Publicado originalmente en Contrapunto.com
Era sábado y yo había decidido que esa tarde vería Relatos Salvajes, la película argentina del
momento. Contaba con que habría una fila considerable de gente pero al llegar
al cine Gaumont (el espacio INCAA de
Congreso, lugar dedicado a la exhibición de cine nacional) noté cuán
conservador había sido mi cálculo: la fila de gente para la mencionada película
llegaba hasta la esquina y de allí doblaba hasta la siguiente calle. Era obvio
que no llegaría a ver sino la última función de esa noche, lo cual no era opción.
Pocas cosas me molestan tanto como una truncada ida al cine,
por lo que decidí atravesar la plaza del Congreso a ver si caminando se
disipaba la molestia. Pasé junto a unos
chicos de no más de doce años que jugaban al fútbol en la grama y pude oír cómo
uno le gritaba a otro en reclamo: “¡So’ gato, wacho!”, que en el contexto tal
vez se traduciría como: “¡Eh, pásame la pelota, hijo de puta!”.
Viendo que la tarde se prestaba puesto que no hacía ni frío
ni calor, y dado que no recordaba la última vez que había caminado por ahí, dejé
la plaza, pasé Yrigoyen y tomé la Avenida de Mayo. En mi cabeza jugaba con
reinventar a mi antojo el ejercicio de Perec en Tentativa de agotar un lugar parisino: “Lo que pasa cuando no pasa
nada, sólo el tiempo, la gente, los autos, las nubes”. Pero en la esquina hallé que el restaurante español “La Moncloa”
había sido reemplazado por un Farmacity y ahí se me desmoronó el ánimo, lo que
es una manera de decir, puesto que por consejo de mi médico debo hallar
constantemente maneras de que el susodicho no se joda del todo, que después
pasa unas facturas considerables (mi ánimo, no el médico).
La Avenida de Mayo tan venida a menos, cuando en otra época
contó con fama y prestigio, era una idea desoladora e insoslayable. Fue
entonces cuando pasé por el Palacio Barolo, fijé el rostro al vidrio del
portal, eché un vistazo hacia las grandes lámparas del hall de entrada, lamenté
por undécima vez no haber entrado nunca y recordé a un conocido muy querido que
alguna vez vino hasta Buenos Aires enamorado y se fue con el corazón roto de
regreso a Venezuela, pero enamorado ahora del Barolo. O al menos prefiero imaginarlo
así para que el recuerdo de su visita no sea tan ingrato.
Y pensando en ese amigo que ahora sabe que también en
Montevideo hay un Palacio Barolo idéntico al porteño seguí mi rumbo, pero en un
instante levanté la vista y me sorprendí como una recién llegada cuando
redescubrí lo que me rodeaba. Ahí estaba lo que muchos alaban de esta ciudad:
ventanales, balcones, detalles únicos en los edificios. Y yo que iba concentrada
en un pretencioso afán por fijarlo todo en las retinas mientras dejaba atrás
las calles –ahora no tan abandonadas; desde el nuevo Starbucks ya la avenida
toma un aire más señorial- recordé lo que una amiga (que emigró de Venezuela
antes que yo) me dijese hace cinco años, cuando recién arribaba a Argentina:
que con el tiempo olvidamos dónde estamos y por eso se nos escapa ver la belleza
en las cosas.
Lo que mi amiga no me dijo esa vez (pero seguro sabe) es lo
necesario de recordar cada tanto cuán duro fue llegar a nuestra ciudad de
destino. Por eso hay que mirar hacia arriba, no para evadir algún descalabro
sino para ser parte de la riqueza de la ciudad, y Buenos Aires sí que se presta
para ello. Mirar hacia arriba como quien mira hacia adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario