sábado, 10 de julio de 2010

La dama de Chacao


La vi en aquella pequeña plaza de Chacao. No recuerdo de dónde venía, pero sé que sucedió durante “la gran depresión”: muchas, demasiadas madrugadas extendidas hasta el atardecer; una continua fosa que urdí con ahínco.

Ella sola. La enigmática dama de Chacao. De negro riguroso. Hermosa y siniestra. Delgada, de piel blanquísima, minifalda, chignon, labios rojos. Y un perro pequeño, también blanco. Así que no estaba sola. Pero había soledad en torno a ella. O eso quise ver.

La perfecta estampa de mujer regia. Rondaba los 70 años.

Y siguieron las noches, los amaneceres, el desvarío.

Esperaba verla de nuevo y así sucedió: siempre por los predios de Chacao. Invariablemente engalanada ella: de tacones, cabellera con un tono impreciso entre el rubio pálido y el gris, y ese maquillaje que destaca los años. Con paso altivo. Tan rara, tan ajena a esa ciudad mugrienta.

Maja. Indiferente a sus años, a una edad no correspondida con las largas piernas torneadas. Ella estaba al tanto, por eso la falda llegaba a mitad del muslo. Y a nadie miraba la dama misteriosa, pero quizás sólo yo la percibía en mi transitar cabizbajo.

Hay cosas que son bellas pero al mismo tiempo espantan. Un aire lóbrego: el panqué aterronado entre los surcos de las arrugas. Panqué, no base. Teatro, farsa, camerino, viejas glorias. Norma Desmond y Señorita Havisham. Y sin embargo, sería injusto porque aun así, nada de eso eras. O sólo en parte, porque tu mirada que no me veía era odiosa y pensé que eras amargada. Bella aún, pero intratable.

Es posible que pensaras que tu presencia alcanzaba. ¿Hace falta algo más cuando con creces se ha superado el límite de lo que llamamos mocedad y, no obstante, todo lo que queda puede exhibirse entre minifalda y stilettos?

Mujer presuntuosa y triste, no eras Havisham, porque salías airosa a caminar por la Francisco de Miranda y te sentabas a exhibir esas piernas magras y pálidas en la placita. Caracas no es una ciudad para sentarse en un banco a contemplar la vida: tan pocos espacios, tan pocas pausas, tan poca benevolencia. Pero tú, al igual que yo, hallaste refugio en una de esas escasas banquetas de cemento. Ciudad-cemento. Ciudad-perrero. Ciudad-bullicio. Ciudad-barroca. Ciudad-espanto. Ciudad-adolescente. Ciudad-roja. Ciudad-esperpento. Ciudad-roñosa.

Yo no sé si eras Norma Desmond. Pero de nuevo, no conquistaste un palacio decadente para ocultar tu derrota de miradas curiosas. No, tú te adornabas y exponías toda. Aislada, ¿abandonada?.

Qué inusual mujer y qué inusual capital, como inusuales esos días cuyas particularidades ya no distingo; un amasijo de luz artificial, ojeras, cenizas, boca pastosa. Y en la camioneta destartalada supe que quería ser como tú y mirar al tiempo vanidosa, con frente altisonante, mas temí tu aura de desamparo, porque a eso, hasta entonces, se resumían mis días.

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