martes, 30 de octubre de 2012

Desvanecerse



Hoy no había nadie en el espejo. Ningún reflejo. Me borré, así de simple. No me asusté, no me sorprendí. Y no lo hice porque horas antes, insomne otra vez, experimenté el primer síntoma de la desaparición: una sensación de haberme vaciado, como si me hubiesen introducido un tubo por la nariz y, arroz, té, vino barato, café y hasta nicotina, mucha nicotina, hubiesen sido expulsados sin violencia. Todo eso junto y vaya usted a saber qué más. Recuerdo que era tarde, estaba sentada en el sillón de la sala y en la computadora sonaba una canción que llegó a mí por casualidad (gracias, @notevayas) y que, desde entonces, he oído demasiadas veces en los últimos días; una canción tristísima sobre un hombre que ha perdido a la persona amada. Pero esta vez –la número 58, lancemos un número-, no me conmovió ni un ápice. Ahora entiendo que estaba volviéndome transparente y la gente transparente no siente el estómago, no llora, no sonríe. Eso explica mi reacción al no verme reflejada en el espejo esta mañana. Consciente de que mezclarse entre los demás sin poder ser visto es un privilegio, decidí salir a caminar por el barrio. Unos chicos jugaban con una patineta y estuve tentada a chocar con ellos para llevar más lejos este asunto de la ausencia, pero temí y seguí de largo. Pasé por una construcción y ahí mismo supe que ésa sería la prueba de fuego. Nadie me vio, nadie silbó, nadie piropeó. Sí, era un hecho: me había desvanecido. Fastidiada, retomé el camino a casa. Ya en la esquina debí esperar el cambio del semáforo y entonces apareció desde la otra vereda el perro nuevo del señor de los perros, un viejo que cada vez que me saluda busca plantarme el beso cerca de la boca. El perro nuevo es un loquito, no hay otra manera de definirlo. Blanco, flaco, con una mancha marrón en el lomo y una correa azul. Camina con garbo, a su antojo, no se inmuta con nada ni con nadie. El muy desfachatado se rascaba una oreja casi en medio de la calle, con la suerte de que no venía ningún auto (aunque yo sé que no es cosa de suerte, es un callejero y encima, chiflado; a esos no les pasa nada malo, esos están a salvo) Luego se estiró con una gracia desmesurada y enseguida mi abulia transmutó en sonrisa y quise decirle: ¡Sos una masa, flaco!, pero en ese instante cambió la luz y, justo cuando di el primer paso para cruzar el rayado, el loquito empezó a ladrarme sin parar, a olfatearme y a brincar sobre mi ausente cuerpo. Dos señoras muy encopetadas que también habían estado aguardando para cruzar (y que evidentemente no habían reparado en mí), voltearon a verlo y comentaron que el divino era un histérico que le ladraba al viento. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Superclásico



Una mujer sola fuma en pantaletas. Es domingo. Podría quedarse así horas y horas y luego días y días sin hablar, apenas oyendo a otra mujer que desafina a lo lejos un despecho, el grito de gol del superclásico, tan sostenido y filoso como aullidos de una jauría de animales desesperados, el grito de gol minutos después de un hombre que llegó tarde y ahora también vocifera pero solo, porque siempre están los que llegan a destiempo, al gol y a todas las cosas que de verdad importan. Esta mujer sola sabe estar encerrada, tal vez ha perdido la capacidad de comunicarse, tal vez nunca antes estuvo tan muda. Intuye que la imposibilidad de decir lo que quiere decir de la mejor manera posible, una nueva, una que desarme, es suficiente para abatirla. Querer y no poder, ese otro superclásico. Y entonces abre la boca y en voz baja, casi entre dientes, dice: la puta madre nojodaEsta mujer no medita: putea. 

domingo, 21 de octubre de 2012

La suerte de las negras


A mi vecino le gustan las dominicanas. Las putas dominicanas, para decirlo como es. Van, vienen (¿se vienen?). Entran, salen. Nuestros departamentos están muy próximos, pocos metros separan mi habitación y mi sala de su cocina. Hace poco fumaba en la ventana y una de ellas, la recurrente, salió también al balcón del porteño. La vi, ella hizo como que no me vio. Una negra con ropa ajustada y el menéame, papi, sacúdeme de cualquier reguetón/reggaeton. Vaya palabra fea, por dios. Recordé a la Elena de Sergio, la que llegó a la casa con los pantaloncitos manchados de sangre y aquel escándalo de abogado porque las niñas deben permanecer vírgenes hasta el matrimonio. Qué sé yo, yo me las imagino así: muy negras, desbordadas, muy sobradas en su altanería pero mojigatas como sólo saben serlo las mujeres del trópico. Coquetean, fingen indignación, esquivan. Su sentido de la seducción pasa siempre por escenas de telenovelas, todas iguales, todas empalagosas, de drama de cartón piedra. Pero éstas son putas, éstas deben ser mejores que yo. Quién sabe. En estos asuntos es irrelevante si viste las películas de Gutiérrez Alea o no. Putas negras, con esos culos de signo de exclamación constante que son la envidia de mi piel blanca y fláccida. Y ahí fumando, la chica sin verme, recordé que las tetas se van cayendo y no se me ocurre mayor desamparo. Hay una tristeza especial por esa vista desde arriba que promete caída; miro hacia abajo, me gustan mis tetas pero han ido cediendo de a poco. Cómo podría aceptar que se desparramen eventualmente si para eso no hay consuelo en ningún libro y mucho menos cuando pienso que a esta mina no le sucederá semejante tragedia. Ella me da la espalda, se lleva su culo no de cartón piedra sino de acero enfundado en una lycra aterradora, entra a la cocina y él le da un trago. A la mañana siguiente salgo al pasillo a dejar la basura en el cuartito y ahí está, una botella vacía de ron. Cuánta desgracia, tener todo en su lugar y beber ron.  

martes, 16 de octubre de 2012

King Leopold's Ghost



Basta que nuestro desbarrancadero alcance a otros, a quienes nada tienen que ver con este mundo raro que nos hemos forjado, para sucumbir a una vergüenza extrema. Mi papá belga –así le llamo desde que me adoptase aquel año de intercambio- me escribe hoy y me dice que él conocía a esa mujer que fue asesinada en Margarita. Ella y su marido, ambos de nacionalidad belga, tenían una posada en la misma isla del Caribe de la que yo me fui hace casi catorce años. Los investigadores dicen que el padre de la mujer contrató a unos sicarios y que su objetivo era quedarse con el pequeño hotel.  Sí, ustedes me dirán que el autor intelectual del triste hecho fue, a fin de cuentas, un europeo. Yo, que tengo la mala o buena costumbre de relacionar muchas cosas con la ficción, enseguida he pensado en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; y claro, también en La otra isla, de Francisco Suniaga. He pensado cómo se abandona un país minúsculo de casas iguales y niños iguales y bicicletas iguales y lluvia igual de permanente, para ir a morir a ese lugar de supuestas sonrisas y amabilidad y utopía de sol constante. Por eso un margariteño como Suniaga podía escribir sobre nuestra crueldad: la que parece consumirle el rostro a los ancianos que desde hace décadas no entienden qué extraño influjo ha venido a posarse sobre todas las cosas. Una isla inhóspita con la que sueño todos los días, lejana al folleto turístico, a las mentiras que repiten sin pudor algunos despistados que asumen que escudarse en bellezas naturales soslayará el reconocimiento del horror. No quiero quedar bien con nadie; no me interesa enumerar las bondades del Caribe: nací y crecí allí, por eso las tengo muy claras. No me plegaré a esa legión de ciegos optimistas porque no escribo para complacer el chovinismo de propios y extraños. Un hombre ha ido a matar a una isla. No ha buscado a los asesinos ni en Limburg ni en Turnhout; ha querido matar para quedarse a vivir en la playa del Tirano Aguirre. Otros tantos han ido a morir asesinados. Aquí todos ansían vivir de los turistas pero nadie quiere ser servicial. Estos alemanes no saben a dónde han venido a parar; hay que joderlos porque son ingenuos. Cuando pienso que algún día me iré a vivir en una isla, recuerdo que las islas son lugares tramposos.

La otra isla, la que comparte el sol, la brisa y el mar azules, la isla invisible pero espesa donde todo se posterga, la isla sin tiempo del mañana, mañana, la de todas las miserias, la isla donde anida la tristeza escondida tras una sonrisa, la que obliga a vivir sin hipótesis y a morir de la misma manera.
La otra isla. Francisco Suniaga.

“Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá”, me dijo. “¿Y también cuando vuelven?”, pregunté. “Nunca los vuelvo a ver”, comentó. “Además, los cambios se producen en el interior, sabe usted”.
El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad.

domingo, 14 de octubre de 2012

Todo sigue igual



Hay que pensar los correos que escribimos a esos poquísimos amigos como ensayos de lo que ha de venir.  Escribir como decir para convencerse, para adecuarse a una realidad que de nuevo no se corresponde con lo planeado. Escribirles, decirles a ellos lo que la golpeada esperanza no nos permite reconocer en voz alta. Entonces uno va y les habla: tampoco aquí se está bien, la maestría tendrá que esperar y, en cambio, vendrá un nuevo trabajo porque tanto desempleo ya raya en el absurdo, y claro, será otro de esos muy feos, de esos que sólo parece permitir este país: de audífonos y atención al cliente y mire qué amable soy y cuánto disfruta usted al hablar con esta chica de acento extraño porque los caribeños somos amables, no crea, algunos quedamos. Y mientras uno escribe esos correos dominicales siente que todo no es más que un eterno anuncio de caída; se ve como a un otro, un buen personaje a medio terminar, no muy vistoso ni muy jodido, pero justo lo suficiente para entristecerse y reírse al rato de tanto despropósito y sinsentido. Los amigos, esos poquitísimos, estarán ya acostumbrados a estos regresos míos de batallas que ni siquiera empezaron, por eso no les doy demasiados detalles, por eso a uno le digo “Mirá, el mes pasado me invitaron a colaborar en el blog de Los hermanos Chang, escribiré eso en un post-it y lo pegaré en la nevera para cuando me invada la certeza de que este fue un año perdido”. Y se dice perdido como se dice de mierda, para no jorobar con eufemismos, que tampoco se me dan. Y quedan esos consuelos chiquitos: deletrear los barrancos, decir que escribí unos cuentos, que leí muchísimo y bebí más. Vamos, que en vez de sentarme a llorar ahora me da por reír: soy todo menos un buen ejemplo.  

viernes, 5 de octubre de 2012

«Todos vuelven por lo eterno del Caribe»



Hasta cuándo Topacio ciega.


-   Mis niveles de ansiedad me impiden escribir de manera hilada y coherente. Enumerar es una actividad más acorde con este estado fragmentado de conciencia.

-          Escribir es sumar ansiedades.

-          De la campaña electoral me quedará un cáncer de pulmón y gordura.

-         Durante los últimos días, para rematar, sólo he podido leer infaustas fotocopias universitarias. No leer ficción me convierte en una persona muy gris.

-    La Academia necesita dejar de citar a Marx por un buen rato. Otra fotocopia que mencione la superestructura y me da un derrame cerebral. Ni hablar del sistema-mundo y otras chorradas de autoayuda para sudacas.

-   Algunos familiares chavistas no dudan en publicar cosas vergonzosas en Facebook.

-       Nada me asusta más que la xenofobia, el clasismo y el nacionalismo caduco que ostentan tantos venezolanos.

-        Preferiría votar en Venezuela. Pero ya ven, cumpliré con mi responsabilidad desde aquí.

-   ¿Por qué insisten con eso de “no se emocionen, hay que ir a votar”? ¿Emocionarse implica que el domingo, por obra y gracia de Pepeto, olvidaré ir a la Embajada?

-        Tengo las bolas hinchadas de tanto tibio con superioridad moral. Sí, los mismos que dicen que todos los políticos son iguales. También toda la gente pelotuda es igual, amiguito.

-          Mi agradecimiento con Henrique Capriles. De verdad, pana: gracias.

-     Agradecer no es lo mismo que adular. Y es necesario tener la entereza para reconocer el esfuerzo y la dedicación de otros, porque no sólo se trata de Capriles: hay un gentío allí que trabajó para que hoy sea posible el entusiasmo.

-       A la gente le encanta un milico. Sí, qué obviedad. No por eso deja de resultarme escalofriante.

-        El capo más capo de la vida es el que dice que, de ganar Capriles, el país no cambiará. Patenten la frase e inclúyanla en los bombones Bacci.

-          Qué desgracia tener tantos milicos en la familia. Mi prejuicio más querido es el que guardo (con celo) contra los militares.

-     Casi todos los chavistas que conozco tienen un cargo en la administración pública. Los más jóvenes son rebeldes de cafetín y bono vacacional.

-          A Tibisay Lucena le urge encontrar un camino a un nuevo estilista.

-       Al momento de votar sonará en mi cabeza «Gonna fly now» (sí, la canción de Rocky) Mejor eso que la marcha de Globovisión.

-          El chavismo es malo para la vista.

-       Necesitamos curarnos del infame síndrome de la reelección.  Estoy en contra de un hipotético segundo mandato de Capriles.

-      Argentina hace sus mayores esfuerzos para generarme tanta desazón como Venezuela.  Peor que un gobierno abyecto es tener que cargar con dos.

-          ¿Te estás quejando mucho por la tensión y la polarización electoral? Piensa en los despedidos de PDVSA, en las barbaridades que se dijeron contra Franklin Brito, en la lista Tascón, en los presos políticos (sí, los hay, basta de negaciones), en las últimas declaraciones de Maripili Hernández, en las risas de Izarra. Piensa en los que murieron por culpa de un gobierno de malandros. A lo mejor así pones las cosas en perspectiva.

-     Yo también quiero creer que algún día regresaré a Venezuela. Y si es para trabajar en la educación pública, tantísimo mejor.

-          Tengo cientos de razones para votar y para desear fervientemente una victoria de Capriles.

-    Una de mis mayores razones es mi padre. Mi viejo ya no puede con tanta tristeza. Durante estos años lo vi apagarse, perder toda esperanza. Hay quien vota por sus hijos: yo votaré por mi papá. Él merece vivir sus últimos años con la alegría de haber sido partícipe del cambio.

-          Y como dicen en Margarita: Ojalá nuestro guarapo siempre tenga hielo.