compraba por sacos a la panadería del señor Veloso. Los niños de la zona frecuentaban la casa, se metían a hurtadillas de mi abuela a ver los programas de moda en el televisor de la sala y a veces buscaban robarse algo de comida en la cocina. Andaban campantes hasta que ella los descubría y les pegaba tres gritos: ¡”Mira, Mono sin rabo, anda vete pa’ tu casa!” “¡Cisquito, baja los pies de los muebles!”. Los apodos de algunos fueron autoría de mis primos. De allí el mentado "Mono sin rabo". También estaba “Elichón”, a quien fastidiábamos por andar siempre espelucado al mejor estilo Luis Miguel en la época “Cuando calienta el sol”. Y Balito, el niño que superó una grave enfermedad y a quien, tiempo después, un ferry le aplastó la cabeza contra el muelle de Ensal, dejándole la frente deforme, único secuela del brutal accidente. Todos tenían callos en los pies de tanto andar descalzos por el asfalto caliente; todos vivían sin camisa y todos se lanzaban al mar a la hora que les provocase. Y siempre, siempre, iban por la vida en grupito, realengos, saboreando uvas de playa que recogían del patio de enfrente de nuestra casa.
Los diciembres eran cosa aparte y como tal, merecerían su propio capítulo. Baste decir que a todo lo ya narrado se unía una mayor algarabía y el trajín desmedido de hallacas –de maíz molido, nada de harina precocida-, pernil, y pare Ud. de contar cuántas cosas más se cocinaban entre la abuela, las tías, y todo aquel que se acercara a ayudar. La fiesta del 31 era una apoteosis en la casa de Araya: los vecinos y conocidos de la familia pasaban desde temprano y se llevaban a cuestas su bolsa con condumios. Recuerdo con espacial cariño a las niñas del pueblo con sus vestidos amarillos llenos de faralaos y comprados en Cumaná: la máxima ciudad, la civilización más cercana, a tan sólo un viaje de 30 minutos en tapaíto. Y el mentado tío Eloy -a quién no sé porqué llamábamos tío, si no era hijo de mis abuelos- o Alí, con su gaceta hípica a cuestas hasta en la hora de partir el año.
Nada de eso quedaba entonces en aquel viaje, aparte de que la abuela María aún coronaba su modesto reino. Por tristes vueltas de la vida, la familia se había separado en bandos; las disputas pudieron más que un núcleo que siempre se juró invencible y la casa, ahora sola con una matrona que ya sucumbía a la edad avanzada, se oía desolada. Y digo oír, porque todo adentro era silencio: habitaciones vacías, nevera vacía, Araya vacía.
Yo venía de Caracas, era la primera época universitaria: Tierra de Nadie, el novio nuevo, la escuela de Artes; descubrimientos en materia musical, el teatro y las birras a media tarde en Los Chaguaramos; Caracas de lo posible, de la fascinación; Caracas de entonces, la que nunca más tuve. Un año antes viví en Bélgica como estudiante de intercambio y tras mucho, mucho tiempo lejos de ese pueblo y de esa estancia sagrada de Los Rosas –también debido al quiebre familiar- y con todo mi nuevo bagaje, el regreso me resultaba fascinante. Aquello era como un ensueño. Había muchas sensaciones en mí: el inicio de la vida adulta, la vuelta a la patria y, cómo no, a la pequeña patria de Araya. Por supuesto, era una fase de grandes cambios: era yo y era todo. Era esa casa a punto de despegar de soledad; la ausencia de los primos, de la bulla. La Araya con un Mono sin rabo crecido que ya no me seguía para bañarnos en la playa del Castillo y jugar a sacar lapas en las piedras.
Allí estaba yo una tarde a golpe de 2. Las tardes en un pueblo como Araya son la perfecta definición de tiempo muerto: el bochorno, la soledad, la tierra que levanta el viento fuerte de la costa. Deambulaba por el largo corredor que iba de la sala del televisor a la sala del comedor, sin mayor preocupación y sin agenda que atender y entonces lo oí: del viejo radio de la cocina eternamente encendido en una emisora AM, cuyo nombre o dial no recuerdo, brotaba la melodía de “Engaña”, de Cerati:
Recuerdo el mar
soñé estar aquí
y no recuerdo despertar.
Y entonces cobró vida la alucinación. Porqué sonaba Cerati en una emisora dedicada a la música folklórica no tenía explicación entonces y no la tiene ahora. Dos de la tarde en el viejo caserón desamparado. Horra del burro y de la siesta y en medio de todo, esa melodía fascinante y yo, sola, con mi nueva vida cargada de promesas y maravillas. Nunca lo olvidé y cada vez que oigo el tema, estoy retenida en ese absurdo instante.
Mi sueño recurrente es el mar: cada vez que estoy por vivir un cambio, una experiencia nueva, desconocida, estresante, sueño con mar. Es así, no falla. Pero no es un mar plácido, porque para ser franca, yo le tengo pánico al mar; no puedo vivir sin él, pero me aterra. Quizás por eso en mis sueños éste siempre aparece oscuro y por más alegría que haya a mi alrededor, la atmósfera general es de pesadilla: mar y cielo negros.
Los acordes nostálgicos, sinuosos de Engaña están congelados en Araya. Siempre habrá una sensación onírica que acompañe su escucha. La canción de Cerati habla de una pareja, pero como consecuencia de la apropiación que cada uno hace de una obra –y ese disco todo es sublime y maravilloso-, Engaña se dirige a mí desde lo más íntimo y toca (engaña) justo allí donde se esconden las pesadillas. Sólo una vez más volví a la casa de Araya: mi abuela vivía los padecimientos que le llevarían a la tumba. Entonces murió ella y murió la amplísima morada de la familia. Pereció también el pasado familiar de algarabía y gritos por doquier. Se acabó la residencia de la infancia y la vida en el pueblo. De ir hoy en día a Araya, apenas dos o tres personas me reconocerían, y eso sólo al recordarles primero que soy sobrina de Hernán y Chucho Rosas, hijos de la Sra. María y el Sr. Pablo, el antiguo dueño de la bomba “Frente al Mar”.
Hoy oigo “Nos pusimos a jugar / a decirnos la verdad / que más engaña saber” y creo que nada está en manos del azar. Yo también jugué y también sucumbí al engaño de una vida que no resultó tan promisoria. No quisimos, no pudimos ver la realidad de una familia que no era perfecta –y desde niña, esta verdad siempre me pareció del tamaño de la casa frente al malecón-. No intuimos que la casa y Araya acabarían.
Fue premonitorio cómo Cerati me habló de un mar que engaña en sueños, porque por mucho que cada día al despertar añore verlo, tal y como lo hacía cuando vivía en Margarita, o cuando al alba íbamos al Castillo, el mar no está más en mi vida. Es un anhelo, una quimera que siempre anuncia vida y muerte, miedo y angustia.
Empieza bien
y no hay retorno a aquel furor
se rompe la canción
apenas duele.
Tal vez me engañe
y es el riesgo de correr
no puedo competir
con la real locura, oh no.
Un leve temblor me recorre. Atmósfera fantasmagórica. Espero abrir los ojos y ser sorprendida por un nuevo azul: sin pasado, sin tinieblas. Quizás tú también conquistarás la pesadilla de no volver.
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