No podía hacer nada: habían
quedado para aquel día desde hacía mucho, y tampoco le provocaba causarle un
disgusto. Cuando llegó notó que el jacarandá de la esquina había florecido.
Pensó señalárselo al verla pero de inmediato descartó la idea porque dedujo que
no la entendería. Se sentaron juntas en la cocina y la madre puso la pava para
el té. ¿Cómo te has sentido?, le preguntó. Ya sabes, todo siempre es igual, contestó.
¿Y tú? Lo mismo, nada especial. ¿Cambiaste los muebles de lugar o son cosas
mías? Creo que estás inventando, todo está como siempre, es sólo que pasas
tanto tiempo sin venir que olvidas los detalles. Prefirió no responder a eso;
algún día tendría que aprender. Tomaron el té despacio y de tanto en tanto ella
procuraba hallar refugio en alguna nimiedad del decorado para comentar y no
quedarse en blanco. Me gusta ese jarrón, le dijo. Ah, el jarrón, sí, yo lo
odio, me lo regaló tu tía. ¿Ella cómo está, madre? ¿Cómo puedo saber? Supongo
que bien, ella siempre está bien, ¿no? No sé qué quieres decir con eso,
inquirió. Pero sabía y enseguida se arrepintió de haber caído en la trampa. Así
que antes de permitirle hablar añadió: ¿Has visto el jacarandá? ¿Cuál
jacarandá? No dijo nada. Siguieron tomando el té. Ella miró la hora y dijo que
debía marcharse. Al salir pensó que volvería, sí, pero con el cambio de
estación.
domingo, 30 de agosto de 2015
sábado, 29 de agosto de 2015
Autoengaño
Hoy no me haré problemas por nada
pensaré en la finitud
y la intrascendencia
en aquel niño vestido de Spiderman
en la paz de los sepulcros
y la de los ansiolíticos.
Andaré ligera: olvidaré el juicio,
las cuentas,
la infamia.
Hoy mentiré y será necesario.
pensaré en la finitud
y la intrascendencia
en aquel niño vestido de Spiderman
en la paz de los sepulcros
y la de los ansiolíticos.
Andaré ligera: olvidaré el juicio,
las cuentas,
la infamia.
Hoy mentiré y será necesario.
martes, 25 de agosto de 2015
¿Humanizan las Humanidades?
No hay demostración alguna de que los estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan lo contrario. Cuando la barbarie llegó a la Europa del siglo XX, en más de una universidad la facultad de filosofía y letras opuso muy poca resistencia moral, y no se trató de un incidente trivial o aislado. En un número inquietante de casos la imaginación literaria dio una bienvenida servil o extática a la animalidad política. En ocasiones, esa animalidad fue apoyada y cultivada por individuos educados en la cultura del humanismo tradicional. El conocimiento de Goethe, el fervor por la poesía de Rilke no servían para contener la crueldad personal e institucionalizada. Los valores literarios y la inhumanidad más detestable pueden coexistir dentro de la misma comunidad, dentro de la misma sensibilidad individual, y no nos salgamos de la tangente diciendo: "El hombre que hizo esas cosas decía que leía a Rilke. Pero no lo leía bien". Me temo que se trata de una evasión. Podía leerlo perfectamente bien.
A diferencia de Matthew Arnold y del doctor Leavis, me siento incapaz de afirmar con seguridad que las humanidades humanizan. De hecho, quisiera ir más allá: se puede pensar al menos que la concentración de la conciencia en un texto escrito que constituye la sustancia de nuestros conocimientos y de nuestros esfuerzos pueda amortiguar la brusquedad y prontitud de nuestras reacciones morales efectivas. Como estamos preparados para dar credibilidad psicológica o moral a lo imaginario, al personaje de teatro o de novela, a la condición espiritual que nos produce un poema, es posible que nos resulte más difícil identificarnos con el mundo real, tomar a pecho el mundo de la experiencia fáctica; "a pecho" es una expresión interesante. En cualquier ser humano la capacidad de reflejo imaginativo, de riesgos morales no es ilimitada; al contrario, puede ser absorbida por las ficciones, y así el grito del poema podrá resonar con más violencia, con más urgencia que el grito que nos llega de la calle. La muerte novelística nos podrá conmover más poderosamente que la muerte en el cuarto de al lado. Así, puede existir un vínculo oculto, traicionero, entre el cultivo de la reacción estética y el potencial de inhumanidad personal. ¿Qué estamos haciendo entonces al estudiar y enseñar literatura?
George Steiner, La formación cultural de nuestros caballeros (1965)
lunes, 17 de agosto de 2015
"El Golpe" (cuento publicado en País Portátil)
Fíjense si tenía el estómago
estragado que entre ayer y hoy no he podido cagar sólido. Claro, tanta leche y
tanta canilla con jamón y queso ya es mucho manjar para estas tripas
acostumbradas a un sobre de sopa Maggi por día. Porque la hija de puta de Nadia,
mi sobrina, viene y me deja aquí cuidándole el apartamento este mientras busca
quien lo alquile, pero ni de vaina me arma un mercado. Yo sí le pedí que me dejara algo para
comprarle el alimento al Boris, aunque igual ese perro es noble y come lo que
yo le dé. La cosa es que Nadia me llama y dice: «Oye, tío, tengo el apartamento
de Caracas vacío, los inquilinos se fueron y no hay quien lo cuide. Aparte hay
que pintarlo para poder alquilarlo de nuevo. Yo te pago el pasaje, ¿qué te
parece? Hazme ese favor»
Yo tenía unos asuntos medio macabros de los que huir y el plan
me venía al pelo; aunque no era poca cosa, porque esa vaina de poner pie en
Caracas otra vez sí que me daba ladilla. Entonces pensé que no era tan mala la
idea de marcar distancia un rato entre la culona y yo: la caraja ya estaba
poniéndose intensa. No puede uno tener cinco metros cuadrados en los que caerse
muerto porque esas bichas lo andan buscando a uno para ir de arrimadas. Y qué
va, mano, esa parcela me costó a mí mucho trabajo. Porque no es nada más el peo
de tener rancho propio, sino la idea de instalarme lejos de la capital,
tranquilazo con el Boris.
Así que después del respectivo balance, le respondía a Nadia que
sí, que yo le echaba bolas a lo del apartamento, pero con una condición: Al
Boris me lo llevo conmigo, le dije. La
Nadia no es mala gente, sí lo sabré yo que una vez fuera de
la cana he contado con ella para que me consiga alguna chamba. Intuirá que la
familia debe ser la última en darle a uno la espalda cuando está jodido. Y no
es que yo esté jodido ahorita: jodido estuve en aquel entonces.
Total que llego a Caracas y me instalo en el piso de la avenida
Victoria con el Boris, ¿no? Eso era un chiquero: las paredes vueltas mierda, un
catre por cama. En fin, un basurero. En la cocina, entre un montón de cajas que
había traído la misma Nadia mientras le salía lo de los inquilinos nuevos,
estaban unos santos. Nadia le mete a esa paja de la santería desde hace un
tiempo y va y viene de blanco riguroso como carajito listo para la comunión. Yo
me dije que mejor ni tocaba esa vaina; es preferible no inventar.
El primer día saqué unas cuantas bolsas negras de basura, barrí
y comencé a pintar la sala. Cené una sopa instantánea frente al pequeño
televisor (cuatro canales, interferencia a cada rato) y entendí que, dados los
intensos dolores en el cuerpo, caería rendido hasta el día siguiente. Fue ahí
cuando comenzó el escándalo: música a todo volumen, golpeteos; toda la noche
más o menos lo mismo. Cuando amaneció era poco lo que había dormido.
Esa semana la rutina se repitió sin mayores cambios: limpiar,
pintar y en la noche y madrugada la parranda desalmada de esos hijos de puta.
Era fácil intuir que se trataba de unos carajitos sin oficio. Bueno, con el
único oficio de generarme una arrechera mayúscula y no permitirme el necesario
descanso. ¿Qué iba a hacer? Nada, a mí hace mucho que no me va eso de meterme
en líos. A coñazos se aprende: acumulas errores, golpes y un buen día caes en
cuenta que por más que pelees, la rabia no desaparece. A mí ese día me llegó
con la rapidez con la que viaja una bala: un gesto perceptible sólo por el frío
en el cuerpo segundos después.
Por aquel entonces yo solía recalar en el Lobito Class después
de las carreras, a eso de las tres de la mañana. En esta ciudad se ve tanta
mierda que es imposible dormir sin antes pasar por el trámite de un par de
birras heladas; y a la que se ve hay que sumar la que se oye: la gente se queja
de los taxistas habladores, pero nadie dice nada sobre los silenciosos que, por
el contrario, deben soportar las impertinencias de ciertos clientes. El bar era
mi rutina y mi premio, y el gordo me lo saqué cuando Héctor me contó del golpe.
La cosa ya estaba hablada y arreglada, solamente faltaba quien pusiera la nave
para la escapada, y hasta que me vio, Héctor no sabía cómo resolver el asunto.
«La vaina será rápida y limpia, compa — dijo en tono muy bajo.
Cuatro hombres, Banco Unión de la esquina de Socorro. Usted a lo suyo y
nosotros a lo nuestro. Y el porcentaje lo arreglamos si no le convence»
De bolas, así sería de pendejo que aquello fue como ver a dios;
por eso sé de cuánto absurdo es capaz un hombre si el desespero y la
imprudencia se alían. La duda salió a mi paso y yo la espanté con desdén: aquí
todo el mundo roba y al que no hace le hacen. Además, la carga pesada no
recaería en mis hombros, yo sólo sería el chofer. Le pedí dos birras más
a Chucho y Héctor me dijo: «Tú me conoces, yo no ando con morisquetas: éste es
el de la suerte»
El aplomo de Héctor y las cervezas heladas hicieron el resto.
Aquella madrugada salí del Lobito convencido de mi buena fortuna.
Qué manera de jorobar la de esos coños de madre, hermano. Ahí no
había día de semana ni argumento que valiera. La sampablera era tal que un par
de veces oí gritos y quejas de otros vecinos, pero ellos continuaban como si
nada, mientras yo iba de la ventana a la cama, y ahí tendido, con un brazo
debajo de la cabeza y un cigarro en una mano, veía dormir al Boris y pensaba en
cuánta lavativa hay que aguantar en esta vida. Entonces se me ocurrió una sutil
venganza para mis malas noches, apenas un gesto simbólico que, de funcionar, al
menos me produciría risa.
Al amanecer fui directo a las cajas, saqué el santo y con sigilo
subí las escaleras hasta la puerta de los condenados esos. Del interior del
apartamento ya no salía ningún ruido y en la puerta dejé la imagen.
Lo demás es historia y para las malas historias lo mejor es
aplicar edición. Apenas subieron al carro con el botín, pisé el acelerador a
fondo. Las manos me temblaban, pero procuraba creer que lo peor había pasado.
La camisa se me había pegado al cuerpo aun cuando la brisa entraba recia. Sentí
todos los ruidos de la ciudad ensordecerme, como si toda ella ahora gritara
llena de euforia y vértigo; como cada día, pero esta vez en estéreo. La
felicidad es esquiva en esta vaina porque uno insiste en buscarla donde ella
jamás estará y, para qué llamarnos a engaño: aquí el que nace pendejo, pendejo
ha de morir.
Caí yo solo, que de Juanito Alimaña tengo la maña pero no el arrojo.
De Héctor y los otros no supe más nada, salvo que a partir del golpe forjaron
una exitosa carrera en fechorías. Y de la cana yo no hablo: mejor no hablar de
ciertas cosas.
Esa noche no hubo rumba en el apartamento y por fin pude dormir
en paz. La pintura ya estaba lista y el piso de Nadia brillaba como un sol. Mi
plan era subir al día siguiente para cerciorarme de que el santo siguiera donde
lo había dejado y, de no ser así, le contaría a Nadia que el pobre había rodado
en medio de las faenas de limpieza. Tampoco imaginé que aquella estatua hubiese
influido en la repentina armonía que ahora se transpiraba en el edificio; a lo
sumo me animaba darles un susto o generarles confusión: total, que, como decía
antes, aquí la gente come mucha mierda. Capaz veían aquel bicho y entre el
notón que seguramente tenían se les disparaba la paranoia.
Complacido por el descanso llegué al pasillo del quinto piso con
el fiel Boris atrás, y comprobé que el santo seguía donde lo había dejado la
mañana anterior. La puerta del apartamento estaba abierta y adentro imperaba el
silencio. Di dos pasos, asomé la cabeza y deduje que los inquilinos debían
estar profundamente dormidos. Entré. Un desorden similar al del
apartamento de Nadia antes de que yo llegara saltaba ahí donde uno mirara, pero
ni rastro de persona alguna: estaba claro que se habían marchado dejando sólo
basura entre los muebles.
Total que Caracas te da sorpresas de todo calibre, porque ésta
no es una ciudad sino una ruleta. Verde, olorosa, empacada y generosa en tamaño;
una buena panela. Le tomé el peso: medio kilo, por lo menos. Me aseguré de que,
en efecto, se hubiesen ido. Nada, ni rastro. Y piré, santo y monte en brazos.
Un verdadero golpe, limpio e inesperado; pura justicia poética, que llaman.
Y como decía, man: conmigo líos sí que no, pero un porrito le
acepto feliz a la vida. Parece que el chamo de la panadería también. Por eso
ahora, mientras espero la llamada de Nadia para devolverme al pueblo, le cambio
monte por vitualla.
sábado, 15 de agosto de 2015
Incisos
I
Como ya es casi del dominio
público, el misterio hace años fue develado: lo que dice ‘Sopa de Caracol’ es ‘What
a very good soup!’. Ahora falta saber qué demonios dice el resto de la letra.
No obstante, luego de rigurosos
análisis del video oficial, podemos concluir que los integrantes de la Banda
Blanca ni siquiera pronuncian el coro que describimos con anterioridad.
Otra incógnita para la ciencia.
II
Hace días me encontraba en la
cola para pagar en el chino cuando, de repente, me asaltaron unas ganas
terribles de mear. Empecé a contorsionarme de modo poco disimulado mientras
esperaba mi turno, pagué y salí despavorida. Unos metros más adelante pasó lo
inevitable: Sentí el chorro caliente; abrí las
piernas y pensé: ‘qué carajos, ya fue’.
A eso venimos a este mundo: a
mearnos encima.
III
Tengo un libro por publicar. ¿Alguien sabe de un editor interesado?
IV
En mi libro “Me llamas loca por
sufrir un trastorno mental y te parto la cara, forro pelotudo” hablo de la
necesidad de estar en armonía con nuestros padecimientos y del respeto al otro.
V
En mi próxima
vida quiero que me llamen Pussy Malanga. Prefiero lo que puedo imaginar.
VI
Os dejo un
secreto: ese bizcochuelo de vainilla podría quedar muchísimo mejor si le
agregáis semillas de amapola a la mezcla cruda (o canela en polvo)
VII
Me apuntan que
haga mención a la cotidianidad venezolana. Lo siento, eso me da más fastidio
que un jamming de poesía. Por cierto: en esta casa no queremos ni jammings ni
conversatorios. Y se les agradece dejar todo como está.
VIII
“Quien haya
leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será
capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el
único sentido que cuenta”.
George Steiner, Lenguaje y silencio.
viernes, 14 de agosto de 2015
"Dani Boy" (cuento publicado en Prodavinci)
Para Presque Fou
Contamos la plata: alcanzaba para once bolsas. Marqué el número de Rubén y le dije entre risas que necesitábamos esa cantidad. El condenado respondió con cierto tono triunfante, sin sorpresa. No era para menos. Con lo que le habíamos comprado esa semana bien podría construir la platabanda.
Era viernes de quincena, pero eso lo supe después: quien lleva cinco días continuos sin dormir a punta de líneas de cocaína está más allá que de acá. Dani y yo sabíamos que habitábamos un mundo paralelo, lo intuimos desde las primeras cervezas y los primeros pases compartidos en el Cordon Bleu. Fue él quien me distinguió en la barra, según dijo, gracias a algunas fotografías viejas de Adriana, la misma Adriana que un año antes se había mostrado enfurecida y decepcionada ante mi nuevo hábito con las drogas, eliminando de un manotazo una amistad que lucía sólida. Dani me contó que ella se había marchado del país la semana anterior, con la promesa de esperarlo para hacer vida juntos en alguna ciudad de España, después que él finiquitase algunos asuntos aún pendientes en Venezuela. No me dio más detalles y yo tampoco se los pedí. Me bastaba la ironía de saber a la mojigata de Adriana envuelta en un noviazgo con un periquero.
Dani era macilento, de habla pausada y aun tras su simpatía se advertía una tristeza rara, como si emergiese de un lugar remoto como rasgo primordial e inquebrantable. Me costaba imaginarlo con Adriana y en cambio, me gustaba esta nueva compañía que venía a darle fin a una velada que, segundos antes de su aparición, auguraba hastío. Pocas frases cruzadas bastaron para devolverle a uno la imagen de sí mismo en el otro. Después de esa noche nos volvimos inseparables en el ritual de la tristeza sumergida y asfixiada en la espiral de la droga.
— Qué joyita —me dijo cuando le mostré la bondadosa bolsa adquirida gracias a Rubén y que ocultaba en un bolsillo estratégico de mi falda.
— Y eso que no la has probado —le respondí.
A las tres de la mañana, Tony, el barman del Cordon, nos echó a todos del lugar y Dani propuso seguir la rumba en un antro de la Solano. Al amanecer nos fuimos a mi casa porque yo estaba lo suficientemente desesperada por compartir con un igual mi bajón de coca y también, claro, bastante descolocada por la historia que él me había narrado.
jueves, 13 de agosto de 2015
La amargura y el instante
Publicado originalmente en Contrapunto.com
De quienes emigramos se dice a
veces que vivimos en una constante amargura. Pero qué cosa contradictoria:
también se nos critica si parecemos felices.
Por otra parte, nosotros, desde
la distancia, no logramos concebir cómo quienes aún viven en Venezuela pueden
en algún instante de sus vidas experimentar alegría. Diríase que, independiente
de si nos fuimos o nos quedamos, sólo creemos posible que emerja la amargura
porque los tiempos no dan para más.
Pero la vida continúa con sus
dobleces aquí y allá, o citando a Leila Guerreiro: “En la vida real las
personas no sienten lo que deben sentir sino lo que pueden sentir”. Tal vez,
qué duda cabe, este día no fue uno más en el infierno personal de cada cual
sino uno donde la gente sonrió, hizo las suyas, fue feliz por una nimiedad, se
relajó con vaya usted a saber qué. Y recordaríamos así que no hay héroes en
esta historia sino personas tratando de hacer lo que mejor pueden por mantenerse
en pie, estén en el lugar que estén.
Por eso sin el permiso de nadie
me permito la alegría simple de recorrer mi barrio, sus tiendas de cachivaches,
sus intersticios; y también, cuando toca, me hallo sobre la orilla del espanto que
producen todas nuestras noticias. Las emociones surgen y uno ve de qué forma
las acomoda, como las manías o los vicios.
En cualquier caso, la mayoría de
las veces no somos lo que el otro espera, y en ocasiones está bueno recordar
que lo que nos queda no es un país sino su memoria; qué vendrá luego, no lo sé.
Ahora sólo logro recordar lo que escribiese Cioran en Breviario de los vencidos: “Sólo el instante es divino, infinito,
irremediable. El instante que uno está viviendo”.
lunes, 10 de agosto de 2015
El inmigrante venezolano
Estereotipos y
manías de una nacionalidad en fuga. Parte II
Publicado originalmente en Contrapunto.com
La peste
Cumpleaños, trámites
burocráticos, fiestas, antes de entrar al cine: usted proponga la ocasión que
el inmigrante pone el tema de conversación y ese siempre será el mismo: Venezuela.
Si es de oposición será un especializado en noticias de política venezolana y
le mentará la madre a Chávez y a Maduro varias veces al día; si es chavista
dirá constantemente que el modelo no es exitoso porque aún no se ha alcanzado,
ya que existe un monstruo antiquísimo de mil cabezas llamado IV República, que
nadie recuerda ni sabe bien qué es, salvo él, que tampoco sabe mucho de qué
habla pero por si acaso se ocupa de recordar que antes la gente comía perrarina
y es vital que los pueblos del mundo conozcan semejante atrocidad.
No hay manera de huir porque, incluso estando
lejos, Venezuela halla siempre la manera de joder el día y el inmigrante lo
sabe, de allí que sea un completo ignorante de otros temas y desconozca qué
sucede en el resto del mundo. Su cerebro ha sido entrenado así, para desgracia
de sus interlocutores no venezolanos.
¿Arte, deportes, filosofía, ciencia? Imposible. Nuestro sujeto es presa
de su monotemático monólogo y sólo a través de él logra alguna mínima conexión
con el resto del mundo.
Hay quienes dicen que lo mejor
del chavismo es que nos hizo hablar de política constantemente. Yo creo que es
de un mal gusto intolerable.
La locura
Años de aprendizaje para
sobrevivir en un medio hostil han hecho de nuestro sujeto un paranoico de
primer nivel. Su cúmulo de experiencias relacionadas con violencia, robo y
muerte lo han dañado para siempre y ahora vive preso de los estímulos, atento a
cualquier pisada, callejón raro o mirada sospechosa. Puede que haya tenido que
acudir a la consulta de algún terapeuta para tratar el constante delirio de
ser asaltado o descuartizado. El psicólogo (que como cualquier ciudadano del
resto del mundo ignora que su paciente viene de la sucursal terrenal del
infierno) pensará que es un caso típico de exageración y así marchará el
inmigrante: incomprendido y, para colmo, medio loco.
En ocasiones se da el caso
opuesto: dejado a su merced en un territorio afable, el inmigrante ahora vive
como si habitase el mundo de los Osos Cariñosos y ya no le teme a nada ni a
nadie porque lo que ha visto en su país de origen no tiene punto de
comparación. Es entonces cuando ocurre lo patético: lo atracan como a un conejo
por andar de despistado.
El disfraz
En mi pueblo existe una palabra
que describe a quienes emigran y estando en otro país usan la gorra tricolor:
capochos. Esta clase de inmigrante lleva su condición un paso más allá:
chaqueta, gorra, bufanda (las de Mérida también aplican), guantes. Es como un
arbolito decorado con los colores de la bandera y uno llega a preguntarse si no
tendrá también un liqui-liqui en casa para ocasiones especiales, como visitas
al odontólogo.
Si algo logra el inmigrante
tricolor es hacer de su casa un auténtico museo de lo autóctono. Allí verá
usted siempre la bandera guindada, unas maracas, un pote de Toddy, una
artesanía merideña o zuliana, una figura de La Virgen del Valle y, en la
cartera, una estampita de José Gregorio Hernández. Es como un Palacio del
Blumer, pero de la cursilería nacionalista. Los más nocivos son los que sacan
un cuatro a mitad de una velada y, cuando los presentes creen que el susodicho
interpretará algo simpático, se larga con “una rosa pintada de azul es un
motivo”.
sábado, 8 de agosto de 2015
El inmigrante venezolano
Estereotipos y manías de una
nacionalidad en fuga. Volumen I
Publicado originalmente en Contrapunto.com
Mi carro y yo
El emigrante venezolano tomó una decisión crucial en su vida:
renunció al carro. Después de todo, ¿qué es un venezolano sin carro? Ahora vive
en otro país, en un lugar más tranquilo y civilizado, pero su vida está marcada
por un antes y un después: ahora no sólo es nadie porque no tiene ni contactos
ni familiares, sino que debe andar como las bestias de países sin gasolina
subsidiada: a pie o en transporte público.
El guayabo es largo; sin embargo,
pronto descubre que es fácil andar por el rayado y que puede emborracharse sin
temor porque también en ese nuevo país hay autobuses que trabajan durante la
madrugada sin la posibilidad de que entren tres malandros y roben, maten,
violen o linchen a los pasajeros.
Durante los ratos libres se sorprende imaginando que maneja
por la Cota Mil, quizás hasta baja a la Guaira. Las noticias sobre la escasez
de autopartes, entre otros, lo sacan de su sopor y vuelve a sopesar las bondades de haber emigrado. Pero no es
fácil: sin auto eres igual a los otros, pero menos igual a ti y al estilo de
vida que dejaste, porque si de venezolanos hablamos, el carro es al hombre lo
que el hombre al carro en un sentido muy bello y viceversa.
Finalmente, puede ocurrir algo que rompa el hechizo: el
inmigrante logra hacerse de amigos con auto y, cuando alguno pasa a buscarlo
por casa para salir se siente –de nuevo- parte de la realeza.
Madre sólo hay una
A la frase añadimos: y si es venezolana, bastante machista.
He aquí que el inmigrante se halla solo como nunca antes estuvo porque en
Venezuela era imposible mudarse de la casa familiar (en algunos casos el
manganzón simplemente no quiere irse y los alcahuetes de los padres tampoco se atreven a echarlo). Pues bien, el muchacho,
que ronda los 30 años, jamás en su vida usó una lavadora y para
qué decir que se le quema el arroz: es que ni siquiera sabe cómo se hace. El
fenómeno no es exclusivo de los hombres pero sí más notorio en este género por
aquello de que los hombres no hacen tareas del hogar, pobre muchacho, se la
pasa estudiando, divirtiéndose con los amigotes o jugando a la Play.
El manganzón (que jamás compró ni una mano de cambur) comete
a veces la torpeza de querer comenzar su preparación como amo de casa haciendo
las caraotas de la abuela, sin imaginar cuán aparatoso puede resultar el
experimento. Pero el ensayo y el error
le llevan a grandes descubrimientos, como que es necesario separar la ropa
blanca de la de color a la hora de lavar y que la pasta se echa en agua
hirviendo y no en agua fría.
Un efecto secundario de todo esto es que el susodicho no pasa
la escoba y el coleto a ritmo de merengue o salsa vieja, sino que introduce una
nueva modalidad: Metallica para limpiar. Y es así como las tradiciones
comienzan a extinguirse. Nada de ello es demasiado grave, no obstante, siempre
y cuando se le recete algún volumen de “Música para planchar” que incluya
algunos éxitos de Juan Gabriel y se le recuerde que las franelas y los jeans no
se planchan, qué mariquera es esa, ¡ahora eres libre, zoquete!
Antes muerta que sencilla
Lavado, corte, alisado japonés, manicure, pedicure,
depilación láser y un largo etcétera: ¿Cómo ser venezolana y vivir sin todo
eso? Es imposible, afirmarán algunas. No obstante, al salir a la calle más como
drag queen que como mujer, quizás la venezolana empiece a notar que su excesivo
arreglo pasa de buen gusto a chabacanería (“Siempre están como si fuesen a un
boliche”, le oí decir a un argentino)
Si bien no se trata de perder feminidad, la inmigrante
venezolana puede sufrir un proceso que le lleve a sentirse más a gusto con su
cabello natural, por ejemplo. Esto, claro, también está motivado por aquella
máxima de “Con esos rizos y ese color tuyo se van a quedar pendejos”, lo cual
puede resultar una gran falacia, pero ella intenta.
¿Los pantalones tubito dos tallas más pequeñas de lo
requerido y el escote generoso para mostrar las tetas operadas? Querido lector:
no sea iluso; la muchacha cambió de país, pero la cultura de Sábado Sensacional
permanecerá por siempre en ella.
lunes, 3 de agosto de 2015
(Quiero hacer) Cosas imposibles
Bukowski tomando singaparao.
Oscar Wilde fumando Belmont.
Hemingway cazando chigüires.
Gay Talese vestido de Monte Cristo.
Raymond Chandler en el CICPC.
Pessoa tomando un marrón.
Alfonsina Storni lanzándose al Guaire.
Alejandra Pizarnik en El Cordon Bleu.
Reynaldo Arenas en El Rajatabla.
Kafka armando una carpeta de CADIVI.
Freud metiéndose un pase en La Belle Epoque.
Ramos Sucre tuiteando de madrugada.
Borges caminando por Sabana Grande.
Cortázar compartiendo fotos de su gato en Instagram.
Edgar Allan Poe perseguido por una guacamaya.
Villoro en un juego de Trujillanos.
Burroughs mascando chimó.
sábado, 1 de agosto de 2015
5 novelas similares a "La conjura de los necios"
Leíste La Conjura de los
Necios y ahora has quedado
enganchado. Es un tópico, ¿a quién no le pasó lo mismo con la segunda novela de
John Kennedy Toole? Ignatius es todo un
referente del personaje egoísta, con delirios de grandeza, inconforme,
altanero, cómodo y sinvergüenza. Los siguientes no son libros idénticos a éste,
pero sí afines en algunos aspectos, bien sea por sus personajes (antihéroes, inconformes,
rebeldes), por el sentido del humor o por las preguntas que nos sugieren:
1.- La Biblia de Neón.
La primera novela de Kennedy
Toole no es tan buena (ni de cerca) como La
Conjura de los Necios (no hay que olvidar que la
escribió en la adolescencia) pero hay una cierta ternura y una cierta
irreverencia que dan al libro empuje y, al menos a mí, acabó por atraparme.
“Me estaba cansando de lo que el predicador llamaba
cristiano. Todo lo que él hacía era cristiano, y sus feligreses creían lo
mismo. Si robaba en la biblioteca algún libro que no le gustaba, o hacía que el
domingo una emisora de radio sólo emitiera durante una parte de la jornada, o
encerraba a alguien en el asilo estatal para pobres, a todo eso lo llamaba
cristiano. Yo no había tenido mucha instrucción religiosa (…) pero estaba
seguro de lo que significaba creer en Cristo, y no era la mitad de las cosas
que hacía el predicador”
2.- Camino de los Ángeles,
de John Fante.
Sin duda, el libro más cercano a La Conjura.
¿Por qué? Porque su protagonista es otro delirante que vive con su madre y que
odia al mundo por sentirse muchas veces superior. Fante posee un sentido del
humor inmaculado y uno agradece encontrarse con el loco de Baldini, el
personaje principal.
“Qué idiotas eran. Se dejaban la piel trabajando. Con mujeres
que alimentar, un enjambre de niños con la cara sucia (…). Eran gargajos
espesos y cachazudos, pegotes pringosos y abotargados, y en cierto modo como el
pegamento, pegajosos, estancados, indefensos y sin esperanza, con los ojos
tristes de los pobres y apaleados animales del campo. Me creían loco porque yo
no parecía un pobre y apaleado animal del campo. ¡Que me crean loco! ¡Claro que
estoy loco! ¡Patanes, voceras, alcornoques!”
3.- Nada, de Janne Teller.
Un gancho al hígado, ni más ni
menos. Pierre Anthon, un crío, abandona la escuela porque decide que nada tiene
sentido y que nada vale la pena. Aunque algunos de sus compañeros de clase se
hallen dispuestos a demostrarle lo contrario a cualquier precio, Pierre Anthon
estará siempre allí bajo la sombra del árbol, con su pesimismo y su crueldad
triunfantes.
“¿Por qué es importante expresar gratitud por la comida y por
la última vez que nos vimos, y gracias y buenos días y cómo te va, si bien
pronto ninguno de nosotros no irá ya a ninguna parte, bien que lo sabéis todos,
cuando en vez de eso puede quedarse uno aquí sentado, comiendo ciruelas,
observando la rotación de la Tierra y acostumbrándose a ser parte de la nada?”
4.- El libro de Rachel,
de Martin Amis.
Charles acaba de cumplir 20 años,
no ha tenido sexo nunca y está decidido a ser una gran figura literaria. Una
novela brillante y con un personaje exquisito que quizás no encuadra tan bien
en las características de los anteriores, pero que mantiene de ellos el
espíritu de desfachatez y egolatría.
“Naturalmente, yo evito como la peste doctrinas tales como la
que dice que “somos jóvenes mientras nos sentimos jóvenes”, la cual ha sido sin
duda alguna la causa de que tantos elegantes cincuentones hayan caído muertos
en sus monos deportivos, de que tantos ojerosos hippies hayan quedado fuera de
juego víctimas de una sobredosis, de que a tantos precarios maricas les hayan
partido la crisma autostopistas salvajes. Los veinte pueden no ser el comienzo
de la madurez, pero les aseguro que marcan para todos el final de la juventud”
5.- La senda del perdedor,
de Charles Bukowski.
Novela insolente y dolorosa a la
vez. El joven Chinaski debe sobrevivir no sólo los años de la Depresión y la
Segunda Guerra Mundial sino a toda clase de avatares, cada cual más cruel. Un
libro tierno, directo y, quizás, emparentado (como han señalado otras veces)
con El guardián entre el centeno
de Salinger.
“Ahora, pensé mientras empujaba el carrito, tengo este
trabajo. ¿Es esto todo? No me extraña que la gente robe bancos. Había
demasiados trabajos humillantes. ¿Por qué demonios no era yo un alto magistrado
o un concertista de piano? Porque se necesitaba mucha preparación y costaba
dinero. De todos modos, yo no quería ser nada. Y lo estaba consiguiendo”.
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