Suelo pensar que por estos lados
del mundo nacemos sabiendo un nombre cuya fama parece antecederlo todo, aunque
tardemos o no en conocer las razones que la sustentan. Por eso, cuando en 1992
arreció aquella feroz campaña publicitaria en diarios y revistas, ese nombre
primordial no me era ajeno: estaba en los lomos de varios libros que reposaban
en la biblioteca de mi padre; era el nombre de un escritor importante que yo no
había leído, porque hasta entonces mis hábitos al respecto no pasaban de la
colección de cuentos infantiles y tal vez algún best seller, como El exorcista (William Peter Blatty). Después de todo, tenía
diez años y aún jugaba con muñecas, pero sin móvil aparente me obsesioné con
tener aquel libro nuevo que, vaya otra novedad, parecía que nunca llegaría a la
isla.
Ese año viajamos a Maiquetía para
despedir a mi hermana, que entonces visitaba por primera vez el país desde su
partida a Europa. Allí, en la vidriera de una librería del segundo piso del
aeropuerto, lo vi: no ya imagen de revista, sino objeto tangible. Nunca le
había pedido nada a mi padre, pero sabía que como lector voraz sería incapaz de
negarme el gusto de tener en mis manos esos Doce
cuentos peregrinos. Estaba en lo cierto, pues también determinados trucos los sabemos las
mujeres desde siempre.
En el vuelo de regreso a la isla
leí El avión de la bella durmiente. En
casa leí otros tantos, siempre deslumbrada con los títulos, cada uno más sugerente
que el anterior; pero supe que, en ese sentido, La luz es como el agua ganaba por una extraña razón que no alcanzaba
a descifrar, aunque intuía una verdad fundamental en esa suma de palabras, casi
un gesto clarividente y obvio. ¿Quién que habite en una isla caribeña puede
negar que, en efecto, la luz es como el agua, si ambas parecen desbordarse ahí
donde uno mire?
Eso hasta que llegué al final del
libro y leí El rastro de tu sangre en la
nieve. Lo que se gestó entonces fue una fructífera manera de relacionarme
con los libros como objetos cuya única existencia podía resumirse a la procura
del placer sexual. Sí, yo tenía diez años y sabía masturbarme: para ello
bastaban fotos encontradas al azar en la biblioteca, en algún texto sobre
educación sexual o en alguna revista, no apta para menores, que mi hermano
pudiese dejar en mal sitio (o en uno muy bueno, según mis intereses)
Pero lo de El rastro
de tu sangre en la nieve era, en todo sentido, otra historia: no el
aliciente de la imagen, siempre condicionada a sus propios límites, sino la
sugestión de las palabras que, en un vestidor, convierten el encuentro entre Nena
Daconte y Billy Sánchez casi en una escena de coacción, violenta no tanto por
la aspereza de él, sino por el arrojo de ella. Así aprendí a masturbarme con
palabras cada tarde en la cama mientras todos, en mi casa y en la calle,
dormían la siesta bajo el sopor del mismo Caribe del cuento. Una y otra vez
repetí el acto hasta aprenderme el orden (“…pero no entendió lo que ocurría
hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parada frente a ella
al bandolero más hermoso que se podía concebir…”), sin que la rutina mermase la
cualidad sediciosa de esos párrafos.
Sucede que, como todos sabemos,
la masturbación
— al igual que la lectura
— es un impulso que jamás halla alivio
definitivo. Por eso no me bastó con el relato de Nena Daconte, y de a poco comencé
a hojear sin orden y con premura los muchos libros de la biblioteca hasta que,
de tanto empeño y sin saber cómo dar con lo que necesitaba, terminé por leerlos
de cabo a rabo, no fuese que en alguno se escondiera un pasaje, una frase, un
capítulo que alimentara mi temprana lujuria.
Por estos lados del mundo, ya
decía, todos nacemos sabiendo un nombre: Gabriel García Márquez. De uno a otro
país se evocan las múltiples veces que leímos Cien años de soledad, a veces suscribimos que El otoño del patriarca es mejor que El amor en los tiempos del cólera, o que si superadas ciertas
nostalgias y acometida la labor de relectura ya no nos dice lo mismo o,
incluso, que jamás nos dijo nada. Pero mire usted, hay maneras y maneras de
acercarse a la literatura como palabras se han escrito sobre el popular García
Márquez, a quien irremediablemente no puedo desvincular del goce
más puro y solitario: el sexual por primario y el de la lectura, que le es tan
semejante. Y si uno tiene suerte, ambas prácticas llegan de la mano.
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