domingo, 12 de septiembre de 2010

The last performance




Los Beatles vienen de la mano del flaco desgarbado que sólo ella sabe distinguir entre la muchedumbre.
La ciudad despierta fría y la grama se humedece con los aspersores. En la terraza de la biblioteca alguien lee a Cortázar mientras otros tantos, aún adormecidos, en las bancas y en el suelo, despliegan un par de ideas sobre Kant, Jung, Bazin y Platón.
Fumadores a un lado. No fumadores al otro.

“Venimos del corojal. No venimos del corojal. Yo y las dos Josefas venimos del corojal. Vengo solo del corojal y ya casi se está haciendo noche. Aquí se hace de noche antes de que amanezca. En todo Monterrey pasa así: se levanta uno y cuando viene a ver ya está oscureciendo. Por eso lo mejor es no levantarse.”

Varias chicas lloran en silencio. Una poderosa necesidad de asir lecciones nuevas les arropa. Todas piensan en los amores: imposibles, reales, cercanos, venideros, literarios. Un muchacho quiere ser alguien. Todos anhelan ser inmortales en el instante de la revelación artística. Son jóvenes, poderosos, lúcidos, sensibles. Todos sufren pero no saben cuán irónico será el futuro.

Una mujer morena de cabellos largos y llamativa deambula diariamente esos pasillos de concreto. Disfraza la pobreza con tacones, minifaldas, maquillaje. Ella está más cercana a la realidad de esta ciudad barroca que los niños que ahora juegan a ser Simone, Alejo, Jean Paul, Francois. O bien, son todos. Todos componen este entramado de gentes, habitantes de la vieja ciudad moderna.

La chica y el flaco se enamoraron en los ensayos de un pequeño montaje teatral. Una tarde él le regaló un casette con temas de Los Beatles. Otra tarde le comentó que pese a su virtuosismo musical, no lograba componer canciones pues las letras le eran esquivas. Fue un amor intenso y tempestuoso. Esas relaciones tempranas cargan siempre el fardo de la inocencia y la ignorancia; sin medias tintas, con apuro; desbordadas.

Por eso aquella primera ruptura la tomó sin anestesia en medio de esta mañana cualquiera entre anotaciones, copias, alguien que recita unos versos que asume nuevos y otro que presiente que ya lo sabe todo de cada materia que le enseñan. 

Y entra a llorar al baño pero en ese pequeño espacio de esta rara universidad alguien oye “Don’t let me down”. Esa mujer que ha visto en el cafetín, tan arreglada -a su manera-. Y descubre que viene de su casa en harapos que luego cambia en esa pequeña caseta: un bolso gigante guarda lo necesario para el rito de transformación que cada día se lleva a cabo en ese baño público. Sale siendo otra, se unta crema, se perfuma, se maquilla, se pone las medias panties, los zapatos de tacón. La música emana de un radio viejo. Le sonríe y la chica llora más.

A esta hora la luz proyecta formas geométricas a través de las rendijas. Pequeños grupos de estudiantes conversan y fuman en la grama. Ninguno de los otros está, y sin embargo, son siempre los mismos, repetidos hasta el infinito en cada personaje nuevo. En grandes morrales cargan estos recuerdos y momentos extraños de una época intensa.

Como la mujer que llegaba al amanecer para luego ser distinta, así mutaron en prospectos más adecuados para la ocasión.

Las niñas aprendieron a vivir con la conciencia de un presente difícil. El niño enjuto devino en absoluta sombra gris para perderse en la multitud.

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