Durante una reunión celebrada al este de Caracas, un amigo se acercó a una cineasta venezolana y le preguntó qué tal marchaba la producción de su primer largometraje, a lo que ella, compungida, respondió: —Alguien me dijo que no me afligiese tanto, porque después de todo, un hijo mongólico es también un hijo.
Me gusta esta anécdota porque me desagrada mucho la directora en cuestión, y porque viví en directo la expresión de vergüenza en su rostro después de lanzar tan temeraria y honesta respuesta. Hoy reproduzco la mueca ante ustedes.
Yo comencé a escribir poesía en la adolescencia y, baste éste último detalle, para entender que se trataba de una obra cursi, inocente e intensísima. Yo ignoraba si eran buenos mis poemas, pero no podía parar de escribirlos. Eso sí: mi introversión me impedía mostrárselos a persona alguna, hasta que un día se me ocurrió dárselos a leer a mi tío materno, el poeta Jesús Rosas Marcano. Calculaba que con toda su sabiduría en la materia, mi tío Chu sabría darme indicaciones precisas. Él los leyó, subrayó con bolígrafo rojo e hizo acotaciones. Pero lo único que me dijo fue que siguiera escribiendo. Nada más. Quizá agregó con su marcado acento margariteño (no lo perdió nunca, vaya talento) lo que siempre solía decirnos a las sobrinas: —Estas nietas de María Rosa son unas bellezas. No hubo pues revelación, porque él no era Jesús Rosas Marcano, era mi tío Chu.
Continué escribiendo y, con la mayoría de edad, la indigesta melosidad de mis poemas disminuyó un poco. En el año 2002 participé en el concurso universitario de poesía de la UCV. Tenía 21 años y unos poemas muy desgarrados que seguía conservando en secreto. Uno es arrogante a esa edad, mucho más si se cree poseedor de un don especial y se está expuesto a un pasillo universitario de iguales, todos consumidores y consumidos por al arrebato artístico. De cualquier manera, no esperaba mayor cosa de mi participación en el concurso. Lo hice sin fe, a ciegas, como quien espera un dictado con el mayor de los descuidos: —Escribir parece inevitable. Si pierdo, mala cosa. Si gano, será una señal.
Pero gané: Primer lugar en el concurso universitario de poesía de la UCV. Y ahí estaba yo, leyendo mi favorito entre mis poemas en la Sala de Conciertos. Leí con incredulidad y bajé del escenario con idéntica sensación. Debía tratarse de un error: un jurado presidido por Adriano González León premiaba mis poemas entre muchos otros. Tal fue mi descrédito sobre aquel triunfo que archivé los dichosos poemas, atribuí la suerte a una borrachera del jurado (sin ánimos de ofender), gasté el cheque y aún hoy ignoro si recibí algún certificado por la proeza (me dice mi amiga Kelly Martínez que sí, el premio incluye diploma.) Y claro, nunca más escribí poesía.
La cosa es que algunos somos unos absolutos descreídos de nuestro talento, sea éste grande o chico. Ahí sí podría llevarme un merecido primer lugar, porque rara vez creo en lo que hago (y por hacer, entiéndase escribir) y cuando lo consigo, el efecto dura tan poco y en contraste, es tan largo el flagelo… Debió transcurrir mucha vida y mucho tiempo para que entendiese que, en efecto, era inevitable: volvería a las andanzas. Ya no es poesía, pero esta pequeña ceremonia ante el teclado persiste, incluso contra mí misma. Así que tras mucho dudar abrí el archivo del concurso, con pánico a la vergüenza propia enfrente esos viejos poemas y finalmente, decidí que debía airearlos, porque la escritura es atrevimiento. Ya no pretendo nada de ellos, pero no puedo negar que fueron el inicio de algo. Aquí están, sin retoques, sin cambios; no tendría ningún sentido: tullidos o no, me pertenecen.
.Casi lo olvido: creo haber notado alivio en el semblante de la directora de cine tras pronunciar aquellas palabras.
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