Lo
primero que Patricia me dijo fue: «Ese local tiene una vaina rara. Uno entra y
ya no puede salir. Yo creo que todo es culpa del santo que está en la puerta».
Yo
no le creí, no me importa la santería. Sin embargo, a las pocas semanas y
movida por la curiosidad, decidí visitarlo. Era un antro ubicado en una de las
pequeñas calles que dan al bulevar de Sabana Grande y, en efecto, en la puerta
había un santo lleno de collares. Adentro la música era ensordecedora y montones
de travestis bailaban, se manoseaban e inhalaban perico. Pedí una cerveza que
me sirvieron en un vaso plástico. Olía a cloro y a orina. Me aposté junto al DJ
y vi que dos tipos con pinta de malandros me miraban desde un rincón. Caminé,
me mezclé entre la gente. Al fondo hallé una puerta y opté por entrar a mi
propio riesgo. Era una habitación minúscula y en penumbras. Personajes
inverosímiles bebían y se metían pases; en un espacio de uno de los muebles me
senté.
A
los pocos minutos, de una cortina negra que no había notado emergió un gordo
todo ataviado de negro. Los presentes se levantaron, algunos hicieron una
reverencia y, acto seguido, procedieron a hacer fila frente a aquel extraño
personaje. Yo permanecí sentada, mirando para no perder detalle. De un costado
de su holgada camisa, similar a una sotana, sacó una bolsa y procedió a repartir pases cual sacerdote de la cocaína. Al terminar con el
último de la fila volvió a sumergirse tras la cortina. Todos mandibuleaban a mi
alrededor. Entonces pensé en Patricia: qué decorosa, echarle la culpa al santo.
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