Publicado originalmente en Contrapunto.com
No tengo por costumbre escuchar
tangos y últimamente la ciudad suena más a bachata que a otra cosa. No oigo
tangos, pero ahí me hallaba en una milonga al aire libre. Tocaban cinco
bandoneonistas; las señoras y los caballeros del barrio eran pura sonrisa
mientras alternaban entre las mesas dispuestas con velas y se alistaban para
bailar, cada pareja a su modo, porque el tango será de a dos, pero ya esos dos
deciden cómo llevar a cabo la danza.
Y entonces vi a la mina
callejera, bah, linyera: lloraba mientras sonaba una milonga, con su cartón de
vino Termidor al lado. Llevaba unas lycras fucsias, una camiseta de River y
susurraba lo que, imagino, eran lamentos. “Ya intenté mirar bien de cerca el
rostro de una persona: el de una vendedora de entradas en un cine. Quería saber
el secreto de su vida. Inútil. La otra persona es un enigma. Y sus ojos son de
estatua: ciegos”, escribió Clarice Lispector.
Nadie más parecía mirarla y ella
se iba desvaneciendo de a poco en lágrimas, mientras la noche caía, las luces
del anfiteatro se encendían y los bandoneones lograban lo inevitable: la
rendición ante la belleza.
¿Quién podría estar alegre el
tiempo que dure un tango? Fue todo lo que alcancé a pensar. Por eso quizás sea
liberador vivir en un lugar así, donde la felicidad no es obligatoria y los
tristes podemos andar a nuestras anchas, con las heridas expuestas como
insignias de batallas; un lugar donde los ancianos pueden abrazarse en un baile
que a veces es en puntas de pie y otras entre personas del mismo sexo, como he
visto tantas veces y como vi esa noche.
Y está la triste mujer callejera
que llora mientras se emborracha de tango y de vino barato y está la doña que
aún luce todas sus artimañas y sale a la pista. Y tal vez en el medio ande yo,
que apenas regresé a casa busqué varios tangos de Aníbal Troilo en Youtube y,
cuando quise darme cuenta, ya había caído en la trampa del origen, porque ahí
estaba, en mi cabeza, sonando certero y fuerte no una milonga, sino un bolero.
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