jueves, 6 de junio de 2013

La cofradía del perico


Lo primero que Patricia me dijo fue: «Ese local tiene una vaina rara. Uno entra y ya no puede salir. Yo creo que todo es culpa del santo que está en la puerta».

Yo no le creí, no me importa la santería. Sin embargo, a las pocas semanas y movida por la curiosidad, decidí visitarlo. Era un antro ubicado en una de las pequeñas calles que dan al bulevar de Sabana Grande y, en efecto, en la puerta había un santo lleno de collares. Adentro la música era ensordecedora y montones de travestis bailaban, se manoseaban e inhalaban perico. Pedí una cerveza que me sirvieron en un vaso plástico. Olía a cloro y a orina. Me aposté junto al DJ y vi que dos tipos con pinta de malandros me miraban desde un rincón. Caminé, me mezclé entre la gente. Al fondo hallé una puerta y opté por entrar a mi propio riesgo. Era una habitación minúscula y en penumbras. Personajes inverosímiles bebían y se metían pases; en un espacio de uno de los muebles me senté.

A los pocos minutos, de una cortina negra que no había notado emergió un gordo todo ataviado de negro. Los presentes se levantaron, algunos hicieron una reverencia y, acto seguido, procedieron a hacer fila frente a aquel extraño personaje. Yo permanecí sentada, mirando para no perder detalle. De un costado de su holgada camisa, similar a una sotana, sacó una bolsa y procedió a repartir pases cual sacerdote de la cocaína. Al terminar con el último de la fila volvió a sumergirse tras la cortina. Todos mandibuleaban a mi alrededor. Entonces pensé en Patricia: qué decorosa, echarle la culpa al santo. 

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