Cuando en la televisión anuncian
cuarenta grados y las moscas se posan sobre las paredes y las cosas, yo insisto
en colar café para acentuar el despertar a pleno sol mientras los perros se
echan en el piso. El cielo sin nubes me arranca de la cama desprovista de
resistencia y así recobro el viejo hábito antes relegado por el invierno. Aunque
es temprano ya las corvas están húmedas y las cortinas bailan fatigadas como
esas moscas diminutas que van de la borra del café a los techos sin reparar en
el movimiento de las aspas del ventilador. Este es el tiempo codiciado a la
vera de una calle en noches de pies entumecidos y mejillas heladas, cuando las
manos se ocultaban de los objetos y sus contornos.
A mediodía el vapor asciende y mi
perro busca clemencia debajo de la cama. Yo quiero sumarme a su juego de
escondite porque ya mi cuerpo es pura masa hinchada: panza, cabeza, piernas
hinchadas. Recuerdo entonces que al calor del verano la pesadez es asunto
implacable y hasta el sabor del cigarrillo nos escuece en la garganta.
Del vetusto radio de la cocina emerge
una música que me hace invocar lugares con charcos donde el limo verde hace
vida, justo allí donde ésta se detuvo a grandes rasgos, a no ser por un hombre
que levanta tierra con su andar en el horizonte u otro animal que resiste bajo
la piel ulcerada; incluso, una pomalaca que cae roja y colma el aire de ese
extraño olor que es también el de las rosas.
El verano es cosa de pueblos
muertos siempre a la espera de viajantes, de un mero acto transfigurador que al
final se estanca entre bancos de plaza. A Buenos Aires también la dejan
solitaria y mustia sus pasajeros cuando llega este verano que es alerta
amarilla y naranja cada tres días de tan ajeno y de tan a espaldas al río. Sin
embargo, un taladro chirría, los colectivos pasan. Yo insisto en mi fe ciega
hacia el café para espantar la modorra y los bichos que de nuevo se burlan de
mi paciencia y revolotean, como otrora lo hicieron, para anunciarme el prodigio
de este sol inclemente. Pero ahora creo que es un desperdicio el sudor que ya
se empoza en sábanas y muslos, pues del verano lo primero que sé lo ignora
Buenos Aires: el verano es la certeza del mar aunque se oculte detrás de los
cerros. Playa para el sediento, arena para el cansado: también por eso te abandonaron
los tuyos a esta fecha, Buenos Aires, aunque engreída debo afirmar que esas
aguas australes no son, no pueden ser verano. Otoño, invierno y primavera te
concedo, pero en el futuro sabré a qué atenerme cuando avizore el vuelo de los insectos.
Qué maravilla esto: "El verano es cosa de pueblos muertos siempre a la espera de viajantes, de un mero acto transfigurador que al final se estanca entre bancos de plaza. A Buenos Aires también la dejan solitaria y mustia sus pasajeros cuando llega este verano que es alerta amarilla y naranja cada tres días de tan ajeno y de tan a espaldas al río. Sin embargo, un taladro chirría, los colectivos pasan."
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