domingo, 5 de febrero de 2012

Educación sentimental



También yo creo a veces en una mentira que es en realidad un prejuicio gigante y en consecuencia, un disparate: la felicidad aburre y parece restarnos distinción o inteligencia; pero lo estimo sólo en lo que a las mujeres respecta, porque las que me son afines llevan a cuestas este cinismo del que, cómo no, me jacto en ocasiones. Ocasiones que de un tiempo a esta parte son más escasas, como comprobé esa noche en medio de suficientes cervezas cuando alguien me preguntó si era yo optimista o pesimista, y mi respuesta, tan sorpresiva por sincera y tal vez para los otros tan falsa por edulcorada, fue que quizás sea yo pesimista, pero a la felicidad he aprendido a verla a los ojos, le sostengo la mirada y le mido las esquinas: así me amparo de cualquiera que venga a decirme que no existe, cuando está ahí, clara y encendida en tu beso matutino, y hasta en las diminutas cosas que hicimos de la nada. Es incluso corpórea, aunque se solape en este destino que no es ni remotamente de ensueño, y cuyas fisuras desarman mi cuerpo en las tardes. Pero si la vida como advertía Pessoa es una cosa triste compuesta por intervalos alegres, más me vale reparar en los prodigios y agradecer la fortuna. Ha de ser efecto del viaje, que a nadie con dos dedos de frente deja incólume, pero a la otra que era yo la contemplo con pena cuando calculo las alegrías que le fueron escasas por ciega, o es que, siendo justa, le debo infinitas sonrisas por igual cantidad de jirones de carne que dejó en el trayecto. 

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