lunes, 5 de septiembre de 2011

Soñar, a veces

I'm a real person. No matter how tempted I am,
I have to choose the real world.
Cecilia, The Purple Rose of Cairo, Woody Allen (1985)


Tengo una vida aburrida y en gran medida se lo debo a mi trabajo. Odio mi trabajo. Ustedes verán: paso todas las tardes de lunes a sábado en un piso lleno de operadores telefónicos. Soy una más de los tantos gestores de cobranzas o, para hacerlo más simple, alguien que debe convencer cual evangélico a otros cientos de individuos que, ingenuamente, creen ser los primeros en argumentar las mismas líneas gastadas para no pagar sus malditas deudas. No sé si lo que resulta tan agotador es el hecho de estar obligada a hablar en demasía durante seis horas corridas, luchar por cobrar y ganar la respectiva comisión o simplemente, las ganas infinitas de salir de ahí y no poder. Todos los sábados pienso que sería un poco más feliz si trabajase de lunes a viernes. Está bien, mi vida amorosa es estupenda y hasta cuento con la fidelidad de dos perros. Pero tampoco de amor se vive.

Los domingos, sola en casa (mi novio trabaja ese día hasta tarde) trato de escribir. A veces lo logro y al lunes siguiente dejo el apartamento eufórica hasta que, a media tarde, frente al monitor, con los audífonos y el micrófono incorporado a la cabeza, echo un vistazo alrededor, me voy lejos del deudor que reclama una tasa abusiva de interés anual y de nuevo, me entristezco: qué lejana luce esa tarde en que fui otra, una capaz de sobreponerse a la rutina y crear.

Hace dos semanas tuve tres días libres seguidos: el sábado llamé para reportarme enferma y el lunes fue feriado. Dediqué el fin de semana a terminar un texto. El lunes decidí hacer una de mis actividades favoritas: ir sola a la primera función del cine. La película elegida fue Midnight in Paris de Woody Allen.

Dice José Urriola que “El buen cinéfilo se emociona con una película (…) El buen cine no se queda en el cerebro, sigue de largo hasta lugares más hondos.” Yo estudié cine y para bien o para mal, no me considero cinéfila, pero ese lunes, en una sala repleta de ancianos (Buenos Aires es un gran Parque Geriátrico The Naked Gun 33⅓: The Final Insult dixit) me conmoví hasta las lágrimas al recordar quién había sido y la razón por la que decidí estudiar mi carrera. Mientras Owen Wilson era presa del más fantástico sueño durante las madrugadas de París, yo podía ver a la niña que fui adorar a Dalí y posteriormente, a Picasso. Y sentí de nuevo ese arrebato pueril que nos embargaba cuando cursábamos los primeros semestres de Artes y gozábamos de la ingenuidad y el desenfado que sólo concede la adolescencia tardía. Revivió el gesto atónito ante las láminas de un libro con fotografías de la obra de Toulouse-Lautrec; resurgieron las leves tardes de estudio mirando las últimas luces caer sobre La Maternidad de Baltasar Lobos.


Abandoné la sala de cine con una extraña mezcla de embriaguez y melancolía. Hacía frío y con las manos en los bolsillos de mi abrigo, caminé por la Avenida Corrientes, deteniéndome en las librerías, incapaz de ver nada pues todo lo quería abarcar, y en mi mente se repetía incesante el estribillo de Cole Porter Let’s do it, let’s fall in love. Decidida a permanecer en el hechizo tomé asiento en El Gato Negro, un hermoso bar que data de la segunda década del siglo pasado, y me comporté a la altura de mi fantasía: pedí un café y leí un cuento.

Contrario a lo que podría esperarse no volví renovada al trabajo el martes. De hecho, esa semana mi ánimo trazó una curva descendente casi imposible de remontar. La jornada se me iba en imaginar dónde había dado el giro de no retorno para perder lo que siempre había anhelado; en qué punto exacto de mi vida las cosas habían cambiado tanto hasta encontrarme en una oficina rodeada de gentes con quienes no podía compartir más que un mate y ocasionales comentarios sobre deudores. No los despreciaba, ni mucho menos, pero qué lejos estaban de aquellas horas en la sala oscura o de las otras, cuando sentados en el pasillo de la Escuela de Artes ambicionábamos la próxima clase de Estética o ser seducidos una vez más por la voz grave e íntima de Gabriel Kizer.

Después de su primera experiencia con el cinematógrafo, Máximo Gorki escribió: “No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso”. A la frase que retumbaba en mi cabeza se le sumó el recuerdo de Cecilia, aquel encantador personaje interpretado por Mia Farrow en The Purple Rose of Cairo: Cecilia, que de tan cinéfila desvaneció la frontera entre el afuera y el adentro de la pantalla. Fue la primera película de Woody Allen que vi en mi vida, también a solas en una función vespertina de la Cinemateca Nacional. Pero tanto ella como Gil PenderOwen Wilson en Midnight in Paris abandonan al final los mundos ilusorios que les son revelados. 

En pocos minutos será lunes y ya casi he dicho todo. Tengo una vida aburrida pero a ratos esta cualidad prosaica de la realidad se esfuma: basta, por ejemplo, con escuchar esa hermosa melodía de Sidney Bechet. 

3 comentarios:

  1. Hermoso texto. Todos deberíamos intentar comportarnos a la altura de nuestras fantasías, aunque suene complicado. Supongo que en eso se nos va la vida.

    Un abrazo.

    P.D. Buenos Aires, Midnight In Paris y El Gato negro...a mí esa cuenta me da felicidad y envidia a partes iguales.

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  2. Qué entrada tan genial, sincera y como dijo el comentarista anterior, hermosa.

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  3. Gracias a ambos por la lectura y por tomarse la molestia de comentar.

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