viernes, 17 de julio de 2015

¿Y tú por qué hablas así?

Publicado originalmente en Contrapunto.com


Un escritor venezolano me dijo una vez que, mientras vivió fuera del país, su acento y sus modismos sirvieron como refugio; escribir en venezolano era su manera de conectarse con lo que ya no tenía. Las poquísimas veces que he escrito ficción (mis obras completas incluyen un microcuento, descripciones de trajes del Miss Venezuela, un discurso de María Bolívar y redacción de tres catálogos de AVON, entre otros) lo he hecho bajo la misma premisa de ese escritor. No hubo nada trascendental en ello: así salieron, así debían ser.

Pero he aquí que, en un par de ocasiones, algunos compatriotas han criticado mi uso de palabras argentinas (sobre todo, porteñas) en las redes sociales. La primera vez no pude sino recordar algunas reflexiones de Derrida, específicamente en «El monolingüismo del otro»: Si todos tenemos una lengua y, al mismo tiempo, no tenemos ninguna, ¿cómo podemos apropiarnos de ella? Entonces descarté todo y me dediqué a ver un programa de Home and Health y de allí, por obra y gracia de la procrastinación, pensé en cuántas veces he oído a venezolanos quejarse porque chinos o portugueses no terminan de adaptarse y de hablar como nosotros. ¡Ah, nosotros!: ese espejismo.

El sentimiento de pertenencia es un asunto de lo más complicado. ¿Soy margariteña porque digo «chaco» y no batata? ¿Soy cumanesa porque sé a qué se refieren los cumaneses cuando dicen «luria»? ¿Soy caraqueña por haber vivido diez años en Caracas y haber sumado en ese lapso varias, muchas palabras del léxico de la capital? Todas, como ven, son preguntas que conducen a una discusión bizantina.

Cuando llegué a Buenos Aires me impuse dirigirme a los otros con vos y no con tú porque quería a toda costa esconder mi extranjería; vosear era mi primer paso para tratar de insertarme en esta nueva sociedad, porque casi nadie quiere sentirse extranjero (una cosa tonta, si hasta en la casa de mi infancia me siento así), pero ése fue mi método y mi premisa: soy yo quien debe adaptarse a los otros y no al revés. Mi esfuerzo debía pasar por entenderlos y si, eventualmente, ellos se interesaban por mi lengua, pues qué bien. Vamos, que no me cabe mucho en la cabeza eso de largarle sin anestesia a un argentino un «burdefina esa vaina, pana». Se crearía un muro entre el otro y yo, un abismo de incomprensión innecesario y molesto. ¿Quién quiere pasarse la vida explicando lo que quiso decir con tal o cual expresión?

Lógico, esa transición de un modo de hablar a otro es gradual (y nunca definitiva ni completa). Una cosa es llevar tres meses en Buenos Aires y andar de pantallero ante otros venezolanos porque usas boludo, che y demás yerbas. Pero, con los años, resulta inevitable sumar palabras nuevas al vocabulario: están ahí todos los días, resuenan en la cabeza y, a veces, hallamos que algunas son más efectivas que las propias a la hora de expresarnos: una puteada porteña es una cosa sublime y yo, que soy oriental, tengo especial predilección por las groserías. Expresiones como pija muerta y seca concha merecen un aplauso de pie por su fuerza y bellaquería. El jurado descansa.

Cualquier incauto podría decirme que somos hermanos latinoamericanos y hablamos el mismo idioma. Mi primera medida sería darle un lepe por ese lugar común tan cursi de la hermandad latinoamericana; la segunda sería invitarlo a traducir las siguientes palabras: jermu, garpar, cachengue, franelear, ñoba, zarpado, gurises. Dese con furia y recuerde: ser inmigrante es empezar de cero cada día, y eso incluye al habla y sus giros.


La gran poeta ítalo-venezolana, Gina Saraceni, ha centrado su obra en asuntos como la lengua, la memoria y la pertenencia. A propósito de ello declaró: «La lengua es la metáfora más elocuente de la casa entendida como un espacio roto que, en la misma medida en que te ancla a una tradición y a un origen, en esa misma medida, te muestra sus límites, sus fisuras, sus múltiples derivas»

Mi identidad, puedo agregar, no está definida por si uso tú y no vos, dime y no decime, o al revés. Mi identidad es eso que asoma cuando, ya en confianza con un porteño, digo: «burda de copado». Un exabrupto para cualquier seguidor a pie juntillas de la RAE o cualquier nacionalista de medio pelo. Pero las cosas son así: el vocabulario transmuta cuando eres inmigrante porque no hay aspecto de la vida que no lo haga también. Y es fenomenal poder putear con un «¡el coñoetumadre!» y con un «¡la concha de Eva Perón!». Y el que quiera que su lengua permanezca intacta mejor que se dedique a la contemplación y al silencio. O que no salga de su casa. 

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