A veces camino esas 12 o 15 cuadras (siempre olvido contarlas) que van de Caballito a Almagro hasta llegar con o sin los perros. A veces me visitan tras hacer el recorrido inverso. Envío mensajes a cualquier hora y siempre son atendidos. Nos reímos, me hacen el aguante, me dicen -aunque para ellos las cosas no marchen tan bien- que todo estará mejor. Y es el único optimismo que dejo entrar y posarse hasta manchar de verdad con su tesitura las cosas.
Mi madre se va en una semana. Debió viajar de Venezuela a Argentina por pedido de los médicos pues, de otra forma, no me dejarían salir del psiquiátrico. Los vacíos y vicios de nuestra relación todavía requieren de muchas sesiones más de terapia, pero es lo que hay y contra eso no puedo luchar.
Cuando se vaya estaré de nuevo en Almagro, no en mi casa de Caballito. Porque hay que despedir al único familiar directo, pero por suerte quedan los otros. Los que no me aconsejan hacer yoga, meditar ni dibujar mandalas para tener una vida estable porque saben, porque me conocen.
Anoche dejé olvidado en su heladera un trozo de pescado que mi madre me regaló. Hoy les diré que se lo coman como ofrenda, aunque suene a floritura. Pero no, la comida nunca está de más, bien lo sabemos. Lo saben ellos que trabajan con las manos.
El día está insoportablemente melancólico. Casi se podría romper un corazón y hacer estrépito. Sujeto bien el mío para que no me falle ahora cuando agradeceré por el faso, el café, las birras. A ellos, la pequeña familia de Almagro. Y también al flaco canoso de Belgrano, que una vez me obsequió un dibujo y siempre se lleva la peor parte.
Está lloviendo. Si yo fuese un extraterrestre diría que la Tierra (al menos, desde donde la veo) es un lugar muy triste. Voy a fumarme un porrito, voy a alimentar a mis perros, voy a dar las gracias.
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