Apenas entró al departamento mi madre me dijo dos cosas: "Búscame el canal de las telenovelas" y "¿Por aquí hay una iglesia? Necesito con suma urgencia ir a una iglesia". Dejé la maleta en el piso, encendí el televisor, y pensé que aunque la lluvia de horas ya había cedido en Buenos Aires, la tempestad apenas empezaba para mí. Mi madre voló los no sé cuántos kilómetros que separan a Venezuela de Argentina para ver novelas mexicanas y, cómo no, escuchar el Padre Nuestro en lunfardo.
La retahíla de anécdotas fue lo de siempre: quién murió en Porlamar, a quién asesinaron, cuántos han sido víctimas del hampa; quién se casó, quién tuvo hijos; qué productos escasean. Yo no había solicitado casi nada de Venezuela, a lo sumo un libro (que, por supuesto, debió comprar en Caracas pues en Margarita no se encontraba), un paquete de harina de maíz y otro de mezcla para preparar cachapas. Lo demás lo dejé en sus manos. Cometí de nuevo el error de obviar que, cuando se trata de mí, mi señora madre suele ser bastante negligente. En las distintas ocasiones en que ha viajado a Alemania a visitar a mi hermana mayor, ha llevado consigo cosas tan inverosímiles como hallacas, pescado salado y guayabas. Nada de esto se consigue en Argentina, por mucho que hablemos del mismo continente.
Amor de madre, suelen tatuarse algunos mamarrachos en mi país. Los choferes de autobuses lo escriben en sus destartaladas unidades. Amor de madre, pienso, mientras sopeso las delicias margariteñas que viajaron en aviones de Lufthansa y los tres tristes Cocosetes que ahora reposan en una bolsa dentro de mi cartera.
Al día siguiente la llevo a conocer la Avenida Santa Fe. Dar el primer paso es traer de vuelta —en físico y sin posibilidad de escape— su pesado brazo sobre mi hombro. Pocas cosas me incomodan tanto en esta vida como el contacto físico de mi madre: un abrazo, medio cuerpo suyo buscando apoyo en mí para andar; la mano que acaricia el cabello, sus besos en la mejilla. Dejo que se apoye y miro al otro lado de la calle para ocultar mi repugnancia, pues la mano que intenta un afecto sin receptor es también la que años atrás golpeaba las nalgas, los brazos, la cabeza.
Inmune a la nueva ciudad y a mis intentos por fungir de guía turística, ella prosigue con sus relatos favoritos, que son todos aquellos que incluyan monjas y curas y a mi hermano, que ya que estamos, es casi la misma cosa. Yo no quiero saber nada de las monjas del colegio donde estudié. No me interesa si esas degeneradas aún están vivas. Menos me importa si el cura de la iglesia de Porlamar da unas hermosas y aleccionadoras homilías. De mi hermano ya no sé qué pensar, pero eso lo contaré luego.
Mi madre me dice que no quiere gastar demasiado dinero en Buenos Aires pues tiene en mente cumplir su mayor sueño el año entrante: participar en un viaje que organiza un sacerdote a Tierra Santa. Empieza el síndrome de abstinencia: el cabello que apesta a cigarrillo, la ropa que hiede a cigarrillo, pero jamás he sido capaz de fumar frente a ella. Para ser honesta, nunca he sido capaz de decirle que fumo, estoy a favor del aborto y el matrimonio homosexual y faltaba más, que soy atea. Hacerla conocedora de esas pocas cosas que ni siquiera definen en gran medida quién soy, sería apostar a un infarto seguro, y no sé qué tan interesada se encuentre mi amadísima madre en pisar ya el reino de los cielos (además, sin cura que organice el traslado) O peor aún: sería dar pie al llanto desconsolado y a los gritos. A mi madre no se le da el diálogo: mi madre vocifera, se arrincona en su propia esquina, grita, sufre. Sí: novela mexicana.
El cigarrillo se ha inventado para males muy precisos: la espera, la incertidumbre, y el tiempo muerto con una madre que decidimos dejar de lado, bien fuese viajando a Bélgica, a Caracas o a Buenos Aires. A lo lejos escucho su voz y pienso en el humo siendo expulsado de mi boca; en el tibio abrazo de mi Marlboro Light, más cálido y reconfortante que este brazo que ahora cuelga del mío en búsqueda de un afecto imposible de brindar.
Pasan las horas y con ellas crece mi irritación. Las palabras se apilan en el paladar, se hinchan como el asco: mi hermano piadoso, mi hermana perfecta (perfecta para ponerla en su sitio, para decirle de frente lo que a mis casi treinta años no me atrevo) Quiero proferir mil insultos a los transeúntes, despotricar del mundo y sus malditos closets. No hay un tiempo para cada cosa: hay un clóset para cada quien. Tras las puertas nos ocultamos de quienes no queremos que pasen y vean nuestra humanidad completa, sucia, contradictoria, única y también, brillante. Pero dentro de mi oscuro y abotargado clóset podría encender el fuego que me permita lidiar con todo esta farsa: dos caladas, tres caladas, ocho caladas y transfigurarme en cenizas.
Ahora soy yo quien no ve nada. Siento la enfermedad apoderarse de mi pecho y mi cabeza. Ella narra la historia de una monja que decidió dejar los hábitos. Oigo cómo desdice de algún primo que ha tomado por costumbre no pedir la bendición a sus padres y a sus tíos. Una barbaridad, agrega mi madre. Una barbaridad es el exiguo aire que circula en mi celda. Si es poco, que al menos esté viciado de nicotina, monóxido y arsénico.
Mi madre comenta que la actual infección en su ojo izquierdo se produjo mientras rezaba el rosario con mi hermano. No sé dónde perdí a mi hermano, principal ídolo de mi niñez. Antes beodo y ateo, recientemente fue abducido por la iglesia católica y ahora practica el viejo arte de guardar las fiestas, rezar letanías y encomendar su vida al señor. A él (a mi hermano, no al señor, que yo no hablo con espantos) sí le conté alguna vez que por descreída y blasfema iré a parar cuando muera a una paila inmensa rebosante de aceite. ¿Cuál fue el resultado? Le ha dado por encabezar y terminar cada email dirigido a mí con bendiciones múltiples.
El ruido de la multitud sofoca el vacío de palabras que, como siempre, se instala entre mi madre y yo. Todos fuman a mi alrededor; aman a sus puchos los porteños hoy más que nunca. Yo veo la desaprobación en sus ojos. Por un instante considero abrir la puerta, decir cuatro verdades y dejarme caer, pero la idea se esfuma al contacto con los recuerdos: las pocas veces que intenté una opinión contraria a la suya en cualquier tema, sólo obtuve los alaridos de costumbre. Mi madre no dialoga, no inquiere: Nunca de su boca hubo un verdaderamente interesado ¿Cómo estás? Nunca un ¿Eres feliz? A ella le intereso cual estadística —mi hija menor— y como estereotipo aprendido —es muy cerrada—. Hace demasiados años delegó mi crianza a otra persona y perdió la oportunidad de enseñarme a leer y a escribir, de leerme cuentos, de mecerme antes de dormirme. Ahora intenta de nuevo su resignado gesto de amor maternal a medida que crece mi encierro en este clóset.
Cuando volvemos al departamento ella va en busca de lo que me mandó mi hermano. Yo no espero nada, aunque secretamente deseo algún libro, alguna película venezolana (mi hermano es arquitecto, fue él quien me habló de arte por primera vez) Madre hurga en su bolso y extrae un rosario, una estampa de no sé qué virgen y una especie de novenario. Eso es todo. Mi dolencia se exacerba y, al borde de la ira más insondable, las palabras se agolpan y luchan por romper puertas hasta gritarle en cara que ustedes son unos enfermos, ustedes no respetan a nadie, y el otro es, madre, carne de tu carne y sangre de tu sangre, nunca en mi vida odié tanto a la iglesia católica, lo de ustedes es una secta, así, como gustan llamar a todos los practicantes de otra fe distinta a la única, la suprema, la inconfundible. Hasta que me muera va a insistir este degenerado en arrastrarme a sus filas y sólo conseguirá que me dé por adorar a Satanás. Quise maldecirlos por tanta demencia, pero no pude. Nuevamente extravié la salida.
Ya sola en la calle encendí mi cigarrillo, aspiré con fervor y dije en voz alta: la puta que te recontra mil parió, hermanito. Nunca una mentada de madre tuvo tanto sentido.
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