Fotografía: René Maltête
Se
conocieron por internet. Sara vivía en Montevideo y Leonardo en Amberes. Tras
la primera conversación descubrieron que ninguno de los dos era entusiasta del famoso
chip que permitía establecer contacto real a través de ciertas conexiones en el
cerebro. Fue por eso que acordaron ser la excepción a la regla y mantenerse
dentro de los límites del ya en desuso chat-room. Conversaban durante horas,
casi siempre mientras en Montevideo era de noche y hasta llegar el amanecer. De
a poco, Leonardo fue hablándole de sus gustos sexuales: describía estrategias,
le proponía acciones lascivas y una que otra vez le envió algunos poemas de
amor de un escritor noruego. Sara empezaba a entusiasmarse: Leonardo tenía algo
que le atraía en exceso. Primero le envió fotos de sus tetas, una práctica ya
caduca pero que a ella le permitía mantenerse dentro de ciertos límites; luego fue
animándose y procedió a enviarle imágenes de su culo y su coño. Leonardo le
correspondía con largos correos en los que elogiaba sin parar el cuerpo de ella
y que a Sara le hacían recordar algo que ya había olvidado: cuando la gente no
hablaba por cámara o través del chip sino por cartas electrónicas. Puede que
ése haya sido el gancho; lo cierto es que se enamoró de él. Fue esa certeza la
que le llevó a proponerle dar el siguiente paso: el coito virtual a través del
chip, método que permitía tener sexo o charlar como si de verdad se estuviese
con el otro en el mismo lugar. Al principio Leonardo dudó. Sara no entendía, después de todo, él se había dibujado como un tipo muy ducho sexualmente, y
por eso insistió: ya no podía reprimir más las ganas de follar durante horas
con él. Finalmente, un viernes Leonardo aceptó. Todo funcionó mal desde el
primer beso.
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