miércoles, 29 de julio de 2015

Titulares del Apocalipsis



-          Lo llevan preso por pedir empanada de queso y no de mechada.

-          Llevan a joven al Sebin por negarse a comer un tequeño en una fiesta.

-       Apresan por acaparamiento a hombre que guardaba una mano de cambur y 2 pollos.

-          Torturado en el Sebin dice que sólo había pedido el perro sin cebolla.

-          Encarcelan a mujer que acaparaba 2 cajas de Rivotril.

-          Trasladado al Sebin estudiante que manifestó no ser fanático de Simón Díaz.

-          Torturada la estudiante que dijo odiar a Alí Primera.

-          Reportaje especial: Cómo son tratados los apresados por hablar bien de Cristóbal Colón.

-          Hombre llena la ciudad de grafitis: “Marico el que diga Waraira Repano” y es traslado a La Tumba.

-    Vecino acusa de acaparamiento a profesor por comprar una enciclopedia.

-          Se desconoce paradero del joven que dijo estar en contra de la Cátedra Bolivariana.

-       Desmantelan supuesta mafia detrás de un Círculo de Lectura de Poesía.

-       Integrantes del Círculo de Poesía reclaman que las huellas fueron sembradas.

-          Desaparecida la mujer que protestó contra la santería.

-          Llevan preso a hombre que dijo odiar el béisbol.

-          Trasladan al Sebin a niño que dijo preferir Taco y no Toddy.

-          Hallados los cadáveres de los jóvenes que gritaban: “La trova cubana es una mierda”.

-          Encarcelan a estudiante en desacuerdo con las teorías indigenistas de Mariátegui.

-          Realizan allanamientos y queman libros de Carlos Rangel y Vargas Llosa.

  Es apresado por incitación al odio el escritor Jaime Ballestas, conocido como Otrova Gomas.

-          Asamblea Nacional declara prohibida la exhibición de cualquier obra de Zapata.


-          Mujer se queja en cola de Bicentenario y es apedreada por el resto.

-          Lo llevan preso por decir que en la IV comía sopa, seco y jugo.


-          Acusan de acaparamiento a los dueños de matas de mango.


Perder la forma humana

Publicado originalmente en Contrapunto.com

Llegó el futuro y no nos agarró discutiendo sobre viajes al espacio, sino sobre si es o no es dictadura.

Algunas palabras no son fáciles de pronunciar pero son las justas: a dictadura y exilio me remito. No las quisimos, no las esperábamos, pero ahí están, separándonos de quienes esperan vivir 500 años para poder ver las cosas en perspectiva y entonces, ahí sí, emitir un juicio.

Hace poco visité una muestra traída a Buenos Aires desde el Museo Reina Sofía: “Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los ochenta en América Latina”. Recorrí las salas con el frío en la nuca y con el asco de quien no soporta la estafa hacia una generación que jamás podrá recuperar el tiempo que le ha sido arrebatado. Y vi fotos y prometí no mostrar ni un ápice de sensiblería, pero ahí estaban: increpándome, mirándome desde el presente este nuestro, tan siniestro.

Más allá de las imágenes de protestas ocurridas en el Cono Sur a propósito de las dictaduras de entonces (muchas muy conocidas por los latinoamericanos) escojo resaltar los métodos de los que se sirvieron entonces los ciudadanos para protestar ante las claras violaciones de Derechos Humanos. En Chile se respondió muchas veces a la represión con acciones relámpago: cortes inesperados de calles mediante cadenas humanas, siluetas estampadas en las calles.

En Perú, Herbert Rodríguez y el Colectivo Los Bestias se pronunciaron en el concierto Rockacho contra las masacres de Sendero Luminoso mediante carteles. Tanto más revelador me resultó leer lo siguiente: “Muchas de estas acciones de denuncia escaparon del tratamiento anecdótico o espectacular que la información oficial daba a los sucesos y con frecuencia tomaron forma en la ironía y el humor, en lo que René de Obaldía llamó “la forma amable de la desesperación”.

Sin embargo, al final del recorrido tropecé con la piedra en el zapato: la obra “Nosotros no sabíamos”, un collage del artista argentino León Ferrari que recopila titulares de los diarios de la época del Golpe de Estado: “Las noticias reunidas dan cuenta de la presentación de habeas corpus y la aparición incesante de cadáveres (…) El procedimiento de Ferrari evidencia muy pronto no sólo el exterminio, sino también el síntoma de que buena parte de la sociedad civil hiciera como si no pasara nada”. Y entonces digo:

Nosotros no sabíamos de los miles de asesinatos anuales.
Nosotros no sabíamos de los cuerpos descuartizados.
Nosotros no sabíamos de los presos políticos.
Nosotros no sabíamos de las listas.
Nosotros no sabíamos que la política de no asignar divisas para medicamentos terminaría por matar a tantos.
Nosotros no sabíamos de los asesinos plenamente identificados y dejados en libertad.
Nosotros no sabíamos de los exiliados.
Nosotros no sabíamos del monopolio estatal.
Nosotros no sabíamos de la corrupción.
Nosotros no sabíamos del nepotismo.
Nosotros no sabíamos cuándo ni cómo había que empezar a llamar a las cosas por su nombre.
Nosotros no sabíamos y no queremos saber.
Nosotros no sabíamos. Y cuando quisimos ver, ya no éramos humanos.


lunes, 27 de julio de 2015

País portátil

Publicado originalmente en Contrapunto.com


I

Supongo que alguien ya lo dijo: hogar es donde están tus libros. Por los límites obvios que impone una mudanza a otro país, enfrentarse a la biblioteca propia para seleccionar qué llevar y qué dejar es una parte bastante desoladora del proceso de emigrar. En el año 2009 yo escogí viajar a Argentina con sólo dos títulos a cuestas: La otra isla, de Francisco Suniaga y Puntos de sutura, de Oscar Marcano. La escogencia de autores venezolanos por encima de otros no fue premeditada: fue, en todo caso, un gesto instintivo; un gesto que definió lo que resultaría esencial en mi nueva biblioteca de domicilio porteño: autores venezolanos.

Los nombres de escritores venezolanos no figuran en las librerías de Buenos Aires, a excepción de Barrera Tyszka y Gustavo Valle (y eso, si uno corre con suerte) En las librerías de segunda mano puede hallarse lo obvio: algo de Uslar Pietri, algo de Gallegos. Por eso me he valido de visitantes venezolanos para hacerme traer los títulos que, una vez leídos, guardo con celo. La harina P.A.N pasa, pero los libros quedan, diría un Jorge Tuero solemne.

II

Sábado soleado en Mar del Plata. El balneario está repleto de ancianos. Una pareja comparte unos mates. Los clásicos perros de playa corretean. Es la primera vez que salgo de Buenos Aires, la primera vez que estoy ante una playa argentina y no, no es horrible, como aseguraba mi prejuicio de margariteña. Leer en la playa tendría que ser declarado un lujo casi obsceno (y algunas obscenidades, qué duda cabe, son exquisitas), de ahí que la escogencia del título resulta fundamental y esta vez no me he equivocado: mi compañero es Valle Zamuro, de Camilo Pino. 

Pasa de irónico adentrarme en una ficción del Caracazo justo en este momento histórico y justo cuando intento no pensar en lo cotidiano y, sin embargo, transportarme al año 89 con Valle Zamuro me hace experimentar una suerte de cobijo. Entonces me digo que tal vez lo ideal sería vivir así, con un país que habita sólo en la ficción, con una nacionalidad definida por los libros. No más portales de noticias, no más artículos de opinión: sólo la ficción de los escritores de mi país. Con eso me gustaría quedarme. He ahí el problema de la felicidad –que, en mi caso, siempre tiene que ver con estar junto al mar-: lo pone a uno necísimo.

III

Birra en mano, un amigo porteño me dice que Blue Label/Etiqueta Azul, de Eduardo Sánchez Rugeles, es uno de los libros que más ha disfrutado en su vida.  Horas antes me había enviado un mensaje de texto: «Estoy en el tren, terminé la novela que me prestaste. Qué bajón todo». Pienso en la moda nefasta de hablar a cada rato de la patria y lo que puede hacerse por ella. A mí no me jodan: hacer patria es prestar libros de escritores venezolanos a los panas que vamos haciendo ahí donde elegimos ser inmigrantes.                          



domingo, 26 de julio de 2015

Creo


Creo con la punta de los dedos
Creo con el corazón alerta
Creo que no me delatará el silencio
y que de mis entrañas
brotará otra vez la salobre
tempestad del desguarnecido.

jueves, 23 de julio de 2015

El chabón anónimo


Casi todos los hombres se desviven por tener sexo. Yo no. No soy un asceta ni un amanerado que no ha salido del clóset, si es eso lo que estaban pensando. Nada más lejos. Estoy conforme con quien soy, me gusta mi apariencia; de hecho, queda mal que lo diga, pero qué mierda: luzco bastante bien, lo nota en las miradas de los otros. Pero como decía, lo mío no es el sexo. Yo sólo aspiro a fumarme un porro antes de ir a trabajar y luego otro y otro si acaso el tiempo y las circunstancias juegan a mi favor. ¿Acaso no pueden dejar a un hombre beber su cerveza en paz? Pues lo mismo con el faso, loco. Ayer pegué línea con uno de Floresta y aquí estoy, de lo más tranqui, fumando de ese que te pone de la cabeza mientras le doy al trago y pienso en quién carajos necesita sexo cuando se está así: solo y con la lucidez de los espantos. 

miércoles, 22 de julio de 2015

Revisión


Hoy transcribí mis poemas
fumé faso
me hice un mate cocido
llevé mis perros al parque
me embarré las zapatillas
tomé un café en la vereda
hice las compras para la cena
abrí un vino
leí un cuento
escribí dos poemas.
Me he ganado una licencia, doctor.

lunes, 20 de julio de 2015

Manual para las protestas

Publicado originalmente en Contrapunto.com


Visto que algunos no saben si protestar y que otros tantos acusan a quienes protestan, hoy traemos el Manual de Carreño definitivo para semejante acto de empoderamiento popular. Así pues:

No se aceptarán protestantes en cholas ni bermudas.
No se aceptarán poodles vestidos; mucho menos con la bandera.
No podrán protestar mujeres con escotes que inciten a la concupiscencia.
No podrán protestar gordos metaleros.
No se podrá protestar en Crocs.
No podrán protestar los fanáticos de Romeo Santos y Shakira.
No podrán protestar los hombres con peluquín.
No podrán protestar señoras con rollos en la cabeza.
No podrán protestar los adultos contemporáneos.
No podrán protestar los que no dicen pachamama.
No podrán protestar los viejos sobones.
No podrán protestar los que no recuerden a Yuyito.
No podrán protestar los insomnes.
No podrán protestar los amanerados.
No podrán protestar los hijos de mamá y papá, sólo los huérfanos.
Bajo ninguna circunstancia podrá hacer acto de presencia en la protesta quien ande en  cholas con medias, puesto que ello implicaría que salió raudo de su casa, por lo que se le considerará un ‘salidista’.
No podrán protestar gordas en leggins blancos porque parece que todo el país está más harto de ellas que de hacer cola para comprar pollo.
No se aceptarán protestantes con uñero ni juanetes.
No podrán protestar quienes no tengan RIF.
No podrán protestar los fanáticos de Star Wars.
No podrán protestar quienes tengan título universitario.
Prohibido protestar en trajebaño.
Prohibido sacarse selfies en medio de la protesta.
No podrán protestar quienes no hayan comulgado en las últimas dos semanas.
Si va a protestar no grite ni arme escándalo.
No podrán protestar quienes no se sepan completas, por lo menos, 5 canciones de Alí Primera.
No podrán protestar quienes hayan visto alguna vez Globovisión.
No podrán protestar los detractores de Víctor X.
No podrán protestar los que participan en jammings poéticos.
No podrán protestar los viejos que no saben usar un cajero.
No podrán protestar ni los que sueñan ni los que roncan.
No se aceptarán protestantes con camisas Columbia.
Por último, si va a protestar, mejor hágalo en la sala de su casa. Es más, no proteste: medite.

viernes, 17 de julio de 2015

¿Y tú por qué hablas así?

Publicado originalmente en Contrapunto.com


Un escritor venezolano me dijo una vez que, mientras vivió fuera del país, su acento y sus modismos sirvieron como refugio; escribir en venezolano era su manera de conectarse con lo que ya no tenía. Las poquísimas veces que he escrito ficción (mis obras completas incluyen un microcuento, descripciones de trajes del Miss Venezuela, un discurso de María Bolívar y redacción de tres catálogos de AVON, entre otros) lo he hecho bajo la misma premisa de ese escritor. No hubo nada trascendental en ello: así salieron, así debían ser.

Pero he aquí que, en un par de ocasiones, algunos compatriotas han criticado mi uso de palabras argentinas (sobre todo, porteñas) en las redes sociales. La primera vez no pude sino recordar algunas reflexiones de Derrida, específicamente en «El monolingüismo del otro»: Si todos tenemos una lengua y, al mismo tiempo, no tenemos ninguna, ¿cómo podemos apropiarnos de ella? Entonces descarté todo y me dediqué a ver un programa de Home and Health y de allí, por obra y gracia de la procrastinación, pensé en cuántas veces he oído a venezolanos quejarse porque chinos o portugueses no terminan de adaptarse y de hablar como nosotros. ¡Ah, nosotros!: ese espejismo.

El sentimiento de pertenencia es un asunto de lo más complicado. ¿Soy margariteña porque digo «chaco» y no batata? ¿Soy cumanesa porque sé a qué se refieren los cumaneses cuando dicen «luria»? ¿Soy caraqueña por haber vivido diez años en Caracas y haber sumado en ese lapso varias, muchas palabras del léxico de la capital? Todas, como ven, son preguntas que conducen a una discusión bizantina.

Cuando llegué a Buenos Aires me impuse dirigirme a los otros con vos y no con tú porque quería a toda costa esconder mi extranjería; vosear era mi primer paso para tratar de insertarme en esta nueva sociedad, porque casi nadie quiere sentirse extranjero (una cosa tonta, si hasta en la casa de mi infancia me siento así), pero ése fue mi método y mi premisa: soy yo quien debe adaptarse a los otros y no al revés. Mi esfuerzo debía pasar por entenderlos y si, eventualmente, ellos se interesaban por mi lengua, pues qué bien. Vamos, que no me cabe mucho en la cabeza eso de largarle sin anestesia a un argentino un «burdefina esa vaina, pana». Se crearía un muro entre el otro y yo, un abismo de incomprensión innecesario y molesto. ¿Quién quiere pasarse la vida explicando lo que quiso decir con tal o cual expresión?

Lógico, esa transición de un modo de hablar a otro es gradual (y nunca definitiva ni completa). Una cosa es llevar tres meses en Buenos Aires y andar de pantallero ante otros venezolanos porque usas boludo, che y demás yerbas. Pero, con los años, resulta inevitable sumar palabras nuevas al vocabulario: están ahí todos los días, resuenan en la cabeza y, a veces, hallamos que algunas son más efectivas que las propias a la hora de expresarnos: una puteada porteña es una cosa sublime y yo, que soy oriental, tengo especial predilección por las groserías. Expresiones como pija muerta y seca concha merecen un aplauso de pie por su fuerza y bellaquería. El jurado descansa.

Cualquier incauto podría decirme que somos hermanos latinoamericanos y hablamos el mismo idioma. Mi primera medida sería darle un lepe por ese lugar común tan cursi de la hermandad latinoamericana; la segunda sería invitarlo a traducir las siguientes palabras: jermu, garpar, cachengue, franelear, ñoba, zarpado, gurises. Dese con furia y recuerde: ser inmigrante es empezar de cero cada día, y eso incluye al habla y sus giros.


La gran poeta ítalo-venezolana, Gina Saraceni, ha centrado su obra en asuntos como la lengua, la memoria y la pertenencia. A propósito de ello declaró: «La lengua es la metáfora más elocuente de la casa entendida como un espacio roto que, en la misma medida en que te ancla a una tradición y a un origen, en esa misma medida, te muestra sus límites, sus fisuras, sus múltiples derivas»

Mi identidad, puedo agregar, no está definida por si uso tú y no vos, dime y no decime, o al revés. Mi identidad es eso que asoma cuando, ya en confianza con un porteño, digo: «burda de copado». Un exabrupto para cualquier seguidor a pie juntillas de la RAE o cualquier nacionalista de medio pelo. Pero las cosas son así: el vocabulario transmuta cuando eres inmigrante porque no hay aspecto de la vida que no lo haga también. Y es fenomenal poder putear con un «¡el coñoetumadre!» y con un «¡la concha de Eva Perón!». Y el que quiera que su lengua permanezca intacta mejor que se dedique a la contemplación y al silencio. O que no salga de su casa. 

martes, 14 de julio de 2015

Cuando nada pasa

Publicado originalmente en Contrapunto.com


A veces no ocurre nada. Uno se sumerge en sus propias ideas y no hay algo potable, sólo facturas por pagar, noticias de las que quisiéramos no haber sabido. A veces no ocurre nada y pareciera que caminamos hasta sin sombra de lo solitarios que andamos. Los días así cuentan en el calendario, pero no en el recuerdo. ¿Qué hiciste? ¿De qué hablaste? ¿Qué pensaste? ¿Qué deseaste? Nada. No ocurrió nada.

Porque hay días así: descartables, grises, indiferentes a cualquier maravilla por pequeña que sea. Los días así son muchos, los tienen todos y hay quienes viven en una sucesión de ellos, lo que ha de ser –sin duda- una desgracia.

En los días en los que no pasa nada puede que ninguna boca pronuncie nuestro nombre, que nadie nos recuerde en ningún país, que nadie rememore algún gesto que nos identifica (cuando estás nervioso, cuando las preocupaciones enturbian la vista, cuando te alegra el primer sol de la mañana).

Ni el día fue ni nosotros fuimos nada para nadie. Los días así ocurren, vamos del trabajo a la casa y de la casa al trabajo y en el transcurso sólo pasa lo mínimo de siempre, es decir: nada. Ninguna frase que nos cautivó, ningún libro leído a medias, ningún gusto que nos dimos, ninguna oración dicha en el momento y a la persona justas, ni un sólo párrafo subrayado.

Cuando no pasa nada puede que nos preguntemos cómo estuvimos enamorados una vez, cómo pensamos que no aguantaríamos el desarraigo (en todas sus formas), cómo fuimos felices o infelices por tonterías que ahora ya ni existen. Cuando no pasa nada nuestras opiniones casi se evaporan y postergamos los motivos de lucha.
A algunos –sospecho- le gustan los días así: no hay adrenalina, no hay altibajos, se han suprimido los placeres.

A veces no pasa nada: no nos asombra la llegada de la primavera, no nos miramos en el espejo (y si lo hacemos no hay imagen de vuelta), no somos más que un cuerpo mustio y sin señales de vida. Días nulos, días sin huellas, días de otros; pero no nuestros, porque nosotros casi ni estuvimos, porque en la historia personal no habrá nada que registrar.

La poeta polaca Wislawa Szymborska escribió un poema llamado “Día 16 de mayo de 1973” que empieza así:

“Una de esas muchas fechas
Que ya no me dicen nada.
A dónde fui ese día,
Qué hice, no lo sé.
Si en los alrededores se hubiera cometido un crimen,
No tendría coartada.
El sol brilló y se apagó
Sin que yo me diera cuenta.
La Tierra giró
Y no lo mencioné en mi diario.
Preferiría pensar
Que morí brevemente,
Y no que nada recuerdo,
Aunque viví sin pausa.”


No hablo de días en los que no hicimos nada memorable, sino de días en los que no fuimos nada, que es otro asunto. Porque a veces sólo basta con escribir un poema para que un día tenga su propio brillo, aunque diminuto. 

jueves, 9 de julio de 2015

Posesiones: Los perros

Los perros también olvidan
al amo que les dio de comer
por vez primera.
No son los mejores amigos
también resienten tu ausencia
y ya no hacen alboroto
cuando llegas a verles.
Eran míos, te recordaré.
Nunca lo son, contestarás.

miércoles, 8 de julio de 2015

Pessoa. Libro del desasosiego.


Mirar hacia arriba

Publicado originalmente en Contrapunto.com


Era sábado y yo había decidido que esa tarde vería Relatos Salvajes, la película argentina del momento. Contaba con que habría una fila considerable de gente pero al llegar al cine Gaumont (el espacio INCAA de Congreso, lugar dedicado a la exhibición de cine nacional) noté cuán conservador había sido mi cálculo: la fila de gente para la mencionada película llegaba hasta la esquina y de allí doblaba hasta la siguiente calle. Era obvio que no llegaría a ver sino la última función de esa noche, lo cual no era opción.

Pocas cosas me molestan tanto como una truncada ida al cine, por lo que decidí atravesar la plaza del Congreso a ver si caminando se disipaba la molestia. Pasé junto a  unos chicos de no más de doce años que jugaban al fútbol en la grama y pude oír cómo uno le gritaba a otro en reclamo: “¡So’ gato, wacho!”, que en el contexto tal vez se traduciría como: “¡Eh, pásame la pelota, hijo de puta!”.

Viendo que la tarde se prestaba puesto que no hacía ni frío ni calor, y dado que no recordaba la última vez que había caminado por ahí, dejé la plaza, pasé Yrigoyen y tomé la Avenida de Mayo. En mi cabeza jugaba con reinventar a mi antojo el ejercicio de Perec en Tentativa de agotar un lugar parisino: “Lo que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, la gente, los autos, las nubes”. Pero en la esquina hallé que el restaurante español “La Moncloa” había sido reemplazado por un Farmacity y ahí se me desmoronó el ánimo, lo que es una manera de decir, puesto que por consejo de mi médico debo hallar constantemente maneras de que el susodicho no se joda del todo, que después pasa unas facturas considerables (mi ánimo, no el médico).

La Avenida de Mayo tan venida a menos, cuando en otra época contó con fama y prestigio, era una idea desoladora e insoslayable. Fue entonces cuando pasé por el Palacio Barolo, fijé el rostro al vidrio del portal, eché un vistazo hacia las grandes lámparas del hall de entrada, lamenté por undécima vez no haber entrado nunca y recordé a un conocido muy querido que alguna vez vino hasta Buenos Aires enamorado y se fue con el corazón roto de regreso a Venezuela, pero enamorado ahora del Barolo. O al menos prefiero imaginarlo así para que el recuerdo de su visita no sea tan ingrato.

Y pensando en ese amigo que ahora sabe que también en Montevideo hay un Palacio Barolo idéntico al porteño seguí mi rumbo, pero en un instante levanté la vista y me sorprendí como una recién llegada cuando redescubrí lo que me rodeaba. Ahí estaba lo que muchos alaban de esta ciudad: ventanales, balcones, detalles únicos en los edificios. Y yo que iba concentrada en un pretencioso afán por fijarlo todo en las retinas mientras dejaba atrás las calles –ahora no tan abandonadas; desde el nuevo Starbucks ya la avenida toma un aire más señorial- recordé lo que una amiga (que emigró de Venezuela antes que yo) me dijese hace cinco años, cuando recién arribaba a Argentina: que con el tiempo olvidamos dónde estamos y por eso se nos escapa ver la belleza en las cosas.


Lo que mi amiga no me dijo esa vez (pero seguro sabe) es lo necesario de recordar cada tanto cuán duro fue llegar a nuestra ciudad de destino. Por eso hay que mirar hacia arriba, no para evadir algún descalabro sino para ser parte de la riqueza de la ciudad, y Buenos Aires sí que se presta para ello. Mirar hacia arriba como quien mira hacia adelante. 

lunes, 6 de julio de 2015

Tuits que sobraron

Milla dibujada por Fer

Cuando mi perra me pide comida no le doy de inmediato, para que tenga algo que contarle al psicólogo.

Mi madre vino a hacer terapia conmigo y terminó haciendo terapia de su relación de pareja.

Sólo sé escribir de mañana, cuando no recuerdo mi nombre.

Que los argentinos están acostumbrados a perder es algo que no todos saben.

Cambiaría de identidad en los días nublados.

A quien me pregunta le digo que Venezuela vive una dictadura. Sin remate.

Por las noches tomo el mate que aprendí a beber en el psiquiátrico.

Ojalá los psicólogos invitasen un whisky durante la sesión.

Tomo más café que agua. Me mordió un tuitero del turno mañana.

Saltar de un libro a otro es el hacer zapping de quienes no tenemos televisor.

Parece que las cosas van mejorando. ¿Alguien necesita un poco del pesimismo que me sobra?

Ahora que estoy de reposo escribo mucha más poesía. ¿Quién necesita un trabajo?

No me gustan los escritores que no saben limpiarse su propia baba.

Tengo que hacer dieta. Esto no es un chiste. O sí.

Kubrick fue un genio pero sólo por una película: Eyes Wide Shut.

Mi escondite favorito sigue siendo el silencio.

Los venezolanos han hecho una deidad de las elecciones.

Fumar da cáncer pero ayuda a aclarar las ideas. He ahí mi argumento, señor Juez.

Una despedida puede ser un reinicio.

El secreto de tener Whst'sApp es no contárselo a nadie.

Tengo tanto por hacer que mejor finjo un secuestro.

No sé si cuando regrese mi libido, las páginas porno seguirán ahí.

Cada vez aprendo más de quienes superan los cuarenta años.

Nadie quiere quedarse solo en la pista de baile.

Mi mejor amigo nació en Cotiza, es hincha de Racing y nadie lo iguala en lealtad.

Si te mando una fototeta, seguro aparece una barriga nueva en un pezón.

La honestidad brutal está bien si no te importa hacer daño.

viernes, 3 de julio de 2015

Milonga

Publicado originalmente en Contrapunto.com


No tengo por costumbre escuchar tangos y últimamente la ciudad suena más a bachata que a otra cosa. No oigo tangos, pero ahí me hallaba en una milonga al aire libre. Tocaban cinco bandoneonistas; las señoras y los caballeros del barrio eran pura sonrisa mientras alternaban entre las mesas dispuestas con velas y se alistaban para bailar, cada pareja a su modo, porque el tango será de a dos, pero ya esos dos deciden cómo llevar a cabo la danza.

Y entonces vi a la mina callejera, bah, linyera: lloraba mientras sonaba una milonga, con su cartón de vino Termidor al lado. Llevaba unas lycras fucsias, una camiseta de River y susurraba lo que, imagino, eran lamentos. “Ya intenté mirar bien de cerca el rostro de una persona: el de una vendedora de entradas en un cine. Quería saber el secreto de su vida. Inútil. La otra persona es un enigma. Y sus ojos son de estatua: ciegos”, escribió Clarice Lispector.

Nadie más parecía mirarla y ella se iba desvaneciendo de a poco en lágrimas, mientras la noche caía, las luces del anfiteatro se encendían y los bandoneones lograban lo inevitable: la rendición ante la belleza.

¿Quién podría estar alegre el tiempo que dure un tango? Fue todo lo que alcancé a pensar. Por eso quizás sea liberador vivir en un lugar así, donde la felicidad no es obligatoria y los tristes podemos andar a nuestras anchas, con las heridas expuestas como insignias de batallas; un lugar donde los ancianos pueden abrazarse en un baile que a veces es en puntas de pie y otras entre personas del mismo sexo, como he visto tantas veces y como vi esa noche.


Y está la triste mujer callejera que llora mientras se emborracha de tango y de vino barato y está la doña que aún luce todas sus artimañas y sale a la pista. Y tal vez en el medio ande yo, que apenas regresé a casa busqué varios tangos de Aníbal Troilo en Youtube y, cuando quise darme cuenta, ya había caído en la trampa del origen, porque ahí estaba, en mi cabeza, sonando certero y fuerte no una milonga, sino un bolero.