Eveready Harton in Buried Treasure, circa 1929 |
A tirar, a tirar, que el mundo se va a acabar.
Anónimo
Era mucha la gente que esperaba ante las puertas del MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) ese viernes alrededor de las 11: 30 pm. El programa: Cine porno mudo con música en vivo. La mirada de reconocimiento me devolvió esa característica conjugación de diseño de alto y bajo vuelo en los atuendos, tan distintivo de los estudiantes de carreras humanísticas. Mi emoción daba para apreciar las vestimentas antes que imaginar de qué iban las conversaciones.
A medianoche la sala estaba casi llena. ¿Así pasan sus noches al final de la semana estos chicos? Tal vez debería venir más a Recoleta. O a Palermo. O a ambos, me dije. Un presentador esbozó unas palabras a manera de introducción. Comentó, divertido, que recibieron algunas llamadas de personas intrigadas con la proyección y casi todas hacían la pregunta:
— ¿Qué tan porno es el porno?
La respuesta era obvia: —Únicamente como puede serlo. El porno es una sola cosa, antes y ahora: Sexo explícito. —expresó.
Risas de la concurrencia.
A continuación enunció el programa, compuesto por un cortometraje didáctico realizado por una importante universidad, tres cortometrajes de procedencia desconocida (el porno mudo en cuestión) y la sorpresa de la noche: Eveready Harton in Buried Treasure, un cortometraje animado cuya autoría se atribuye a los dibujantes de Félix el gato.
El primero fue una suerte de inciso que juzgué fantástico por contraponerse a las convenciones del porno común: una chica convence a su novio de realizar ejercicios sexuales para así poder alcanzar el tan ansiado orgasmo femenino. Si la pornografía construye un modelo del acto sexual que en nada (o casi) contempla la satisfacción femenina, este cortometraje venía a paliar los efectos; cual prólogo, parecía advertir: lo que verá a continuación es cine porno, pero recuerde que muchas mujeres ignoran cómo alcanzar el clímax; no está de más entonces llevar la intimidad también a las palabras y reconocer el cuerpo del otro, qué le gusta, cómo y a qué ritmo.
Pese al obvio talante pedagógico del cortometraje, el primer desnudo dio pie a risas nerviosas por parte del público; risas femeninas en su mayoría; la risa femenina es tanto más sonora que la de su opuesto, es aguda, inocultable. Extrañada, pensé en la rivalidad entre los atuendos como señales del mundo educativo y cultural y aquella reacción ingenua, infantil acaso, de los presentes. Estos chicos y chicas saben dónde está el clítoris, ¿no?
A medida que la pareja de actores avanzaba (y aprendía o enseñaba) masturbándose mutuamente (Cambia el ritmo. Detente, por alguna razón estaba cerca y no sé qué pasó pero se escapó) también se acrecentaban las risas. ¿De qué coño se ríen: del de la chica en pantalla o de los propios aún no descubiertos, manipulados y excitados?
Del primer corto silente remarcaré la presencia de unas tetas perfectas en su grandeza y cualidad bamboleante: tetas blancas, robustas, que desafiaban la gravedad sin perder la justa curva de caída. Tetas que se extinguen entre el plástico. El hombre (un individuo cualquiera, me pareció notar que rondaba los 40 años) tenía en sus embestidas la dosis adecuada de sometimiento. Dominante, exigía la felación a toda costa y, no satisfecho con la mujer de las espléndidas tetas (nalgas, cuerpo, que no merece injusticia), convocaba a una segunda a la habitación.
Le seguía un cortometraje mexicano que mostraba la imperecedera fantasía del sexo con una mujer que finge ser niña, y que de niña en este caso sólo tenía la ropa y una muñeca en brazos, pues venía a ejemplificar el modelo femenino de buena parte del cine porno: la mujer que mira a la cámara sin desparpajo, incluso despojada de cualquier necesidad de simulación de gemidos ni goce (vale, lo contrario a esto último se exagera en la pornografía actual hasta transformarse en distracción) y se deja hacer, segura, avezada. El giro inesperado lo otorgó su compañero, larguirucho y sin ningún atractivo: ninguno hasta descubrir su erección descomunal, tan descomunal que ya en la sala la exhalación de sorpresa se filtró entre la música.
Llegado el turno del tercer cortometraje (los giros idiomáticos de los intertítulos apuntaban que podía haber sido realizado en Argentina) las risas habían disminuido. ¿Cedieron los músculos a la relajación o se tensaron en el proceso de admirar los mismos planos cerrados del miembro que penetra desde atrás, los acostumbrados primeros planos del pezón, de la vagina, cuando tal vez ignorábamos que el sexo siempre fue sexo, aun para aquellos que se movían entre el silencio del blanco y negro?
La ironía es que las risas desaparecieran justo al arribo de la comedia, claro tono de este cortometraje que mostraba a un chico masturbándose a escondidas mientras observaba las aventuras sexuales de un señor y dos señoritas en una terraza. Al borde del paroxismo se les unía y así completaban un cuarteto ideal: hombre que da sexo oral a mujer que besa a la otra mujer, que a su vez recibe sexo oral del otro hombre. Y viceversa. ¿Y si en la adorable proyección del (¿ingenuo, creíamos?) cine porno silente mujer practica sexo oral a otra mujer y hombre hace lo propio con otro hombre…? Así fue, pero la cámara prefirió mostrar sólo a las chicas (¡vaya vieja fantasía!) y el silencio se hizo denso y rígido, sabrá quién si como los músculos o inclusive, las ideas.
¿Qué faltaba ya hacia el final? Zoofilia, hombre que sodomiza a otro hombre y también a una mujer, y para ello nada mejor que el hilarante cortometraje animado. Buen toque: la animación no es la realidad, ergo, podemos reír sin caer en apuros; porque la piel no es piel, ni el ano es tal. Después de todo, son dibujitos: graciosos, adorables y pornográficos.
La función había sido magnífica y la música en vivo —elemento que hasta ahora omití— absolutamente grandiosa. Quedó, eso sí, la duda en mi cabeza: ¿Qué revela la risa improcedente cuanto la emite quien a claras luces consume cultura? La risa puede delatar incomodidad ante lo desconocido (ignorancia), pacatería o doble moral (sé pero ser una dama me impide reconocerlo en público, finjo pues decoro y que mi mano abanique el bochorno). A consumir cultura entonces, muchachos, que el porno mudo hace al esnob.
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