También yo creo a veces en una
mentira que es en realidad un prejuicio gigante y en consecuencia, un disparate: la felicidad aburre y parece
restarnos distinción o inteligencia; pero lo estimo sólo en lo que a las
mujeres respecta, porque las que me son afines llevan a cuestas este cinismo
del que, cómo no, me jacto en ocasiones. Ocasiones que de un tiempo a esta
parte son más escasas, como comprobé esa noche en medio de suficientes cervezas
cuando alguien me preguntó si era yo optimista o pesimista, y mi respuesta, tan
sorpresiva por sincera —y tal vez para los otros tan falsa por edulcorada—, fue
que quizás sea yo pesimista, pero a la felicidad he aprendido a verla a los
ojos, le sostengo la mirada y le mido las esquinas: así me amparo de cualquiera
que venga a decirme que no existe, cuando está ahí, clara y encendida en tu
beso matutino, y hasta en las diminutas cosas que hicimos de la nada. Es incluso
corpórea, aunque se solape en este destino que no es ni remotamente de ensueño,
y cuyas fisuras desarman mi cuerpo en las tardes. Pero si la vida —como advertía
Pessoa—
es una cosa triste compuesta por intervalos alegres, más me vale reparar en los
prodigios y agradecer la fortuna. Ha de ser efecto del viaje, que a nadie
con dos dedos de frente deja incólume, pero a la otra que era yo la contemplo
con pena cuando calculo las alegrías que le fueron escasas por ciega, o es que, siendo
justa, le debo infinitas sonrisas por igual cantidad de jirones de carne que
dejó en el trayecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario