Publicado originalmente en Contrapunto.com
Un
escritor venezolano me dijo una vez que, mientras vivió fuera del país, su
acento y sus modismos sirvieron como refugio; escribir en venezolano era su
manera de conectarse con lo que ya no tenía. Las poquísimas veces que he
escrito ficción (mis obras completas incluyen un microcuento, descripciones de
trajes del Miss Venezuela, un discurso de María Bolívar y redacción de tres
catálogos de AVON, entre otros) lo he hecho bajo la misma premisa de ese
escritor. No hubo nada trascendental en ello: así salieron, así debían ser.
Pero
he aquí que, en un par de ocasiones, algunos compatriotas han criticado mi uso
de palabras argentinas (sobre todo, porteñas) en las redes sociales. La primera
vez no pude sino recordar algunas reflexiones de Derrida, específicamente en «El monolingüismo del otro»: Si todos tenemos una lengua y, al mismo tiempo, no
tenemos ninguna, ¿cómo podemos apropiarnos de ella? Entonces descarté todo y me
dediqué a ver un programa de Home and Health y de allí, por obra y gracia de la
procrastinación, pensé en cuántas veces he oído
a venezolanos quejarse porque chinos o portugueses no terminan de adaptarse y
de hablar como nosotros. ¡Ah, nosotros!: ese espejismo.
El sentimiento de pertenencia es un asunto de lo más
complicado. ¿Soy margariteña porque digo «chaco» y no batata? ¿Soy cumanesa
porque sé a qué se refieren los cumaneses cuando dicen «luria»? ¿Soy caraqueña
por haber vivido diez años en Caracas y haber sumado en ese lapso varias,
muchas palabras del léxico de la capital? Todas, como ven, son preguntas que
conducen a una discusión bizantina.
Cuando llegué a Buenos Aires me impuse dirigirme a los otros
con vos y no con tú porque quería a toda costa esconder mi extranjería; vosear era
mi primer paso para tratar de insertarme en esta nueva sociedad, porque casi nadie
quiere sentirse extranjero (una cosa tonta, si hasta en la casa de mi infancia
me siento así), pero ése fue mi método y mi premisa: soy yo quien debe
adaptarse a los otros y no al revés. Mi esfuerzo debía pasar por entenderlos y
si, eventualmente, ellos se interesaban por mi lengua, pues qué bien. Vamos,
que no me cabe mucho en la cabeza eso de largarle sin anestesia a un argentino
un «burdefina esa vaina, pana». Se crearía un muro entre el otro y yo, un
abismo de incomprensión innecesario y molesto. ¿Quién quiere pasarse la vida
explicando lo que quiso decir con tal o cual expresión?
Lógico, esa transición de un modo de hablar a otro es gradual
(y nunca definitiva ni completa). Una cosa es llevar tres meses en Buenos Aires
y andar de pantallero ante otros venezolanos porque usas boludo, che y demás
yerbas. Pero, con los años, resulta inevitable sumar palabras nuevas al
vocabulario: están ahí todos los días, resuenan en la cabeza y, a veces,
hallamos que algunas son más efectivas que las propias a la hora de
expresarnos: una puteada porteña es una cosa sublime y yo, que soy oriental,
tengo especial predilección por las groserías. Expresiones como pija muerta y
seca concha merecen un aplauso de pie por su fuerza y bellaquería. El jurado
descansa.
Cualquier incauto podría decirme que somos hermanos
latinoamericanos y hablamos el mismo idioma. Mi primera medida sería darle un
lepe por ese lugar común tan cursi de la hermandad latinoamericana; la segunda
sería invitarlo a traducir las siguientes palabras: jermu, garpar, cachengue,
franelear, ñoba, zarpado, gurises. Dese con furia y recuerde: ser inmigrante es
empezar de cero cada día, y eso incluye al habla y sus giros.
La gran poeta ítalo-venezolana, Gina Saraceni, ha centrado su
obra en asuntos como la lengua, la memoria y la pertenencia. A propósito de
ello declaró: «La lengua
es la metáfora más elocuente de la casa entendida como un espacio roto que, en
la misma medida en que te ancla a una tradición y a un origen, en esa misma
medida, te muestra sus límites, sus fisuras, sus múltiples derivas».
Mi identidad, puedo agregar, no está
definida por si uso tú y no vos, dime y no decime, o al revés. Mi identidad es
eso que asoma cuando, ya en confianza con un porteño, digo: «burda de copado». Un exabrupto para cualquier seguidor
a pie juntillas de la RAE o cualquier nacionalista de medio pelo. Pero las
cosas son así: el vocabulario transmuta cuando eres inmigrante porque no hay
aspecto de la vida que no lo haga también. Y es fenomenal poder putear con un «¡el
coñoetumadre!» y con un «¡la concha de Eva Perón!». Y el que quiera que su
lengua permanezca intacta mejor que se dedique a la contemplación y al
silencio. O que no salga de su casa.
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