martes, 28 de mayo de 2013

De repente, la tormenta


Llovía; sobre las ventanas podía oírse golpear el granizo. Era una tempestad hecha a la medida de las pocas ganas de vivir de Sofía. Cuando logró salir de la cama llevó a cabo todos los rituales que, día tras día, acompañaban su vida de inmigrante desempleada: vio la temperatura en el noticiero, se lavó la cara, hizo el café y alimentó a su gato. El apartamento se había inundado un poco en la sala: la noche anterior había dejado abierta la ventana por ignorar que se desataría una tormenta. Sin embargo, no se preocupó por secar el piso como tampoco por enviar de nuevo su CV a algún puesto vacante. Lo que sí hizo fue tomar un libro de la biblioteca y arrellanarse en el viejo sillón, casi desvalida. Allí intentó no amilanarse ante el desconsuelo, aunque sí recordó una mañana soleada en su remota ciudad de origen. En la página 362, abierta al azar, Sofía leyó: «Todo se reduce finalmente a buscar sentir el hastío de modo tal que no duela.». El café ya se había enfriado.   

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