Fueron dos factores los que me llevaron allí: el desempleo prolongado y la curiosidad por trabajar en un restaurante.
Alirio era pálido, de un tono de piel casi amarillento. Usaba los pantalones a la cintura y las camisas por dentro de éste; roídas, con pequeñas manchas, las camisas manga corta de Alirio me recordaban a Diego y a David. Fresa y chocolate, pero lo de él no eran los dulces: Alirio era el artífice de todas esas exquisiteces que buscaba devorar la clase alta caraqueña en sus fines de semana de amigas, darling, maridos pilotos, niñitas hoy en mi casa.
El salmón marinado, los bocconcini con tomates secos, el vitel toné, la caponata: sus obras en grandes y pesadas fuentes, que sólo osaba llevar personalmente al mostrador cuando alguien le ponía sobre aviso de la presencia de una celebridad en la tienda. Y salía entonces solemne llevando en sus macizos brazos el manjar que le acercaría a la divinidad.
Y las doñas encopetadas, las clientas de siempre, con el chofer a un lado –discreto y sumiso- pedían un poco de todo para complacer a los maridos. Y yo imaginaba las terrazas frondosas, los hombres con pantalones perfectamente cortados, el sol tropical, las obras de la sala, la mucama en uniforme, las conversaciones sobre política y viajes, las palmeras, el mármol, los ventanales. Whisky y comida italiana: las singularidades de mi país y de la ciudad de contrastes absolutos, que va desde esas mansiones de dos plantas hasta Guatire, donde vivía solitario Alirio.
Un día se enteró de que yo había estudiado cine y cambió su actitud recelosa y callada hacia mí.. Así supe que ese hombre discreto de edad indescifrable era adorador de las viejas estrellas del Hollywood dorado. No uso el adjetivo “adorador” en vano: Alirio me contó sobre el pequeño altar que había levantado en su apartamento: allí reposaban imágenes de Ava Gardner, Katherine Hepburn, Greta Garbo, Norma Shearer, Elizabeth Taylor.
Mientras yo limpiaba y ordenaba, susurraba fugazmente en mi oído el nombre de una vieja actriz y entonces esperaba mi respuesta con un brazo sobre el pecho y el otro ondeando. Eran discretos los ademanes afeminados de Alirio. Era seguro, moderado en el habla.
Durante años —esto también me lo contó— coleccionó antigüedades que luego fue vendiendo al mejor postor. Claro, por eso recordé aquel recinto habanero plagado de figuras de yeso bajo mantas. Como él al fondo de la cocina mientras la dueña -hija de sicilianos- gritaba y daba órdenes con su perenne mal humor.
Los jefes sabían que Alirio era la mayor joya del local: demasiados años perfeccionando aquellas recetas; hábil, detallista, obediente; desde la trinchera, Alirio aprendió también a hablar italiano. Y me figuro que mientras cortaba los tomates para el filetto, la vieja matrona estaría al tanto de su finura y calidad como cocinero.
Un saludo a la actriz de teatro y televisión: “¿Cómo van las grabaciones de la novela?”. “Esa periodista no es tan bonita en persona”. Realmente se sentía en la cima cocinando para nuestras efigies de cartón y al final era irrelevante porque él, Alirio, era el maestro.
Una tarde la eterna italo-venezolana malencarada le armó un zafarrancho. Tan exquisita, tan de buena cuna, tan amore tiempo sin verte, querida. Días después decidí renunciar y a las semanas, para mi sorpresa, recibí una llamada de Alirio:
“Linda, eres muy especial. Ellos son así y a mí me toca aguantármelos. Te deseo lo mejor”
Alirio con sus camisas manga corta, sus pantalones de pinzas, sus divas en un altar, su soledad, sus figuritas de cerámica, sus muebles viejos.
Las cocinas esconden secretos y milagros.
a ver a ver, cuente a ver, ¿y esos dibujos?
ResponderEliminarPues...domingo de "no tengo vergüenza" combinado con "urge limpiar la mente". Pero ¿qué te parece, me lanzo una muestra y tal? ¿Un arte joven promesa, que llaman? jajajaja.
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