domingo, 18 de septiembre de 2011

Tiempo impreso


Mi tiempo se mide en libros desde hace dos años: es lo que ha transcurrido desde mi llegada a Argentina, país al que arribé con sólo dos libros (veintidós kilos no son nada si de una vida se trata)

Después de aquel septiembre de 2009 sufrimos nueve meses sin empleo. Sin entrar en pormenores sobre tan difícil experiencia, diré que mi biblioteca de hoy era lo que entonces soñaba y necesitaba.

No encuentro mejor manera de expresar quién soy que esta imagen: los libros que compré en las grandes librerías y los que compré usados; los que he leído en colectivos, en paradas, en el trabajo, en casa, en el banco, en ascensores; los que dejó a buen resguardo otra viajera de paso; los que me han regalado o he encargado de Venezuela… Si dos años después me acerco siquiera un poco a quien quería ser, se lo debo a ellos (mi ritmo de lectura en Venezuela no era ni la mitad de intenso). Los libros me han salvado la vida durante este tiempo. No faltará quien diga que exagero. Con toda seguridad puedo afirmar que quien así piensa no ha sufrido la honda soledad del destierro, la cárcel de las posibilidades estrechas o, quizás, no ha descubierto (como afortunadamente hice yo) que los libros son una de las más grandes tablas de salvación.

Con estos libros he metido el dedo en la llaga, me he hundido y he salido a flote innumerables veces. Con ellos he combatido el hastío. Me han hablado y me han hecho hablar: me han dado voz. A través de ellos he visitado mi país y he asistido a otros tantos lugares, y de algunos me ha costado irme. El sueño del lector (ese trance que otorgan las buenas lecturas) es solitario, gratificante y hasta desgarrador. Yo reconozco mi buena suerte: tengo el don de acudir a él aunque el entorno no sea el más adecuado.

Son pocos los libros de mi pequeña biblioteca que aún esperan su turno, y entre los leídos, conservo con especial agrado uno que encontró mi novio en un supermercado durante nuestra etapa de desempleo, cuando sólo podía permitirme la lectura de algunas revistas viejas desechadas por los vecinos. Ignorando si cometía hurto (al parecer no venden libros en ese local, pero queda la duda) lo tomó y me lo trajo. Es una porquería, pero entonces lo leí con la avidez del abstinente.

No sé exactamente qué dicen de mí los títulos de mi biblioteca, no sé qué tipo de lectora soy (hay, además, tres ejemplares de Vogue: septiembre de 2009, 2010 y 2011) Yo diría que soy una lectora por necesidad, y estos dos tramos repletos de líneas subrayadas, mi mayor satisfacción. 

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