Rufus, Emiliani y Almantor eran tres manganzones que
se reunían una vez a la semana a beber cerveza y a comer txistorras en la tasca «La
barrita». Allí daban rienda suelta a todas las barbaridades que se les cruzaban
por las cabezas y comentaban los sucesos de la semana. Estos tres amigos
incondicionales tenían los más diversos oficios: Almantor era dueño de una
carnicería, Rufus vendía perico en un Ford Conquistador de 1984 y Emiliani
trabajaba en una agencia publicitaria. Sin embargo, los unía una amistad
originada en el bachillerato, el gusto por las buenas anécdotas y las burlas
que solían hacer sobre el mesonero del local, un viejo inmigrante español que a
cada rato se quedaba dormido en una de las banquetas de la barra.
Aquel jueves llegó primero Emiliani
y le pidió una cerveza al viejo Gonzalo. Tomó de la barra un ejemplar del
diario Meridiano y se dedicó a hojear
sus páginas mientras esperaba que llegasen Rufus y Almantor. Éstos arribaron
media hora después y, para variar, Rufus comentó la última anécdota sobre su
más reciente cliente: una modelo que, cada dos noches, lo llamaba para pedirle
un par de bolsas.
A la cuarta ronda de cervezas, cuando ya habían acabado con la abundante ración de txistorras, Rufus
interrumpió su anécdota —esta vez, sobre una cincuentona de mucho dinero que
también se metía lo suyo— para advertirles a los otros dos que había comenzado
una cadena. Los tres amigos volvieron la vista al desvencijado televisor del
local y ahí vieron cómo se inauguraba un abasto en algún lugar remoto de Apure
con la presencia del Jefe de Estado y los ministros habituales.
— Todos los días la misma ladilla
—dijo Almantor.
— Un día de estos se encadenarán para
transmitir la inauguración de un kiosco —agregó Rufus.
— Coño, ¿ustedes se han fijado que Cilia siempre
aparece atrás del bigotúo como un Muppet? —preguntó
Emiliani, y sus amigos le rieron el chiste.
— Lo que pasa es que esa doña es más fea que
masturbarse en casa ajena —dijo Almantor.
— Querrás decir que es más fea que una pea con anís —le respondió Emiliani.
— Es que tú eres todo un princeso, Emiliani —agregó Rufus.
Y así siguieron, ajenos a la cadena y sumidos en su
tertulia. Entonces notaron que ya el viejo Gonzalo comenzaba a cabecear sentado
en la banqueta y, para asustarlo, Rufus le gritó que les llevase otra ronda. El
español se irguió como un resorte y, con su andar pausado, puso sobre la mesa
las tres Polarcitas heladas junto a un pequeño plato de maní.
Emiliani quiso saber más sobre la modelo que le
compraba cocaína a Rufus y por eso le preguntó:
— Ajá, ¿pero la jeva es famosa o
es modelo de catálogo de Avon?
— Bueno, Emiliani, tú sabes cómo es la
vaina, un dealer es como un cura: no puede andar revelando esos detalles.
— Lo que importa saber, en todo caso, es si la tipa
está buena o no — agregó Almantor.
— Coño, güevón, ¿no estás oyendo que es modelo?
— Precisamente, Emiliani —respondió
Almantor y, dando un sorbo a su cerveza, se recostó del respaldar de la silla
como quien se decide a exponer una gran teoría. Hoy en día —prosiguió— todas las modelos dan como penita: puras
panas a las que provoca brindarles una parrilla con yuca y hallaquitas, pa’ que
agarren carne. A mí esa vaina de ese mujerero en hueso no me excita: me da
lástima.
— Verga,
Almantor, lo que pasa es que tú no pelas a una golda —repuso Emiliani.
— No sé, Emiliani, yo creo que el pana
aquí tiene una postura válida. Fíjate, por ejemplo, en la Jolie : par de morcillas
carupaneras es lo que necesita esa mujer.
— Ahora sí nos jodimos, Rufus. Tú como
que eres medio marico. —respondió Emiliani.
— Déjate de vainas, compa. Allá tú y tus sacos de
huesos.
— Bueno, bueno, orden en la pea. —repuso Almantor. —Precisamente ahorita estaba
pensando en ese temita y me vino a la cabeza Tatiana Capote. ¿Ven? Esa jeva sí
que estaba para meterle bien duro. A eso me refiero: nada que ver con esas
bichas que parecen sacadas de Zimbabue.
— Coño, mi pana, tremendo capote el de Tatiana. Ésa sí
que era la reina del arroz con pollo, igual que esta cantante, la italiana.
¿Cómo es que se llamaba? —preguntó Rufus.
— Raffaella Carrá, nada más y nada
menos. Un mujerón. ¡’Chacho, tremendas piernas! —dijo Almantor.
— Ahí sí estamos de acuerdo —dijo
Emiliani y, acto seguido, le silbó a Gonzalo para que les llevase otra ronda de
cervezas.
Una vez que éstas llegaron a la mesa,
los tres amigos brindaron mientras Emiliani comenzó a tararear un tema de
Raffaella Carrá. Almantor echó un vistazo al televisor del bar y ahí notó que
el Presidente abrazaba a una niña con Síndrome de Down y le colocaba sobre la
cabeza una boina roja. Decidió entonces que era mejor continuar hablando de
culos y tetas:
— La otra vaina que se nos está
escapando es que esas mujeres: la
Capote , la
Carrá , en fin, esos hambrones de antes, venían ya listas de
fábrica: nada de tetas operadas y bocas con silicón. Ahorita hasta culo se
ponen.
— ¿Ustedes saben de quién me acordé?
De Gigi Zancheta. Ésa también estaba como le daba la gana, y miren que muchas
tetas no tenía —dijo Rufus.
— Eso lo que estaba era bien maiceao’,
bróder —añadió Almantor.
— Lo que pasa es que ustedes no se han
actualizado; en esta mesa hoy no se ha hablado sino de una cuerda de
menopáusicas —dijo Emiliani, y abriendo el Meridiano que había empezado a leer
antes de que sus dos amigos llegaran, señaló una foto de la sección de
farándula y comentó: ¡Mirame’sto! Esta Diosa sí que está buena, operada y todo,
pero yo le doy hasta en Petare de noche.
— Coño, bróder, con todo respeto, pero
la tal Diosa Canales no sólo es bizca, también es más ordinaria que beber un 18
años en taza de peltre —le respondió Almantor. Además, esa tipa está tan dura y
operada que la bicha más bien parece un entrenador de gimnasio.
— Bueno, yo aquí concuerdo un poco con
ambos —dijo Rufus. ¿Qué Diosa es tapa amarilla? Eso es correcto. Pero de que
está buena, está buena. La vaina es cogérsela en cuatro, pa’ no verle el ojo
virado.
— Ahora como que los parchas son
ustedes dos. A ver, Almantor, tú eres carnicero, tú deberías poder reconocer
cuándo una vaina es carne de segunda y cuándo es lomito. Y Diosa Canales es
puro corte de primera, hermanazo.
— ¿Quieres que te diga otra vaina,
Emiliani? —respondió Almantor. No todo es lomito, papá. Ponte a pensar en un
buen hígado encebollado: no será de primera, pero lo cierto es que no hay carne
que lo iguale porque esa vaina es exquisita. Lo mismo pasa con las mujeres que
suelen gustarme: no tendrán esas tetas de maniquí, serán más bien modestas,
pero al menos no parecen unos transfor.
— A esa teoría tuya hay que llamarla
«La majestad del hígado encebollado», mi pana —apuntó Rufus.
— Déjate de mariqueras, que eso suena
a obra del Teatro Chacaíto —respondió Almantor.
— Usted lo que está es loco, caballo —señaló
Emiliani y, dándose vuelta vio hacia el televisor y dijo, levantando la
barbilla y haciendo un gesto con la boca hacia éste: Por cierto, se terminó la
cadena.
— Verga, menos mal —dijo Rufus.
— No hay que olvidar, compañeros, que
hablar paja también es hacer Patria. Sobre todo si es con cervezas y txistorras
de por medio —agregó Almantor.
Los tres rieron al unísono y en
seguida Rufus les hizo señas para que vieran cómo Gonzalo salivaba con la
cabeza apoyada en el hombro derecho. Entonces Emiliani gritó:
— ¡Compa! ¡Gonzalo! ¡La del estribo!
sentado en una barra de cualquier taguara de este pais se arregla el mundo, se conquistan a todas las mujeres que existen en la memoria y se sale con una buena pea a dormir sabroso jejejejeje
ResponderEliminarCorrecto, Gustavo: nada como la barra de una taguara.
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