Hace dos días claudiqué ante un
posible texto sin articular siquiera una oración porque comprendí que tenía la
sensibilidad edulcorada. Intuí el desastre: estaba razonando como minita y en
consecuencia, escribiría como tal. Y no hay nada peor que escribir como minita;
antes muerta que minita. Tomo prestado el término argentino pues al no ser de
aquí puedo asignarle una carga semántica casi a gusto, sin las connotaciones
que, en cambio, le adjudico al venezolano “jevita” (que en resumen me es
impropio porque pocas veces lo usé y por alguna razón me remite a surfista en
Cuyagua, pero eso no viene al caso)
Ser minita y escribir como tal,
dos caras de una misma moneda que paradójicamente tiene una sola: eternas
disertaciones sobre la sensibilidad femenina. Cargarse de sufridos amores con
ínfulas de poetisa; metáforas sobre la sangre que corre entre mis piernas, la
matriz y otros asuntos; compararse con una gata también cabe. Dar vueltas
siempre sobre el mismo eje: el descubrimiento de la propia sexualidad y gritar — ¡Oh,
emancipadas! —
cada hallazgo y cada gesto erótico. En suma, lo femenino. Susto.
Escribir como minita no tiene
nada que ver con escribir como mujer. Es el mismo gesto de contemplarse
absortas el ombligo lo que separa a las primeras de las segundas, porque como
dije arriba, la única preocupación de las minitas consiste en elevar lugares comunes
sobre más lugares comunes. Se es minita y se escribe como una cuando se
pretende hacer de lo obvio una epopeya: sí, naciste mujer; es una
circunstancia, no un motivo de fiesta, y ahondar en esa condición añade altura
a ciertas barreras históricas. ¿Qué cómo escribe entonces una mujer? No lo sé,
no quiero caer en esas odiosas disertaciones sobre qué es ser mujer y cómo
hacen cine las mujeres (así hablan a veces las minitas). O si las mujeres
escriben de un modo diferente a como lo hacen los hombres, porque no creo que
sea así (no necesariamente) Pero sí sé que la minita escribe desde la
cursilería y la ramplonería, y el diminutivo de su nombre da cuenta del lastre
que le agobia.
Pero más allá de la escritura he
notado, no sin cierta desazón, que debido al éxito de las redes sociales, la
minita busca con afán construir una identidad bajos ciertos parámetros:
liberada, concupiscente, coqueta, de avanzada. Innumerables cuentas de tumblr dan cuenta
de ello: pantaletas, soft porn, cielos azules, flores, bocas rojas, nalgas,
poses sugerentes, cuerpos abrazados, pies descalzos y motivos vintage se
multiplican hasta el cansancio. Y el problema es la uniformidad, pues la
abundancia y repetición del esquema devuelve una imagen de lo femenino que de
tan artificial tiene gusto a sacarina. La práctica, irónicamente, ancla al
género en unos límites casi reaccionarios: erotismo más que sexo, gracia más
que chiste, lindura más que belleza, ternura y nunca violencia. No me jodan.
En la edición de El Amante/Cine dedicada a Bridesmaids (Paul Feig, 2011), una mujer
firmaba una crítica en contra de la película por considerar que la misma copiaba
recursos masculinos de comedia, de ahí la razón, según la autora, de que les
resultase tan atractiva a los hombres. Su frase final es de antología: “(Bridesmaids) tendría que buscar nuevas
herramientas para descubrir la auténtica comicidad de la mujer".
En la siguiente edición hallé mi
revancha en palabras de otra mujer cuya crítica a favor de la misma película
venía también a erigirse en respuesta al texto anterior. Palabras más palabras
menos, la segunda autora abogaba por un mundo y un cine donde no sintamos la
tentación de clasificar los roles, de delimitarlos a tal o cual manera de ser y de expresarse. De vuelta a lo anterior: ¿Debo por fuerza identificarme con un
texto sobre citas amorosas a razón de haber sido escrito por una mujer? ¿Es la
condición de la autora determinante a la hora de juzgar la calidad del mismo?
¿Hacer alarde de la propia sexualidad desde una perspectiva inocua, cerrada, pueril,
tiene alguna razón de ser? Yo huyo despavorida al menor indicio, como le huyo
al rótulo de “pornografía para mujeres” ¿De verdad? Y, no sé, cuando era púber
seguro, pero a estas alturas exijo rudeza e imágenes explícitas, y no creo que
lo que me excite sea precisamente algo hecho y pensado para “nosotras”. Después
de todo: ¿Cuál es el “nosotras”? ¿En serio algunas mujeres (minitas) creen que
existe tal cosa?
No, me repito: no quiero escribir
como minita ni razonar como una porque la minita, por definición, es esa que ríe
—a veces
ruborizada—
con los chistes de los hombres sin ser capaz de hacerlos ella. La minita
todavía cree que las groserías son cosa exclusiva del mundo masculino (que
tampoco sabemos qué es); no las dice no porque no quiera sino porque no debe. Ella
es personaje pasivo y no activo, aunque disfrace su lugar en el mundo de pompa
erótica y disquisiciones sobre lo que, de manera tan limitada, entiende que es
ser mujer. Y es que de tanto definir lo indefinible es víctima de su propia
circunstancia.
Por cierto, el último libro que
leí fue escrito por una mujer, quien con un estilo seco y rudo erige a un
personaje masculino encantador por amoral y hasta misógino: hablo de El talentoso señor Ripley, de Patricia
Highsmith.
...y hubo una época, o son épocas cíclicas, que amo leer literatura hecha por mujeres...
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