lunes, 31 de diciembre de 2012

Y la lluvia derramada


He andado por los pasillos del hospital durante la tormenta. Es 25 de diciembre; sólo los gatos deambulan evitando charcos. Mientras, yo he procurado que te desgastases ahí donde aún palpitas, y he preferido que me mojase la lluvia, tan inocua, al menos.
Un gato se ha dejado tocar y me ha olido como lo hace mi perro, girando a mi alrededor y frotándose contra mis piernas. Ha sido tan dócil y agradable hasta para mí, que le huyo a los gatos, que ya puesto de panza me he deshecho en cariños mientras él ha dejado marcas en mis manos y brazos. Luego se ha ido, abandonándome a merced del silencio más absoluto y la alegría por ese contacto con un ser vivo.
Entonces, en ese rato que ya se ha esfumado, sentí la opresión del todo por decir. Ahora ya sólo me traga la angustia recurrente de estar vacía de palabras, la mudez de mi cuerpo desarmado. 
Ya no llueve, pero yo sigo empapada.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Luz de diciembre


La madrugada del 24 de diciembre me despertaron los gritos afónicos de una mujer que pedía auxilio: creía estar muriéndose.

Ante el silencio y la quietud de los demás en el pabellón, decidí ir en su ayuda. Era una anciana diminuta, mucho más que mi recién difunta abuela. Respiraba con la mayor de las dificultades, asistida por una mascarilla de oxígeno.

En vano busqué a un enfermero, alguien que pudiese socorrerla de manera adecuada.

Tomé su mano; con voz entrecortada me dijo lo obvio: la falta de aire le causaba incesantes dolores en todo el cuerpo. La ayudé a incorporarse (su fragilidad me asustaba) y conecté el tubo de la mascarilla que, descubrí, se le había caído durante la noche.

Permanecimos una al lado de la otra. Su nombre era Norma, y de su pecho enfermo fluía una voz temblorosa, casi inaudible pero dulce.

Yo, que soy dada a notar las cosas más tontas, no pude evitar admirarme por su atuendo: llevaba una bonita falda plisada y una blusa con estampado de estrellas. Casi como una chica cualquiera, pensé. Una chica de 75 años, orgullosa de vivir sola y, ahora, terriblemente asustada.

En algún momento reparé en todos los instantes extraños que el pasado cercano fue incapaz de imaginar.

Cuando despuntó el día –eran las seis– ya me había hecho a la idea de estar en otro lugar: uno del que quizá saldría igual de deprimida, pero con el recuerdo de Norma calmándose de a poco gracias a mi torpe y silenciosa compañía un 24 de diciembre. Ayudar a otro siempre es una manera de auxiliarnos a nosotros mismos.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Pequeños personajes urgentes



Tú dices:
La escritura es irrelevante, la escritura no salva. Y asientes, convencida por la crudeza de la realidad.
Luego te llevan en la ambulancia, y mientras esperas al psiquiatra, un anciano que han sentado a tu lado te habla y te cuenta de su pasado como concertista, de las cientos de piezas para violín y mandolina que compuso hace tiempo ya. La asociación, dice, ahora le paga 700 pesos mensuales por sus aportes (a la música, a la cultura, a lo que sea).
A los pocos minutos repite el relato cual si fuese la primera vez, palabra por palabra. Entonces al asco que sientes por tus heridas se suma el asco por la vejez; la pobre vejez que tiene el mal olor de un anciano cándido aferrado a unos triunfos para no morir de pena; el tufo pérfido de unos pocos pesos mensuales que no sirven para nada. 
Y ahí mismo te sorprendes pensando en el potencial relato de una sala de urgencias: el relato de dos seres rotos que aspiran a alguna salvación más allá de notas y letras.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Puta Navidad




Dos cosas no he podido olvidar de la casa de Simón, pese a que han pasado más de dos décadas: el olor a pobreza y los maniquíes blancos y desnudos que se erguían entre las matas de mango. En realidad no era una casa al menos no como la mía, a una cuadra de distancia, sino la versión margariteña de un rancho. El piso era de tierra (mi madre me cuenta que ella nació en un rancho con piso igual y paredes de bahareque,  pero eso fue en Punta de Araya y a comienzos de los años cincuenta) y vivían más personas de las que podían estar de pie en la pequeña sala, y la vieja nevera rugía como el motor de esas lanchas que viajan a Manicuare. No sé explicar el origen de ese olor a pobre que manaba de aquella casa y que tanto me impresionó; pero sé que no se trata de un invento de mi imaginación infantil porque mucho años después visité un apartamento en las afueras de Caracas que olía exactamente igual. Entonces sentí una mezcla de pena y nostalgia.

Simón era el vigilante de nuestra casa. En la planta baja estaba la tienda de mi padre y arriba vivíamos nosotros en la que antes fue la casona de mi familia paterna. Simón llegaba todas las noches y, sigiloso y sonriente, se instalaba en la terraza. Tenía rasgos aindiados y no era margariteño sino sucrense (o tal vez me equivoque y fuese de Monagas).

Algunas veces fui a fiestas de cumpleaños en su casa: Simón tenía una prole gigante a la que se sumaban los hijos (anteriores) de Migdalia, su mujer. Todos eran niños más vivaces que yo, tan casi hija única, tan introvertida y temerosa. Vivaz, en Venezuela, también significa parir a edad prematura y ser abandonada por el macho de turno. Ésa era la historia incesante de las niñas de aquella, la casa de Simón.

Una Navidad, movida no sé si por algún resto de enseñanza católica o por una terca bondad heredada de mi pobre padre quien no ha sido pocas veces burlado por tal cualidad que a veces roza la ingenuidad, decidí emprender un acto absoluto de justicia. En realidad, esto que ahora digo no pasa de ser la proyección de ideas adultas sobre algo que desde la transparencia de la niñez, no era más que una idea sin mayores pretensiones. O eso creo.

El caso es que aquel diciembre escribí mi carta al niño Jesús con el encabezado automático de siempre (“Yo sé que no me he portado tan bien, pero igual quiero pedirte…”. Vaya ridiculez: mi manera de portarme mal en aquella época no pasaba de ver a escondidas una telenovela prohibida o desear besar a mi vecinito). Pero en aquella carta no pedí nada para mí; pedí, sí, un juguete para cada hijo de Simón y Migdalia: un Lego de varón, una sonajera para el bebé recién nacido, varias muñecas para las niñas, un carrito para el otro niño, y así hasta que ninguno se quedara sin regalo.

Pasada la medianoche, cuando mis padres esperaban que abriese los regalos, yo procedí a explicar mi genial plan. Ambos me miraron con tristeza, con un gesto de incomprensión y desánimo que aún al evocarlo hoy me produce idéntica sensación de pena a la de entonces.

Mi madre se sentó a mi lado, y calmada (cosa rara en ella, siempre dispuesta a descargarme un manotazo) me explicó que, pese a la obvia bondad tras mi iniciativa, se trataba de un acto egoísta y desconsiderado: «No existe el niño Jesús. Es tu padre quien ha comprado todos esos juguetes y cada uno de ellos le ha costado mucho esfuerzo y trabajo».

No aparecí en el rancho oloroso a pobreza con la carga que, soñaba, significaría una feliz navidad para aquellos niños de barrigas hinchadas y pies sucios.

Todo el año siguiente jugué con el Lego (un caballero medieval con espada y sombrero de pluma). No tuve la Barbie de costumbre, pero me quedó cierta vergüenza: hacer el bien es una cosa rara que no siempre coincide con nuestra percepción del mundo. A los 31 años debo reconocer que sigo sin superarlo (y aún me siento igual de tonta).

A mis padres nunca les dije que en ese entonces ya yo sabía que no existía el niño Jesús.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Cinco películas a prueba de resaca


«Y ahora para descomprimir muestren el pito de un hetero»
@estoypresa


Que sí, necesario es descomprimir, dijo el héroe de la Patria. ¿No? En fin, este post no trata ni sobre pitos ni sobre héroes, sino sobre películas. ¿Y no tiene que ver? Ah, ni idea. Salvo que pensemos en la resaca como uno de los poquitos gestos heroicos a los que podemos aspirar todavía en esta vida miserable. Sí, la resaca. La historia es así: me encontraba yo hundida un domingo en el más bajo y deplorable estado físico y mental a causa de una mezcla apocalíptica de whisky etiqueta inexistente con vino de pordiosero; vamos, el ratón del año y del lustro; para qué voy a dar detalles si ya el recuerdo me produce pesadumbre. Y entonces, con la habitación a oscuras y una mentada de madre certera y constante en la cabeza hacia aquellas bebidas del inframundo, encendí el televisor. Nadie con semejante dolor de vivir puede concentrarse en una película. Pero no era cualquier película la que estaban dando: era, nada más y nada menos, que In Bruges. Y de eso va este post: existe una cantidad obscena de listas de mejores películas; mejores para enamorarse, para asustarse, para reír, para sentirse conocedor y para qué sé yo cuánto más. Pero ese día -hastiada, deprimida, vaciada-, de la resaca surgió una idea: mi lista de mejores películas porque sí. No mis preferidas de toda la vida, no las que más me joden el alma sino esas películas, más o menos contemporáneas, que siempre puedo volver a ver con el mayor de los gozos, incluso sintiéndome peor que un mendigo. Por supuesto, tiene usted razón: me está faltando destacar la subjetividad de cualquier lista, pero no creo que sea necesario: ésta lo es porque sí. Es mía, es un arranque de malcriadez, una enumeración que me define actualmente y, sobre todo, un acto –heroico- para descomprimir, para aligerar, para borrar por un rato la iniquidad de los últimos días. Quizá el lector ya las ha visto todas y entonces este post le resultará bastante inútil. Y bueno, no vine a revolucionar al mundo desde un blog.

In Bruges (Martin McDonagh, 2008)

«One gay beer for my gay friend, one normal beer for me because I am normal»

En In Bruges  (Brugge en flamenco, y cuya traducción al español sería puentes, pero nunca falta el traductor con fiebre amarilla que hace lo que se le antoja) hay cocaína, un enano, asesinos a sueldo, ganas de suicidarse y esas postales de otro mundo que sólo puede brindar una ciudad como ésta. Es decir: casi todas mis cosas favoritas en la vida.

Old School (Todd Phillips, 2003)

«All right, let me be the first to say congratulations to then. You get one vagina for the rest of your life. Real smart, Frank. Way to work it through»  

La escena del tranquilizante en la yugular tendría que figurar entre los mejores momentos del cine. E insisto: Will Ferrell es más grande que Jesucristo.

We own the night (James Gray, 2007)

«Oh man. This shit is making me feel light as a feather!»

Joaquin Phoenix, Eva Mendes, Blondie, años ochenta, más drogas, más acción, más cosas hechas como a medida. El inicio es soberbio, la secuencia en el laboratorio de cocaína también y, en general, en toda la película se respira Hollywood en su esplendor, haciendo de maravillas lo que tan bien se le da.

The Lincoln Lawyer (Brad Furman, 2011)

«You know what? You would've done all right on the streets. 
Shit. Where do you think I am, Earl?»

Debe ser la tercera vez que la menciono en el blog. Este película exuda clase (piensen, por ejemplo, en la canción de Bobby Bland). ¿McConaughey? Ni modo, siempre llega el momento de reconocer que estábamos equivocados. Lo cierto es que el mundo, o al menos el mío, estaría mucho mejor con más joyitas así.

Miami Vice (Michael Mann, 2006)

«Let's take it to the limit one more time» 

Gracias por existir, Michael Mann. Gracias por tanta película linda y en especial por ésta, con sus disparos bien sonados, sus luces, su energía sucia y medio arrabalera, y porque tal vez pocos imaginaban que esta adaptación de la serie resultaría tan grande. Heat, Collateral o The insider también podrían formar parte de esta lista (nunca Public Enemies), pero hay que discriminar.